—¿Qué encantamiento te ha encarcelado? —le preguntó al tiempo que se ponía de pie. Intentó colocarla sobre el cuello cercenado, que aún lucía un amuleto de piedra, pero se tambaleó entre sus manos. Al parecer, había transcurrido mucho tiempo y ya no asentaba—. Te liberaría si pudiera —le dijo mientras se arrodillaba para volver a dejarla en el suelo—. ¡Y que Strahd se fuera a los nueve infiernos!
Volvió a levantar la antorcha para leer la inscripción de la base, pero las letras desgastadas e ilegibles no le revelaron más que el primer día, cuando el conde había interrumpido bruscamente su inspección. Se estiró y se sacudió las rodilleras de las calzas con un ligero estremecimiento. Le pareció adecuado visitar también las mazmorras del castillo esa noche.
Una pesada puerta de roble, cerrada con anchas y deslustradas barras de bronce, le franqueó el paso al rellano de una amplia escalera. En el castillo proliferaban las escaleras, pero aquélla estaba tan desgastada que hasta su firme pie resbalaba de vez en cuando en las depresiones de la erosionada piedra gris.
Los escalones se hundían en la oscuridad, y el elfo se alegró de llevar la antorcha al pasar bajo los vacíos candelabros de pared, siguiendo la trayectoria con la otra mano libre por el muro húmedo. El descenso se prolongaba, hasta que por fin terminó en un espacio que podía ser una estancia pequeña o un rellano muy grande. Se sentía como atrapado allí, con la oscura y empinada escalera a la espalda y el amenazador silencio de las puertas por delante y a los lados.
Levantó la antorcha un poco, y la luz trémula iluminó las facciones recelosas de las gárgolas, que le hacían maliciosos gestos desde las paredes. Se asustó y, furioso por su reacción, apartó los labios de los largos colmillos y les devolvió la mueca.
Abrió la puerta de enfrente y entró en un corto pasillo; separó las cortinas de terciopelo rojo que cerraban el fondo y encontró un balcón equipado con la misma elegancia que los demás en el castillo, con dos tronos mirando hacia el exterior. ¿Qué demonios vería la realeza desde allí? Se acercó.
Bajo el balcón había una especie de pequeño anfiteatro. A la escasa luz, unas criaturas, que debían de haber sido humanas en el pasado, recreaban en silencio una danza macabra entre los instrumentos de tortura que habían dado fin a su vida mortal. Un esqueleto, en cuyo cráneo y costillas marfileños se reflejaban los destellos rojizos de la antorcha, pasaba una y otra vez las correas de un látigo de nueve ramales entre los dedos, como si le deleitara la música del cuero y el metal al golpear el hueso pelado.
Un zombi atormentado parodiaba una lucha agotadora, y su carne putrefacta se deshilachaba sobre los grilletes de hierro que lo sujetaban a la pared. Los muertos interpretaban por toda la gran sala los dramas del humor de Strahd y se burlaban de su propia muerte mientras hacían funcionar torpemente los mecanismos que los habían martirizado y destruido.
Saltó por la barandilla del balcón, a pesar de la revulsiva escena, y aterrizó livianamente, con agilidad flexible y dorada, entre los despojos de los muertos; arrugó la nariz al notar el hedor que emanaban. Junto con el olor, percibió sonidos: gemidos débiles y chillidos apagados, como el espeluznante sollozar de las almas de los esclavos o los gritos de las locas que marcaban las noches y los días junto a Anna.
Torció el gesto y se volvió hacia los lamentos. Una puerta, un rectángulo de sombras más densas, se abría en la pared de la izquierda, y se dirigió hacia allí atraído por los quejidos, que se hacían más perceptibles a medida que se acercaba.
El griterío del manicomio salió a su encuentro al abrir la puerta y entrar en el oscuro pasadizo: lamentos, sollozos, súplicas lastimeras lo asaltaron desde las celdas situadas a ambos lados del corredor. Las siluetas se movían en respuesta a su aparición repentina; unas se cobijaban entre las sombras, otras se precipitaban hacia adelante y extendían brazos y manos por entre los barrotes rogando piedad o ayuda… o una liberación definitiva. Era la despensa de Strahd. Jander se quedó escuchando un momento, atravesado de dolor. No tenía derecho a liberarlos, pues no era más que un invitado de Strahd en el castillo.
Se alegraba muchísimo de que le hubieran confiado a Natasha en vez de confinarla en aquella oscura cámara de horrores. Ansioso por alejarse del clamor agónico, ascendió raudo la curvada escalera sin apartar los ojos del frente para evitar los rostros de esos desgraciados.
En aquella parte había antorchas cada pocos escalones, pero la puerta que se abría al fondo comunicaba con una cámara tan oscura que ni sus ojos la penetraban. Cogió una tea de la pared y atisbo en el interior. Había dejado atrás las celdas de los que agonizaban y ahora llegaba a las salas de los muertos: ante sus ojos aparecieron las catacumbas del linaje Von Zarovich.
Se adentró con cautela en el último dormitorio de varios ilustres antecesores de Strahd. Al menos, se decía Jander, la mayoría de ellos ya eran polvo, aunque sospechaba que los moradores de algunas criptas no descansaban en paz.
Unos sonidos, demasiado agudos para la percepción humana, le advirtieron de la presencia de miles de murciélagos; cubrían las paredes y el techo y se removían, perezosamente escondiendo sus débiles ojos a la inusitada presencia de una antorcha. Unos cuantos, más molestos que los demás, se dejaron caer y revolotearon alrededor de Jander entre agudos chillidos, para posarse luego en la pared de enfrente junto a sus compañeros. El suelo y las superficies de las criptas estaban cubiertos de varias capas de excremento de murciélago.
«Esto sería un lugar de terror para los mortales», se dijo, pero a él le causaba sólo tristeza. Con un nudo de desesperación en la garganta, regresó por donde había llegado.
¡Bienhallada! ¡Bienhallada! Hogar del Pueblo, Reino dulce y mágico, tierra de luz. ¡Cuan prolongada la ausencia de tus bosques! ¡Cuan prolongadas las sombras oscuras de la noche!
¡Bienhallada! ¡Bienhallada! Del este soplan los aires cargados de la fragancia de las costas de Bienhallada.
Y, en verdad, pronto serán olvidados los Reinos, cuando tu hijo caprichoso y perdido regrese a casa.
Tal vez Natasha no poseyera una voz tan hermosa como la mujer élfica de quien había aprendido la balada, pero no le importaba; el placer de escuchar las tonadas de su tierra de origen en aquel país de tinieblas le bastaba. Primero interpretó la melodía con la flauta. Natasha le preguntó de qué canción se trataba y él se la enseñó de muy buen grado. Luego siguieron otras, y así pasaron muchas horas; Jander tocaba y Natasha lo acompañaba con su dulce voz, triste y cansina.
A pesar de vivir prisionera entre los grises muros de Ravenloft, Natasha recibía buen trato. Jander se ocupaba de que sus fuerzas no disminuyeran y en algunas ocasiones, cuando la salud se lo permitía, lo acompañaba por el castillo siguiéndolo como un pequeño fantasma de rostro pálido y demacrado, pero aún con energía para sonreír de vez en cuando.
En ese momento, guardaba silencio y se miraba las manos; el elfo había percibido el tono empañado de la voz en el verso «cuando tu hijo caprichoso y perdido regrese a casa». Preocupado, se sentó junto a ella en la cama y le acarició las blancas manos.
—¿Te encuentras mal, pequeña? —le preguntó amablemente—. ¿He abusado de tu sangre?
Ella negó con la cabeza; durante los dos últimos meses había llegado a confiar en él, a apreciarlo incluso, suponía.
—No, Jander; es porque… —Se mordió el labio inferior—. Jander, ¿por qué no me permites regresar a casa, por favor?
Jander abrió la boca para responder cuando una voz fría, desde la puerta, lo interrumpió.
—Eres nuestra huésped aquí en el castillo de Ravenloft —ronroneó Strahd en tono grave y peligroso—. Sería una rudeza por nuestra parte no tratarte con la mejor hospitalidad posible. ¿No os parece, Jander?
El elfo se llenó de irritación, pero, como siempre en presencia de Strahd, procuró que la emoción no trascendiera.
—Vos sois el anfitrión, excelencia, no yo. En vuestras manos está la decisión de prodigar vuestra hospitalidad.
—Mmm… es cierto. Jander, venid a la biblioteca. Hace ya algún tiempo que no conversamos.
El conde salió arrastrando la capa con la seguridad de que Jander lo seguiría; el elfo sonrió a la asustada Natasha con la esperanza de tranquilizarla y se apresuró a dar alcance a Strahd.
Al entrar en el estudio, los cuatro lobos que dormitaban junto al fuego se levantaron rápidamente; aplastaron las orejas poco a poco contra la cabeza y retrajeron el hocico mostrando sus afilados dientes amarillentos. Jander, sorprendido, les envió una orden mental:
Soy yo, amigos míos. ¡Calmaos
!
Ante su asombro, ni un solo lobo retrocedió; intentó acariciar sus mentes otra vez y halló una especie de obstrucción. Miró a Strahd, que se había sentado con las piernas cruzadas y las manos unidas por las yemas de los dedos; su rostro enjuto exhibía una sonrisa en extremo satisfecha y depredadora. Si el regodeo malicioso no hubiera sido una emoción desagradablemente vulgar para un vampiro elegante, Strahd habría podido ser acusado de ella.
—Muy bien, Strahd —dijo Jander con cierto desasosiego—, los tenéis perfectamente dominados. Ahora, ¿podríais llamarlos al orden para que me siente con vos?
Por un prolongado momento, ni Strahd ni los lobos se movieron. Después, las cuatro grandes bestias retomaron sus posiciones junto a la chimenea como una sola; ni siquiera miraron a Jander cuando éste se dirigió hacia una silla.
—He estado practicando la fuerza de voluntad —explicó Strahd con guasa.
—Sois un estudiante muy aventajado.
—Es porque vos sois un gran maestro. Sin embargo —añadió casi como si lo lamentara—, debo aceptar la responsabilidad de aconsejaros, si me lo permitís. —Levantó las cejas de nuevo mientras aguardaba el consentimiento de Jander para proseguir. El vampiro élfico asintió—. Debéis desangrar por completo a vuestra amiguita; así tendréis una esclava a vuestra disposición, en vez de una enferma a quien cuidar.
—Deseaba hablar de esto con vos, Strahd —replicó, estrechando los plateados ojos—. Hacéis esclavas a demasiadas personas.
—¿Es que se puede hablar de un número excesivo de esclavos? —rió el conde ante la sorpresa de Jander.
—Desde luego. A medida que envejecemos, los vampiros nos fortalecemos más, aprendemos más. Si vos creéis que existe un solo esclavo, vampiro o no, que no desee ser libre, cometéis un grave error; y, lo que es peor, os exponéis al peligro.
—Gracias por vuestra preocupación, amigo mío, pero os aseguro que los esclavos no suponen amenaza alguna para mí. Creo que subestimáis mi capacidad de, digámoslo así, mantener la paz. —Sonrió como un gato sonreiría a un ratón.
Jander rechazó con un encogimiento de hombros el juego que Strahd proponía.
—Como prefiráis. Yo me limitaba a ofreceros lo que me ha enseñado la experiencia; tomadlo o dejadlo. No obstante, aún quisiera haceros una pregunta. Conserváis esta sala en perfectas condiciones. ¿Por qué entonces consentís que el resto de vuestro hogar sea pasto de la ruina?
—Trato con cuidado lo que tiene valor para mí —replicó llanamente—. Los libros son valiosos; el resto no significa nada. En vida, Jander, yo era guerrero y las armas eran mi tesoro, pero, con el tiempo, he aprendido que los libros, sobre todo los de encantamientos, son lo más deseable. Por otra parte, ¿qué puede ofrecerme la falacia del lujo?
—La belleza es una recompensa en sí misma. —Strahd frunció los labios en desacuerdo, pero no replicó—. Si me lo permitís —prosiguió el elfo cautamente—, me gustaría reparar algunas partes del castillo.
—No podéis traer a nadie aquí —sentenció el conde con voz de hielo. Rojos destellos comenzaron a bullir en las profundidades de sus ojos. Los lobos captaron el cambio de ambiente y levantaron la cabeza, intrigados.
—Naturalmente —repuso Jander, ofendido por la insinuación—. Lo haría yo mismo, y me complacería mucho.
—No logro ver la razón.
Jander se tocó la barbilla mientras escogía las palabras.
—Yo no nací para las tinieblas; la belleza, la música y la naturaleza son fuentes de bienestar para mí y me ayudan a olvidar,
en cierta medida
, mi condición actual. La muerte no aniquila el deseo de esas cosas, Strahd. —Miró al conde directamente a los ojos—. Os he visto interpretar música y he comprendido hasta qué punto os conmueve. La existencia de vampiros como nosotros es algo…, es
un error
, pero eso no impide que nos perdamos un momento en la belleza. El apreciar las cosas sólo por su belleza, por su perfección, por su naturalidad y armonía con el entorno, es un regalo del que aún podemos disfrutar. —La voz del elfo se preñaba de emoción—. No tengo la menor intención de desterrar esos placeres de mi vida, bastante solitaria y oscura de por sí.
Strahd lo miró fijamente durante un largo rato, pero Jander no titubeó un instante; al fin, el conde comenzó a reírse.
—¡Sois un verdadero rompecabezas, Jander Estrella Solar! Os alimentáis de la sangre de los vivos, pero lamentáis la vida que sorbéis. Sois un ser de la sombra y de la noche, y a pesar de ello ansiáis veros rodeado de belleza. Estáis muerto, pero no soportáis la decadencia. ¿Qué sois exactamente? ¡No parecéis un vampiro!
—Sea como fuere —repuso entristecido, pero sin sombra de autocompasión—, soy exactamente un vampiro.
—Muy bien —replicó tras un silencio—, entreteneos con el castillo cuanto deseéis —concedió al tiempo que se ponía en pie—. Disculpadme.
Jander se quedó en la biblioteca leyendo durante varías horas, hasta terminar la historia del antiguo ejército de Barovia. Al parecer, las fanfarronadas de Strahd sobre su glorioso pasado como guerrero se basaban en los hechos. Hacía un siglo aproximadamente, el excelente adiestramiento de su ejército, su gran capacidad como estratega y las devotas oraciones del sacerdote del lugar le habían granjeado la fama de héroe reconocido.
En la novena noche de las batallas, nuestro salvador, de nombre Strahd von Zarovich, se lanzó al ataque desde las montañas de Balinok con un ejército numeroso de miles de hombres valientes. Toda la noche peleó el ejército de Von Zarovich, y cuentan que el conde estaba en todos los frentes a la vez y que terminó con la vida de cientos durante la primera hora.
El Gran Sumo Sacerdote de Barovia, un joven llamado Kir, llevó al pueblo a la oración. Exactamente a medianoche, se retiró a la capilla del castillo a meditar y a rogar ayuda. Obtuvo la gracia del misterioso Santo Símbolo del linaje del cuervo para empuñarlo contra el rey goblin. Mientras el héroe luchaba y conducía a sus hombres a la victoria, el Santo Símbolo también era secretamente utilizado. Más tarde, el Gran Sumo Sacerdote Kir lo ocultó en un lugar desconocido.
Nadie ha vuelto a ver el Santo Símbolo de Ravenloft ni sabe dónde se halla. Hasta el día de hoy, ningún otro ministro lo ha encontrado ni utilizado. No obstante, y fuera de toda duda, su mágico poder contribuyó a la merecida victoria de nuestro noble conde Strahd.