El conde acercó una silla y se sentó con una floritura.
—Tengo un presente para mi amigo.
Un tétrico esclavo entró con un estuche de caoba de unos treinta centímetros por cuarenta y cinco y unos diez de profundidad. Strahd lo tomó y levantó la tapa; Jander abrió los ojos de admiración.
En el interior, forrado de terciopelo, se hallaban unas herramientas artesanales y varias ampollas con polvos de colores, listos para ser mezclados. Tres estiletes de tamaños diferentes rematados en plata aguardaban para grabar y vaciar; había además un surtido de martillos y cinceles.
—Son sólo un aperitivo. Por favor, hacedme saber si necesitáis otras cosas para llevar a cabo vuestro trabajo, y yo os las proporcionaré.
—Son herramientas dignas de un maestro, Strahd —comentó Jander sinceramente—. Muchas gracias; comenzaré a utilizarlas esta misma noche.
—Había… pensado en otra actividad para esta noche, si es que os complace acompañarme, claro está.
—¡Contemplad el advenimiento del Señor de la Mañana!
Martyn Pelkar, más conocido entre los impacientes barovianos, durante los últimos diez años, como el hermano Martyn
el Loco
, se hallaba encaramado al podio que él mismo había fabricado y desde el cual se dirigía a todo aquel que quisiera escucharlo. Alto, delgado, de rubio cabello rizado y febriles ojos azul claro, se había proclamado a sí mismo sacerdote de un dios llamado Lathander, Señor de la Mañana. Elevaba los brazos al cielo en esos momentos mirando hacia el oriente, mientras el sol se elevaba poco a poco por el horizonte.
—¡Todas las madrugadas igual! —protestó el panadero, Vlad Rastolnikov, que preparaba la última hornada de la mañana; el corpulento baroviano echó la masa en la mesa y descargó en ella su irritación—. ¡No puede callar la boca! ¿Verdad? No; tiene que venir aquí a molestar a todo el mundo. —El resto de la perorata se perdió entre los negros rizos de su barba.
La panadería era un edificio pequeño, y el horno, situado al fondo, ocupaba la mayor parte del espacio; sólo había unas cuantas velas encendidas cerca de la entrada porque el fuego de la caldera iluminaba lo suficiente como para trabajar. Había también una mesa grande sobre la cual amasaba Rastolnikov, y un armario de gran capacidad para los recipientes y moldes. Cuando sacaba las piezas cocidas, el aprendiz, Kolya, salía a pregonarlo por la plaza del mercado.
Kolya, un muchacho rechoncho, excesivamente aficionado al género de su maestro, asomó por el hombro de Rastolnikov.
—¿Ya están listas para el horno, señor?
Rastolnikov hizo una pausa, lleno de harina hasta los codos, y sus espesas cejas negras se unieron sobre sus ojos, igualmente negros.
—¿A ti qué te parece que estoy haciendo ahora mismo? —Kolya retrocedió acobardado—. Vamos, descansa un momento y ve a tomar el aire, Kolya; se te ha recalentado la mollera.
—Gracias, maestro —replicó, y salió precipitadamente a la plaza. El frío de la mañana lo hizo estremecer, y echó de menos el capote. En la tahona hacía mucho calor, y ahora la helada matutina lo calaba hasta los huesos.
—¡Vuelve a tiempo para sacar la hornada! —exclamó el panadero.
Recorrió la calle del mercado hacia la antigua iglesia. Atrás quedaba Martyn, que seguía desgranando sus plegarias matutinas; sus ropajes de color rosa y oro contrastaban vivamente con el cielo gris.
—Os damos las gracias, ¡oh, Señor de la Mañana!, por esta bella aurora y la gloria del nuevo día…
—Ya era hora de que llegaras.
Kolya se sobresaltó, pero enseguida cerró los ojos, aliviado, al ver que se trataba sólo de Sasha Petrovich, el nieto del burgomaestre, que lo miraba maliciosamente apoyado en un edificio abandonado. Llevaba una sencilla camisa de lienzo blanco, pantalones marrones y la capa sobre los hombros; a sus pies aguardaba un saco vacío.
—Empezaba a pensar que no ibas a librarte nunca de ese viejo Ratty.
—Sasha, sabes que no me gusta que llames así a mi maestro —protestó con poco ímpetu—. Toma. —Le ofreció media pieza de pan reciente.
El muchacho alargó la morena mano, tomó el pan animosamente y aspiró con deleite el apetitoso aroma antes de morderlo.
—Ratty hace un pan muy bueno —admitió, con la boca llena.
—Hay que darse prisa —le advirtió Kolya—, Martyn ya está en la plaza.
—Ya lo sé, pero habla más que una carraca, como mi abuelo, sobre todo si no llueve; tenemos mucho tiempo.
Llegaron al final de la calle del mercado y se quedaron mirando la iglesia. Era una construcción vieja de carcomidos maderos que comenzaba a derrumbarse paulatinamente cuando Martyn
el Loco
la adoptó para su dios Lathander. Los afanes del joven sacerdote habían producido ya algunos cambios sutiles: la puerta se mantenía sobre sus goznes; las ventanas no tenían telarañas y lucían cristales nuevos; los senderos estaban barridos, y el tejado, puntiagudo y de pronunciada caída, se hallaba moteado de tejas nuevas de colores incongruentes, como los sombrerillos rojos de las setas que salpicaban el suelo marrón del bosque. Las pruebas de la reciente ocupación resultaban un tanto imponentes incluso para el joven y osado Sasha. La vieja iglesia volvía a ser un lugar sagrado.
—No puedo
creer
que me hayas convencido para robar en una iglesia —se lamentó Kolya.
—Esto no es robar, es… tomar prestado.
Sasha se sacudió las vacilaciones y tiró de la doble hoja de la entrada; la puerta se abrió hacia el exterior de mala gana, con un crujido, y los chicos parpadearon para adaptar la vista a la oscuridad interior. Un pasillo central separaba las hileras de bancos y el polvo flotaba en el aire, aunque el altar, situado al fondo, se conservaba escrupulosamente limpio. Vieron un pequeño montón de redondeles de madera rosa en el centro del ara y unas pocas palmatorias, sencillas y relucientes, con velas medio consumidas. Al lado se levantaba un trípode con un recipiente; un rayo de sol se coló y arrancó un destello al agua.
—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Sasha en tono triunfante, y echó a correr por el pasillo central haciendo muy poco ruido con las botas—. ¡Venga, Kolya! ¡Acércate! —El otro muchacho lo siguió a regañadientes. Sasha le pasó varios frascos—. Llénalos de agua bendita mientras yo recojo los discos de madera.
—Sasha, estoy seguro de que tendremos problemas por esto —murmuró Kolya mientras sumergía los botellines en el recipiente, y la superficie se llenaba de burbujas.
—Kolya, a ti te asusta la oscuridad.
—¡No es cierto!
—Sí, es cierto. Dijiste: «¡Ay, Sasha! Me
da miedo
ir allí sin ninguna protección»; y aquí estamos, en busca de protección contra los seres nocturnos. Así que cállate, ¿de acuerdo? Pero ¡qué cobarde! Kolya
Cobardica
voy a llamarte desde ahora. —Asqueado, guardó todos los círculos rosados en el saco, y también las palmatorias para mayor seguridad—. Yo me encargo de las bujías y las mantas, y tú de los ajos y los espejos, ¿estás de acuerdo?
Kolya no respondió «De acuerdo» porque no escuchaba; miraba horrorizado por un agujero de la vidriera.
—¡Sasha! ¡Ya viene!
A la velocidad de una liebre, el pequeño de tez morena asió el saco con una mano y agarró a su amigo por el cuello de la camisa con la otra. Kolya tropezó pero se recuperó enseguida, y los dos ladronzuelos echaron a correr por el pasillo. Sasha abrió las puertas sin detenerse y dieron de bruces contra el pecho del hermano Martyn, a quien hicieron caer de espaldas; los muchachos también rodaron por el suelo, pero se levantaron rápidamente y desaparecieron tan deprisa como pudieron.
El joven sacerdote se quedó resollando en los escalones hasta recobrar el aliento, y después se puso en pie estremecido de dolor. Abrió la puerta y vio el altar, al fondo, completamente vacío. Al principio sintió horror, pero luego una sonrisa afloró a sus labios.
Aquel religioso ligeramente desquiciado nunca comprendería con claridad los designios de su dios, pero de una cosa estaba seguro: si esos dos muchachos deseaban poseer los objetos sagrados tanto como para robar en una iglesia, no pondría objeciones; que se procuraran toda la protección que les pudieran proporcionar. Martyn conocía por experiencia propia las asechanzas de la noche baroviana.
A una distancia prudencial, Sasha y Kolya se dejaron caer al pie de un enorme roble. Sasha estalló en una risa nerviosa que acabó por contagiar al aterrorizado Kolya.
—Está bien —dijo Sasha mientras se secaba las lágrimas y se ponía una mano sobre el estómago, dolorido por la risa—. Tienes que volver con Ratty; nos vemos esta tarde en la tienda de la costurera. ¡Vamos a pasarlo de miedo! —Kolya no estaba seguro, pero asintió de todas formas.
El día se desarrolló como de costumbre. Kolya regresó tarde a la tahona y recibió una tunda breve y harinosa de su maestro. Sasha Petrovich faltó al colegio, y su madre lo regañó cuando intentaba colarse en casa sin ser visto. La encontró sentada en el rellano de la escalera, esperándolo con una expresión preocupada y triste. Se quedó mirándolo un momento antes de empezar a hablar.
—¿Por qué haces estas cosas, Alexei Petrovich?
—No sé —repuso con un encogimiento de hombros.
—¿No quieres aprender, educarte como es debido?
—En verano no. —La miró con ojos negros como el azabache, y Anastasia no pudo evitar una carcajada.
—Ven, siéntate a mi lado —lo invitó. Sasha subió hasta ella obedientemente; su madre le rodeó los hombros con el brazo y él reclinó la cabeza—. Sasha, ya te he hablado de tu padre y de por qué insisto tanto en que te comportes como es debido. A nosotros nos da igual que lleves sangre gitana, pero hay mentes estrechas en este pueblo que le dan mucha importancia. Si aprendes lo necesario, te harás con una posición aquí antes de que yo me vaya.
Sasha se removía inquieto. No le gustaba que su madre le hablara seriamente, y, cada vez que decía que iba a marcharse, se le atravesaba un nudo en la garganta.
—Pero…, ¿me das permiso para pasar la noche con Kolya?
Anastasia le acarició el sedoso cabello y miró por la ventana.
—No lo sé; ya empieza a anochecer. Prepara las cosas enseguida y ya veremos.
Con una velocidad que su madre jamás habría imaginado, remontó la escalera y preparó un hato para el «viaje de una noche». Ahora tenía su propia habitación, pequeña pero para él solo, con la cama, una ventanita y un baúl para la ropa y los juguetes. El muchacho de diez años revolvía por todas partes buscando el saco. En ese momento, su tía Ludmilla, una atractiva y esbelta joven que acababa de cumplir los veinte años, asomó la cabeza y casi lo sorprendió con un puñado de redondeles rosados.
—Más vale que te des prisa, conejito —bromeó.
—¡No me llames así!
—Se hace tarde, conejito —prosiguió Ludmilla sin hacerle caso—. Los lobos salen tarde. ¡Grrr!
Sasha le sacó la lengua, y la joven siguió riéndose por el vestíbulo hasta la habitación que compartía con Anastasia.
Cuando el chiquillo bajó, encontró a su madre en el zaguán escudriñando el cielo ansiosamente.
Era un magnífico atardecer de verano. El púrpura y el naranja se disputaban el dominio del cielo limpio, y la luna se levantaba ya sobre el horizonte como un globo fantasmal; los pájaros se llamaban unos a otros preparándose para pasar la noche.
En cualquier otro lugar, los amantes se habrían sentado en verdes colinas a contemplar el espectáculo con recogimiento, saboreando el placer anticipadamente. Los atormentados habitantes de Barovia, en cambio, no podían perder el tiempo en disfrutar de la belleza de la puesta de sol; para ellos significaba un puñado de minutos preciosos antes de la llegada de la temida oscuridad con todo lo que acechaba en sus entrañas.
—Sería mejor que no pasaras esta noche en casa de Kolya —murmuró Anastasia.
—¡Mamá! ¡Me lo prometiste!
—Lo sé, pero los Kalinov viven en el otro extremo del pueblo y ya está casi oscuro.
—¡Me daré mucha prisa! —le aseguró—. Tengo tiempo de sobra si me marcho ahora mismo.
Anastasia dudaba, consciente del paso inexorable de los minutos.
—Bien, de acuerdo. Toma, llévate esto.
Se quitó un colgante que llevaba al cuello y se lo pasó a su hijo por la cabeza. El muchacho hizo un gesto de fastidio por aquel exceso de protección maternal.
En su vida había visto un vampiro ni un hombre-lobo, ni siquiera al que había salvado a sus padres. Tenía esperanzas de encontrarse esa noche, junto con Kolya, con el vampiro élfico dorado del que le habían hablado. No se preocupó de mirar el colgante pues sabía cómo era: una sencilla medalla de plata con unos caracteres de protección grabados.
—Date prisa —dijo Anastasia, despidiéndolo con un beso en la amplia frente y un leve azote en las nalgas.
Sasha echó a correr, encantado con su libertad, mientras su madre lo contemplaba con inquietud y una triste sonrisa.
—¡Oh, Petya! ¡Cuánto se parece a ti! —musitó.
La hija del burgomaestre cerró la pesada puerta de madera y pasó la tranca, a la vez que rezaba una rápida plegaria por su obstinado vástago.
Kolya lo esperaba ya, tal como habían acordado, con un gesto de congoja en su mofletudo rostro.
—Temía que no vinieras —lo saludó Sasha.
Kolya lo miró apenas y se unió a su paso; descendieron por el sendero plagado de hierbas que se internaba en el bosque hacia la colina del círculo de piedras. Kolya tropezó con las raíces varias veces, hasta que Sasha se detuvo y sacó una linterna para alumbrar el camino.
El círculo de piedras era el lugar donde sus padres se habían encontrado a escondidas algunas veces y por tal motivo tenía para él un atractivo especial. También se decía que allí mismo se habían operado poderosos actos de magia benéfica hacía muchos siglos.
Sasha colocó un redondel de madera al pie de cada piedra y dejó todo lo demás sobre la gran losa plana del centro. Kolya encendió las velas y bujías, y los dos se envolvieron en las mantas que se habían procurado.
Kolya se tapó hasta el cuello y se quedó mirando las sombras que se cernían en torno a las humeantes lámparas de aceite; el olor de la trenza de ajos que llevaba al cuello empezaba a provocarle náuseas.
—Quiero ir a casa, Sasha —gimoteó. El otro lo atravesó con una mirada.
—Verás, estamos a salvo; este sitio está encantado y tenemos aquí toda clase de protecciones. —De pronto oyeron un ruido penetrante. Kolya chilló y se lanzó al montón de amuletos, cogió un espejo y lo enfocó en la dirección de donde venía el sonido—. Idiota —le dijo Sasha, disgustado—, acabas de librarnos del ataque de un conejo fantasma; enhorabuena.