—Sí —replicó, escuchando la llamada de la sed de sangre. Aquella noche salieron juntos a cazar, la primera de tantas que compartirían de la misma forma. Un gitano había localizado a un reducido grupo de viajeros intrépidos, o insensatos, que había llegado tarde al pueblo y no había encontrado alojamiento en la posada. Jander se acordó del posadero de amargo gesto y de su negativa a aceptar huéspedes después del atardecer; por descontado, ninguno de los xenófobos y aterrorizados habitantes de la aldea les había dado cobijo tampoco, de modo que el pequeño grupo de tres hombres, dos mujeres y un niño tuvo que improvisar un refugio cerca del puente sobre el río Ivlis.
Jander y Strahd tomaron forma de lobo por razones de velocidad y eficacia; tres lobos auténticos y dos esclavas bajo forma lobuna se unieron a la expedición y se lanzaron por el bosque Svalich impelidos por la misma necesidad imperiosa. La noche era clara y fría y tenía la humedad necesaria para transportar los olores con precisión; localizaron el campamento a varios metros de distancia. El enorme ejemplar negro que era Strahd rieló, se evaporó en neblina y volvió a tomar su verdadera forma; Jander adoptó su cuerpo élfico siguiendo el ejemplo del anfitrión, y prosiguieron tan silenciosamente como el propio manto nocturno, acercándose con sigilo a las desprevenidas víctimas. Los lobos y los esclavos del conde rodearon el pequeño calvero para cerrarles todo intento de huida.
Jander y Strahd no se lanzaron al ataque de inmediato, sino que aguardaron al tercer ulular del buho y a que la luna se desplazara unos pocos grados. Sólo entonces descendieron, entre la humedad y el silencio helado.
Los extranjeros fueron presas fáciles, mucho más fáciles de lo que cabía imaginar. Un hombretón de pelo hirsuto que supuestamente montaba guardia, roncaba apoyado en un árbol, con la espada desenvainada en el suelo junto a la mano relajada; fue el primero en caer. Strahd se materializó ante él, lo asió por la túnica y rápidamente le hundió los colmillos en la garganta. La víctima abrió los ojos de repente y boqueó un grito que no llegó a oírse; el vampiro lo desangró velozmente, y sus ojos se cerraron de nuevo.
Mientras Strahd disfrutaba de su banquete, Jander se acercó a otro de los hombres, que no había oído nada porque ambos eran más silenciosos que el propio silencio. Sin embargo, alertado tal vez por un instinto interno, se puso en pie repentinamente y dio un grito de alarma. Jander envió un mensaje sin palabras a uno de los lobos, y la bestia saltó sobre el humano, que no era pequeño y lo inmovilizó bajo su peso sin dificultad; entonces le llegó el turno al elfo vampiro, que se acercó raudo y sigiloso y le clavó los dientes en la garganta. Una esclava de negro pelaje acechaba en las cercanías y siseaba a la espera de tomarle el relevo.
El vampiro no buscó la yugular sino la carótida, pues no había tiempo para delicadezas; su cuerpo de muerto viviente reclamaba el sustento. Cuando clavó los dientes en el desvalido cuello, la sangre salió a borbotones, bombeada directamente desde el corazón; bebió frenéticamente el líquido cálido y salado que se le colaba por la garganta y al mismo tiempo se preguntó con humor macabro si los vampiros podrían ahogarse en la sangre de sus víctimas.
El tercer hombre gritó. Era alto, delgado, y blanco de terror, buscaba a tientas el arma cuando la mano de Strahd se cerró sobre su muñeca y se la dislocó al momento. Mientras dos lobos corrían en persecución de las mujeres y las acorralaban, el conde volvió a regalarse con el líquido escarlata de la vida. Dejó caer al hombre sin sentido como si fuera un juguete y centró la atención en las mujeres. Dos esclavas llegaron antes que él, pero cedieron el paso a su amo; las vampiras sujetaban a las mujeres y las ponían a disposición del conde.
Ambas mortales rondaban los treinta años, eran delgadas y llevaban ropas sencillas de hombre. Una tenía el cabello largo, rojo intenso, y miraba desafiante a Strahd mientras forcejeaba por librarse de la vampira. La otra era rubia y llevaba el cabello corto; la sujetaba la segunda vampira mientras un niño se agarraba a su cintura, completamente aterrorizado, lanzando agudos chillidos, dolorosos para los sensibles oídos de los vampiros. Strahd se dirigió a él amenazadoramente.
—En el nombre de Torm
el Verdadero
, tened piedad. Es tan sólo un niño…
Jander había terminado su espeluznante festín y se limpiaba la boca con el dorso de la mano cuando oyó la súplica de la mujer. La miró asombrado; Torm
el Verdadero, o el Loco
, o
el Valiente
, era el dios de los suyos. Tenía la ropa y el rostro cubiertos de sangre, y el gesto de limpiarse había logrado poco más que extender con mayor profusión el líquido escarlata. Cuando se puso en pie, era una espantosa imagen dorada y carmesí, un héroe de cuento de hadas que de pronto, inexplicablemente, hubiera sido condenado al papel de malo.
El pequeño seguía chillando; Strahd juntó las negras cejas y, entre gruñidos, sacó los colmillos y alargó la delgada mano hacia el pequeño. —¡Corre, Martyn! —gritó la mujer. Con las últimas y desesperadas fuerzas de que es capaz una madre para defender a su hijo, se soltó de la vampira y se tiró sobre Strahd.
Un lobo saltó ágilmente y le desgarró la garganta antes de que hubiera dado dos pasos; el cuerpo de la mujer rubia cayó a los pies del niño con la túnica empapada en sangre.
—¡No! —gimió la pelirroja, y miró a Strahd con odio y horror. Él sostuvo la mirada sin inmutarse, ejerciendo sobre ella sus poderes.
—Lo merecía, ¿no es cierto?
—No, sólo es… —respondió deslumbrada.
—No —prosiguió Strahd con voz suave y tranquila—, intentó arañarme y eso es un grave error, ¿no te parece? —La mujer se humedeció los resecos labios.
—Eso es un grave error —repitió con tono apagado, hipnotizada por el vampiro.
—Así es mejor. —Se volvió hacia el pequeño, que seguía acurrucado y tembloroso junto al cuerpo de su madre, completamente aturdido—. Es muy pequeño para llevarlo con nosotros; además, ya estoy satisfecho. ¿Lo queréis, Jander?
Jander estaba ahito; miró al niño y una sensación miserable se apoderó de él. No lo quería. Deseaba alejarse de aquel lugar, volver a casa y estar con Anna.
—No —respondió sin fuerzas—, pero no permitáis que lo maten ellas tampoco —añadió al ver a las vampiras hambrientas y sofocadas—. El hombre de la barba que está al pie del árbol no ha muerto aún, que se alimenten con él.
—Como deseéis —replicó el conde, y las vampiras se lanzaron sobre el hombre inconsciente. Se dirigió después a la mujer pelirroja, que todavía miraba fijamente el cadáver de su compañera, y extendió una mano hacia ella—. Ven, querida —le dijo amablemente—, te llevaremos al castillo de Ravenloft.
—¿Y el niño? —inquirió Jander.
—Haced lo que queráis —repuso, lanzando una rápida mirada al pequeño—. Yo no tengo apetito.
Emprendió el largo camino de vuelta al castillo con la mujer a su lado. Jander se quedó mirando a los tres hombres; todos estaban vivos aún, aunque por poco tiempo. El elfo nunca daba muerte a sus víctimas porque no deseaba arrebatarles la vida, y Strahd no había terminado con las suyas porque prefería vaciar las venas de las mujeres, para aumentar así su elenco de esclavas vampiras.
El pequeño empezó a parpadear y a atisbar alrededor confusamente hasta que sus azules ojos encontraron los de Jander; el elfo, incapaz de soportar la inocente mirada, se dio media vuelta y lo dejó ileso. Instantes después, el niño inquirió en un susurro:
—¿Señor de la Mañana?
La tarde siguiente, tras unas pocas horas de modorra intermitente, Jander abrió los ojos y decidió explorar los entresijos del castillo de Ravenloft. Sabía que debía volver a la biblioteca a seguir investigando, pero ya no podía contener más la curiosidad que le despertaba la fortaleza. Uno de los motivos que lo habían llevado a abandonar la belleza y la paz de su tierra natal era la curiosidad insaciable. Ravenloft encerraba una maravillosa colección de rarezas arquitectónicas, artesanía, historia y hermosura devastada por el tiempo, y quería recorrerlo de arriba abajo.
En la sala de audiencias se encontró por primera vez con uno de los «criados» del conde. Se había sentado animosamente en el ornamentado trono y contemplaba con una mezcla de aprecio e indignación el bello trabajo de la madera… y la negligencia de que había sido objeto al paso de los años. De pronto, lo alertó un leve crujido a su espalda.
Saltó del asiento presto para un enfrentamiento. Cinco esqueletos lo miraban fijamente con ojos vacíos; todavía colgaban de los huesos algunos jirones de tejido muscular y llevaban raídos uniformes militares. Dedujo, por la vestimenta reglamentaria y las espadas que llevaban, que se trataba de la antigua guardia del castillo. Sin prestarle atención, pasearon por la sala en una parodia de desfile y después tomaron posiciones de centinela en los puestos de guardia adyacentes al vestíbulo.
Los observó con tristeza. Los esqueletos siempre le habían inspirado lástima, pues no eran criaturas perversas en sí mismas, y su parte élfica se conmovía piadosamente por aquellas almas privadas del merecido descanso. Sospechaba que el conde debía de haber mantenido ocultos a esos «guardianes» y demás servidores durante el primer día de su estancia en Ravenloft, para darles las instrucciones pertinentes e indicarles que respetaran al único huésped voluntario del castillo. Se preguntó, con no poca inquietud, cuántas criaturas más habitarían entre aquellos muros oscuros y escalofriantes, y se propuso averiguarlo.
Se levantó del trono y siguió vagando por el gran vestíbulo hasta llegar al extremo opuesto, que se abría sobre un balcón, donde otros dos tronos bellísimos miraban hacia el exterior. Durante un breve instante, pensó si habría más esqueletos o seres peores al acecho.
Molesto por su propio nerviosismo, desechó el pensamiento y se acercó a los tronos, con la mano tendida hacia el respaldo; la apoyó despacio, temblando, y cerró los ojos con vergonzoso alivio; no había nadie en el adornado asiento y, a juzgar por la capa de polvo, hacía años que nadie lo ocupaba. ¡Qué ridiculez haberse asustado! En realidad, ¿qué habrían podido hacerle las criaturas de Strahd?
Se acercó un poco más y, colocando una mano sobre cada sillón, se asomó al balcón; su naturaleza, amante de lo bello, se descorazonó ante el espectáculo.
La sala inferior ofrecía un triste aspecto; era la antigua capilla del castillo y, como todo lo demás, había conocido tiempos de lujo y esplendor. Ahora las vidrieras estaban clausuradas con tablones, aunque aún se percibían aquí y allá puntos de luz multicolor. Los bancos estaban boca abajo, y parecía que la delicada madera hubiera sido arañada por largas y afiladas uñas, hasta el punto de que algunos estaban totalmente destrozados. El polvo extendía un grueso manto sobre todas las superficies, y el altar estaba completamente desfigurado.
A pesar de la distancia, percibió que no quedaba nada sagrado en aquel lugar, lo cual resultaba apropiado en un castillo gobernado por un vampiro. Sacudió la rubia cabeza con un gesto de lamentación y prosiguió con las exploraciones.
Regresó al piso principal por una amplia escalinata y, al llegar al gran vestíbulo de la entrada, giró hacia la izquierda y atravesó un corredor prolongado y polvoriento con estatuas a ambos lados; al pasar, se detuvo a leer algunas de las inscripciones de los pedestales y reconoció unos pocos nombres vistos en las
Leyendas del círculo
. Al contrario que las esculturas del piso superior, éstas representaban personajes literarios o míticos, más que específicamente históricos. No se percató de que los ojos esculpidos en la piedra parecían seguirlo a medida que avanzaba.
Quería llegar a la capilla; cuando era un ser vivo, le gustaba visitar recintos sagrados, siempre que estuvieran regentados por sacerdotes honrados entregados al servicio de un dios justo. Aquellos lugares le parecían casi tan cercanos a la gracia divina como el campo abierto… Casi, pero no por completo. Desde que había comenzado su existencia de muerto viviente, no había vuelto a entrar en ninguno y tenía la esperanza de acceder a aquella capilla, que ya había sido desacralizada.
Alargó una mano para abrir la puerta de doble hoja pero se detuvo al escuchar un ligero traqueteo a la espalda; se dio la vuelta y vio otro esqueleto.
No llevaba uniforme raído ni armadura, sino unos harapos de finos ropajes y algunas joyas; era un guardián de la iglesia, sin duda, y pensó que debía de tratarse de los restos de un antiguo sacerdote. Se quedó quieto, pero el esqueleto no mostró intención de detenerlo.
Había percibido el estado lastimoso desde el balcón y ahora, al entrar en el antiguo santuario, contempló las ruinas desde cerca. Paseó entre los despojos lamentando la belleza echada a perder mientras acariciaba los años de polvo acumulado. Se detuvo ante el altar, hollado por manos irrespetuosas que habían dibujado imágenes obscenas y runas de odio sobre la superficie polvorienta. Se encolerizó de pronto y borró las ofensas con la mano.
Era vampiro, y había descubierto que tenía vedado el acceso a los santos lugares. Estaba marginado de todo cuanto amaba: la naturaleza, la luz del sol, los enclaves consagrados… Lo aceptaba, aceptaba incluso el mal como parte integrante de su mundo, pero el paso de cinco siglos aún no le había enseñado a permanecer indiferente ante la destrucción de la belleza, y comenzó a preguntarse si no podría hacer algo para devolver al castillo parte de su antiguo esplendor.