El vampiro de las nieblas (24 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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La forma en que habían muerto planteaba más preguntas aún; si se trataba de un ataque de los lobos, según parecía, ¿quién había hecho la pira para quemar los restos? Por supuesto, los aldeanos no. ¿Y dónde estaban los que faltaban?

Aún debilitado por las náuseas y la asfixia, abrió la puerta lateral que comunicaba con las habitaciones de los criados, y enseguida dejó escapar un gemido y sé apoyó en el quicio para no caer. Las antorchas que ardían en las paredes creaban una atmósfera fantasmal y desfigurada sobre la escena de la carnicería. Iván, el ayuda de cámara del burgomaestre, yacía tendido en el suelo; aún parecía imbuido de dignidad y autoridad, a pesar del bocado de carne que le habían arrancado de la garganta. No se veía mucha sangre.

Levantó los ojos del suelo y al instante identificó a las criadas, el cocinero, los encargados de la limpieza y los mozos de cuadra, cuyas gargantas también habían sido despedazadas. Una parte de su cerebro lo impelía a dejarse arrastrar por el pánico y el dolor, ante los cadáveres de aquellas personas a quienes conocía desde siempre; otra parte, en cambio, permanecía congelada, observando, y a ese lado se aferró hasta completar el espeluznante recuento.

Abandonó las habitaciones conmovido, pero resuelto a terminar la investigación. Sólo faltaba una persona: su tía Ludmilla. Pasó junto a la pira de los cadáveres sin mirarla y se detuvo al pie de la amplia escalera. Una antorcha ardía continuamente en el candelabro de pared, sobre los primeros escalones; la sacó de su sitio con precaución y la sostuvo con fuerza. Tras una pequeña pausa para armarse de valor, comenzó a ascender.

La luz de la tea proyectaba extrañas sombras que aparecían y desaparecían a medida que subía. El corazón se le aceleraba a cada segundo y tuvo que secarse las palmas, repentinamente humedecidas, en los pantalones. Su aplomo comenzaba a desaparecer, y notaba el pánico acurrucado en su alma dolorida, dispuesto a estallar en cualquier momento.

Llegó al final de la escalera y se detuvo para mirar el oscuro vestíbulo. El humo era más denso arriba que en la planta inferior y se movía en lánguidos remolinos grises y negros que le enturbiaban la visión y le hacían llorar los ojos. Se imaginaba cosas ocultas tras la protectora cortina de humo… Furioso, dominó la imaginación y entró en su cuarto retadoramente, enarbolando la antorcha.

Estaba intacto. La pequeña cama seguía perfectamente arreglada, y sus juguetes y ropa se hallaban recogidos y ordenados en el gran baúl. Sin embargo, para el morador de aquel dormitorio todo había cambiado en las últimas horas. Cerró la puerta y regresó al pasillo.

La habitación contigua era la que ocupaban su madre y su tía. Sasha sabía lo que le había sucedido a Anastasia, y por un instante el pánico le agarrotó el cerebro. Una vez más logró dominarse; prolongó el momento ante la puerta, temblando y preguntándose qué encontraría al otro lado. Después aferró el pomo, lo giró con la mayor lentitud posible y abrió despacio.

La luz de la luna bañaba de plata la habitación; en la cama de Ludmilla había un bulto y, mientras lo miraba sobresaltado desde el vano, el bulto se movió un poco. Estuvo a punto de perder el control. ¿Quién estaría allí?

Se le escapó un leve quejido y se mordió el labio con fuerza mientras tensaba el cuerpo. Aquello no se movía ya, y Sasha, estremecido, se acercó con la antorcha temblándole entre las manos. Se quedó junto a la cama contemplando la forma que se había tapado con la manta y, sin darse tiempo a reconsiderarlo, se acercó de un salto, retiró la manta y retrocedió bruscamente otra vez.

Su tía Ludmilla dormía plácidamente, respirando con regularidad, y el muchacho dejó escapar el aliento contenido.

—¡Tía Milla! —llamó mientras se acercaba a sacudirla, y sólo entonces se percató de su extrema palidez, más blanca que las sábanas donde reposaba.

La movió con frenesí para despertarla. Ella giró la cabeza hacia un lado, y un mechón oscuro se desplazó y dejó al descubierto la garganta, donde tenía dos pinchazos limpios y claramente visibles.

Era un hombre alto y pálido, con afilados dientes y largas zarpas. «¡Detente!», dijo Nosferatu, pues Pavel sabía el nombre del guardián. «Detente para darme a beber tu sangre y prolongar mi vida con tu muerte».

«Nosferatu —pensó, invadido de terror—. El primer guardián de la oscuridad. El vampiro».

Ya no pudo controlar el pánico; un grito pugnaba por brotar de su garganta, pero no lograba soltarlo. Sujetando la antorcha como por milagro, retrocedió a trompicones hasta la puerta y la cerró con la espalda y, por unos instantes de absoluta enajenación, la golpeó salvajemente hasta que la memoria le recordó la existencia del pomo; lo giró, salió al corredor y sólo la suerte lo libró de caer rodando por la escalera manchada de sangre.

—¡Socorro! —Por fin brotó el grito ahogado mientras volaba hacia la puerta rota y el dulce aire exterior.

Rastolnikov lo esperaba y lo ayudó a salir; el muchacho se abrazó a él murmurando incoherencias.

—Tranquilo, chico. Tranquilízate y habla despacio —insistía el panadero.

—¡Nosferatu! —dijo sin aliento—. Los ha matado Nosferatu. ¡Vamos! Tenemos que…, tenemos que… —no lograba recordar la leyenda, algo referente a una estaca en el corazón y a decapitar el cuerpo.

Se desvaneció, y el panadero, con una suavidad inusitada en semejante corpachón, lo recogió con cuidado.

—¡Nosferatu no! —replicó una voz hosca entre la multitud—. ¡Venganza vistani! ¡Déjalo a su suerte, que sufra los horrores que su gente nos ha traído!

—¡Vladimir! —interpeló la esposa del panadero—. ¡No metas a ese chico en casa!

—¡Se ha quedado sin familia! —respondió.

—Entonces, que vagabundee como los perdidos, o que lo recojan los vistanis —repuso, con las rollizas manos en las amplias caderas—. ¡Nadie te comprará el pan si acoges a esa criatura de mal agüero en nuestra casa!

El corpulento baroviano se pasó la lengua por los labios. Su esposa tenía razón: nada bueno provendría de un mestizo medio gitano. Ella siempre había dicho que el burgomaestre Kartov tendría que haber repudiado a Anastasia, o al menos obligarla a entregar al chico a los vistanis. Rastolnikov sabía que Sasha había cometido más travesuras en el pueblo que tres chicos juntos, pero había algo patético en el ser que sostenía en brazos. Desprovisto del fuego que animaba su personalidad, el niño de diez años parecía delicado como un pajarillo de frágiles huesos bajo las plumas.

Con un suspiro lo dejó en el suelo en el momento en que abría los párpados; Sasha lo miró con toda la intensidad de sus negros ojos.

—No vas a ayudarme, ¿verdad?

La mujer del panadero tosió.

—No, chico, no puedo —dijo el hombre con auténtico pesar en la voz.

Los labios del pequeño temblaban y las lágrimas comenzaron a rodarle por la cara. Sasha habría jurado que ya se le habían terminado para siempre, pero, al parecer, las reservas de llanto eran inacabables.

—Por…, por favor —suplicó con voz grave y trémula—, si no me ayudas, vendrán a buscarme a mí también.

—¡Sí! ¡Eso es lo que tendrían que hacer, bastardo gitano! —gritaron; alguien le escupió en la cara y, con una dignidad muy superior a su edad, se limpió la ofensiva sustancia y se levantó vacilante—. ¡Vuélvete con los de tu raza!

Le dedicaron varios insultos más, pero él hizo caso omiso y se acercó impasible hasta el lugar donde había dejado caer el saco, para buscar algo. Pasó un rato removiendo entre las cosas, y algunos de los que miraban rencorosamente perdieron interés y regresaron al calor de sus hogares. Varios más se retiraron cuando comenzó a caer una punzante lluvia estival, hasta que, por fin, Sasha se quedó solo haciendo sus preparativos.

Media hora después, estaba frente a la puerta rota de su casa como si fuera una caricatura infantil de un cazador de vampiros, empapado hasta los huesos y con el cabello pegado al cráneo. Llevaba la ristra de ajos de Kolya y la suya colgadas al cuello, así como la colección completa de redondeles de madera, y en los bolsillos de los pantalones guardaba los frascos tapados de agua bendita para tenerlos a mano; cargaba también con una estaca toscamente afilada y un martillo muy pesado para su estatura.

—¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer?

Se giró sorprendido y vio la alta y delgada figura del hermano Martyn. La ropa de color rosa y oro le colgaba holgadamente sobre el cuerpo liviano y sus ojos ardían de fervor, pero sonreía amablemente al muchacho.

Martyn también llevaba puestos varios amuletos santos y acarreaba un saco que hacía ruido de madera cuando lo movía.

—¿Por qué no me dejas a mí el martillo? —le dijo.

Sasha lo miraba fijamente, sin poder creer que alguien se pusiera de su lado en aquella pesadilla.

Su familia no era de las más devotas, aunque nadie lo era mucho en Barovia, porque sucedían tantas cosas terribles en aquella tierra maldita que muy pocos conservaban la fe en los antiguos dioses. Cuando el hermano Martyn había salido del bosque de Svalich unos años atrás, predicando sobre el Señor de la Mañana, nadie creía en él, pero le permitieron ocupar la vieja iglesia abandonada, siempre y cuando no violara las leyes del pueblo. Sasha opinaba que estaba un poco loco, pero en esos momentos no le importaba y se abrazó a él estrechamente, llorando otra vez de pura esperanza. Tras unos instantes de duda, el hermano le acarició la cabeza con torpeza.

—Lathander está con nosotros —murmuró—, y nos ayudará a destruir a nuestros enemigos.

Sasha Petrovich rezaba con fervor mientras templaba el ánimo para volver a entrar en el osario que había sido su hogar.

Cruzaron el umbral. Nada había cambiado; las siniestras huellas escarlata aún descendían los escalones, y el silencio opresivo y expectante gravitaba sobre la atmósfera. Martyn examinó los cuerpos resueltamente, sin sentirse afectado.

—Les han chupado toda la sangre —dijo fríamente—. Si los enterramos, resucitarán convertidos en no-muertos. Dame una estaca y ajos.

El clérigo tiró del primer cuerpo y lo sacó de entre las maderas ennegrecidas. Sasha apartó la mirada con el estómago revuelto. Era el cadáver de Anastasia, que tenía el brazo derecho abrasado y casi toda la ropa quemada; también el lado derecho de la cara y el cabello habían sido pasto de las llamas. Rápida y eficazmente, Martyn la dejó tendida sobre la alfombra y miró a Sasha, que se había sentado con las rodillas dobladas contra el pecho.

—Encárgate de éste.

—¡No! —exclamó el muchacho con ojos desorbitados.

—Sí —insistió Martyn mientras se acercaba y se arrodillaba a su lado—. Es tu madre y debe ser liberada por la mano de quien más la amaba.

—Pero es que… no, Martyn, no; no puedo.

—Tienes que hacerlo, así lo que suceda será más dulce para ella. Créeme, Sasha. —Colocó la estaca en la mano entumecida del muchacho y cerró los morenos dedos sobre ella—. Confía en mí.

Como en un sueño, Sasha se levantó y se acercó al cuerpo de su madre. Trató de rememorarla viva: valiente, dulce, cariñosa, pero siempre un poco triste. Limpiándose las lágrimas, se arrodilló junto a ella y colocó la punta de la estaca entre los senos, justo sobre el corazón. Levantó el martillo y después dejó caer el brazo desmayadamente.

—No puedo, Martyn.

—Entonces, la abandonas —replicó clavando en él sus pálidos ojos azules y misteriosos.

El muchacho comprendió que el sacerdote hablaba en serio; si él no le clavaba la estaca, Anastasia quedaría abandonada a su sino. Se enfureció consigo mismo pero encauzó la rabia, la convirtió en fortaleza y, apretando los dientes, descargó el martillo con toda la fuerza de sus diez años. Fue suficiente, y el palo se clavó a fondo en la cavidad torácica. Sasha temía que Martyn se hubiera equivocado y que el cadáver se levantara para atacarlo, pero sólo se crispó por el impulso del golpe. Volvió a descargar el martillo y la escasa sangre que quedaba rezumó por la boca de Anastasia. Con un tercer golpe, el palo dio en el suelo.

La mujer no era vampira, pero su ánima había quedado atrapada y, cuando su hijo volvió a mirarla, sus rasgos se habían transfigurado sutilmente. Un levísimo asombro acarició el alma infantil. Los cuentos eran ciertos: el espíritu clamaba por la paz. A pesar de lo horrenda que resultaba la tarea, conducía a un gran bien. Se enjugó el sudor de los ojos con mano temblorosa, pero sus labios reflejaban firmeza. Se levantó y dejó el trozo de madera clavado en el corazón de su madre.

—Bien hecho, hijo —lo felicitó Martyn, apoyándole una mano en el hombro—. Acabas de hacer una buena acción aquí.

El muchacho sintió flaquear las fuerzas y se apoyó en el hermano.

—Comprendo, Martyn. Gracias. Ha sido terrible de verdad, pero… te lo agradezco.

—Yo completaré el ritual —se ofreció. Sasha se estremeció al pensar en lo que había que hacer con el cuerpo de su madre para acabar el espeluznante rito. Le cortaría la cabeza y le llenaría la boca de ajos; sólo entonces podría recibir sepultura por fin—. ¿Puedes hacer lo mismo con estos pobres desgraciados?

—Sí —asintió tras mirar fijamente los restos de sus abuelos.

Trabajaron juntos todo el día. Cuando la fuerza abandonó los brazos de Sasha, Martyn le dijo que llenara de ajos la boca de los cuerpos que faltaban mientras él continuaba con la parte más sangrienta. Al llegar la noche, el niño y el sacerdote tenían los brazos doloridos, la ropa empapada de sangre y pegada al cuerpo en las partes ya secas, y temblaban de agotamiento.

Martyn estaba poseído de satisfacción, seguro de encontrarse allí para ejecutar el trabajo de Lathander, y la truculenta tarea que había llevado a cabo no lo había amilanado en absoluto. Sasha, por el contrario, se hallaba exhausto y tenía los nervios a punto de estallar. Martyn le rodeó los hombros con un brazo mientras descansaban sentados en la escalera.

—Voy a contarte una historia, hijo, que tal vez te ayude a darle un sentido a todo esto —dijo, refiriéndose a los cuerpos decapitados—. Había una vez un muchacho, más o menos de tu edad, que vivía feliz con su familia; se dirigían hacia otro pueblo cuando una niebla repentina los envolvió y pararon para hacer noche.

Al levantar la niebla se encontraron en un bosque completamente desconocido, y los habitantes de la villa cercana eran gentes frías y hoscas que les negaron cobijo. Como no tenían otro sitio adonde ir, pasaron la noche en el bosque. —Martyn se sumió en el silencio con la mirada perdida.

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