Se sentó en uno de los bancos enteros a meditar un momento; estaba tan sumido en su ensoñación que no percibió la disminución de la luz.
—¿Perdido en la oración, tal vez? —inquirió la fría voz del conde.
—Es posible. ¿Cómo os encontráis esta tarde?
—Bastante bien, gracias; sin embargo, tengo hambre. ¿Os complacería venir a probar la adquisición de anoche?
Jander se estremeció internamente, pero no permitió que la emoción se manifestara. Una «adquisición»; la mujer no significaba más para Strahd, no tenía categoría de ser humano…
—No; creo que declino la oferta. Esta noche deseo explorar los bosques sin compañía, si no tenéis nada que objetar.
—En absoluto. Por cierto, en el salón principal hay comida para vuestra damita. Me envían alimentos frescos con frecuencia; de esa forma, acallo las habladurías del pueblo y los aldeanos tienen algo más que hacer aparte de beber. Además, debemos mantener la salud de nuestros protegidos para que nos sirvan de algo, ¿no?
El conde se volvió con una floritura y salió en un silencio nada natural. Jander lo siguió, ansioso por proporcionarle a Natasha un poco de comida, con el magro consuelo de que redundaría tanto en bien de la joven como en el suyo propio.
Le preparó un plato de buey poco hecho, verduras y fruta. Al entrar en la habitación, el color había vuelto a las mejillas de la joven. Natasha se limitó a mirarlo apáticamente mientras le colocaba la mesa.
—Buenas noches, Natasha. —Ella no respondió—. Te he traído algo de comer. Debes de tener mucha hambre.
—No —replicó en voz baja. Jander dejó de cortar la carne y sorprendió su mirada.
—Creo que enseguida te darás cuenta de lo hambrienta que estás y de que esto es exactamente lo que necesitas.
No quería obligarla a comer, pero la joven necesitaba tomar algo. Un sarcástico pensamiento acudió a su mente: «No, Jander, eres
tú
quien necesita comer».
Hizo caso omiso de la voz interior y prosiguió con los preparativos del plato; la «sugerencia» pareció surtir efecto porque Natasha comenzó a olisquear el aire golosamente e intentó sentarse. Jander la ayudó colocándole un cojín en la espalda, pero la debilidad le impedía manejar los cubiertos y el elfo procedió a darle de comer en la boca. Al instante, el doloroso recuerdo de Anna acudió a su mente. «Véngame». Al día siguiente acudiría de nuevo a la biblioteca.
Al concluir la cena, Natasha lo miró con curiosidad.
—¿Cómo os llamáis?
—Jander —contestó, encantado de que le preguntara.
—Sois diferente del conde.
—Sí, supongo que sí —respondió con una sonrisa mientras recogía los platos sucios.
—No vais a convertirme en… —se le quebró la voz, aterrorizada.
—¿En vampiro? No, aunque no puedo dejarte marchar de aquí; sabes demasiado y podrías perjudicarme mucho, ¿comprendes?
La joven asintió, pero su rostro tomó una expresión sombría; se tocó las diminutas heridas de la garganta y lanzó una mirada rápida al elfo.
—Necesito alimentarme, igual que tú —le dijo con expresión triste y tono amable mientras señalaba la comida que le había llevado—. Lo comprendes también, ¿verdad?
Ella asintió despacio.
Dejó los platos a un lado y, con mayor desprecio a sí mismo que de costumbre, tomó a la joven entre los brazos y bebió el mínimo imprescindible para mantenerse. Cuando terminó, la dejó otra vez sobre el lecho, la arropó y se permitió acariciarle el cabello mientras ella cerraba los ojos.
El elfo abrió las contraventanas y el aire fresco de la noche le dio en el rostro; necesitaba salir del castillo, vagar por el bosque, lejos de Natasha. Se transformó enseguida en niebla gris y, después, un murciélago se colgó en el alero de la ventana un momento antes de alzar el vuelo.
Recorrió varios kilómetros lanzando ojeadas hacia abajo; disfrutaba de todas sus formas corpóreas y, aunque prefería el cuerpo élfico, la libertad del lobo dorado que campeaba por los frescos bosques, silencioso y salvaje, y la gracia aérea innata al pequeño murciélago marrón también daban mucho de sí. Abajo, el Ivlis discurría saltarín y serpenteante entre los bosques y sobre los campos; los inquietos remolinos del anillo brumoso que rodeaba la aldea se dibujaban con claridad. Divisó también el minúsculo resplandor anaranjado que señalaba el campamento de los vistanis; hacia el oeste se encontraba el pequeño pueblo pescador de Vallaki, cosa que ya sabía. Una noche de aquéllas llegaría hasta allí; tal vez la población no temiera tanto a los desconocidos.
El murciélago descendió en picado y revoloteó hasta aterrizar sobre una colina entre el bosque y el río. Tomó forma de elfo y reposó sobre la verde hierba; no le molestaba el rocío, y la presión de la tierra contra la espalda lo confortaba, aunque fuera la de Barovia y no la de su país natal. Frunció el entrecejo al recordar otra cosa: había viajado hasta allí sin un puñado de la tierra que lo había visto nacer y, pese a ello, no había sufrido efectos perniciosos. El gesto huraño se transformó en mueca de amargura; al parecer, Barovia lo había adoptado ahora.
Cerró los ojos y concentró los frenéticos y galopantes pensamientos en la tranquilidad del claro. Una mano dorada se extendió sobre la hierba húmeda y acarició las hojas suavemente, con reverencia. El viento cantaba en los árboles, y se oía la miríada de cantos de las criaturas que entonaban su serenata nocturna, componiendo en conjunto una hermosa música. Jander también se había dedicado a la música en algún tiempo y había celebrado con ella la alegría y la tristeza, la risa y el dolor que su corazón vibrante insuflaba al agudo sonido de la flauta. Pensó que, de haber podido, habría vertido otra vez su melancolía en aquellos dulces sonidos.
De pronto se le ocurrió una idea y miró hacia el árbol más próximo, que se mecía y suspiraba en la brisa cargado de brotes; era un manzano, muy apropiado. Tras pensarlo un momento, sacó el puñal para cortar una rama. Se dedicó toda la noche a darle forma junto al río, como lo había hecho tantas veces y, a pesar de que hacía siglos, literalmente, que no fabricaba una flauta, sus manos recordaban el trabajo. Cuando se dio cuenta de que el alba iba a despuntar, casi había terminado la tarea. Frunció el entrecejo. Cada vez que se transformaba en murciélago o en lobo, la ropa se transformaba también; ¿seguiría la flauta siendo la misma si se la colocaba en el cinturón?
Enseguida, alertado por la llegada de la aurora, se concentró y tomó forma de murciélago; el instrumento no le causó problema alguno, y emprendió rápidamente el vuelo hacia el castillo.
En la capilla, ya a cubierto de los rayos solares, pasó la mayor parte del día entregado a la fabricación de la flauta. Hacia el mediodía, los párpados se le cerraron y se acostó sobre un banco; no sería más que una siesta, se dijo mientras asentaba la cabeza sobre el brazo y acariciaba el instrumento casi terminado. Sólo unos minutos, sólo para descansar la vista…
—¿Por qué no tocaste nunca para mí en el asilo? —inquirió una voz dulce como la luz del sol.
Jander abrió los ojos sobresaltado; Anna estaba sentada junto a él en el pulido banco de madera y estudiaba con interés el trabajo artesanal en la rama de manzano.
El elfo parpadeó bajo el rayo de sol que penetraba por la vidriera; los colores del arco iris convertían la capilla en una paleta de pintor. El altar estaba preparado para el servicio y los atributos sagrados de bruñida plata titilaban bajo los acuosos tonos violeta de las vidrieras. El recinto rebosaba paz y quietud, júbilo contenido. Jander recordó unos versos de un poema: «Vuestro amor no es de un solo color, sino un arco iris, como infinitas son las dichas de los que os siguen».
—Es preciosa, Jander —dijo Anna cálidamente, con una sonrisa deliciosa en su querido rostro. Se la ofreció—. Toca algo, por favor.
Hacía siglos que no tocaba; ni siquiera se había atrevido a intentarlo. Pero allí, en la capilla santa y radiante, ante Anna, que lo miraba llena de expectación, halló el valor necesario para llevarse el instrumento a la boca. Tomó aire, frunció los labios y sopló.
Un chirrido discordante resonó entre las paredes, una especie de lamento horrísono y desgarrador. La flauta se retorció entre sus manos entumecidas hasta convertirse en un sucio gusano negro que se contorsionaba y siseaba. La dejó caer, horrorizado, y el gusano se alejó a rastras. Toda la estancia se hallaba ahora envuelta en una tenebrosidad malévola, mucho más perversa que la simple noche. Entidades acechantes atisbaban desde las sombras y, pese a su visión infrarroja, Jander sólo detectaba el destello rojo de muchos ojos. Palpó en busca de Anna y cerró las manos sobre una carne correosa; una criatura contraída y monstruosa, vestida con la ropa de Anna, se reía de él, y el hedor de sus quijadas abiertas y babeantes le producía náuseas.
—¡Ahora ves el mundo tal como yo lo vi durante más de un siglo! ¿Qué te parece la locura, Jander Estrella Solar?
El vampiro se puso en pie de un salto. Estaba solo en la ruinosa capilla, y el día ya se aproximaba al ocaso; todo seguía igual. Miró la flauta estremecido, pero determinado a acabarla a pesar del horrible sueño.
—Anna —musitó—. No sabía qué tormentos soportabas… Perdóname.
Una hora después, la flauta estaba terminada, y no se parecía en absoluto al abigarrado instrumento de la pesadilla, cosa por la que se sentía agradecido, aunque todavía lo atemorizaba acercársela a los labios. Furioso por la cobardía, la guardó en el cinturón y bajó las escaleras hasta el comedor principal. Una mesa enorme, cubierta de polvo, y varias docenas de sillas ocupaban el centro, flanqueadas por dos mesillas auxiliares laboriosamente trabajadas. Lo que más le llamó la atención fue un objeto de gran tamaño cubierto con un paño que ocupaba el rincón del fondo.
Nunca había visto nada semejante; se acercó con curiosidad y retiró la funda. El objeto estaba hecho de cientos de piezas pequeñas; una serie de tubos coronaba la parte superior, y tenía unas inscrustaciones de marfil dispuestas en hilera como si fueran dientes. Había un banco delante con más cosas en su parte inferior.
—Veo que habéis descubierto mi juguete musical —dijo la voz de Strahd.
—¿Qué es? —inquirió Jander, fascinado.
—Un instrumento para interpretar música. —Jander captó un matiz de incertidumbre en la actitud de Strahd y levantó una ceja con curiosidad—. Se llama órgano y produce una música bella, muy fuerte y… potente. Solía tocarlo con virtuosismo, aunque hace ya mucho tiempo. —Inició el gesto de cubrir el órgano de nuevo, pero Jander detuvo el brazo.
—¿Por qué no interpretáis algo? —le pidió—. Yo también era amante de la música en el pasado; estas salas están muy silenciosas y me complacería escuchar vuestro arte.
Strahd parecía desgarrado. Jander comprendía el deseo del conde de acariciar el instrumento otra vez, de hacerlo sonar después de tantos años y, sin embargo, debía de causarle un dolor tremendo. Strahd lo pensó tanto que Jander estaba seguro de que rechazaría la propuesta. No obstante, para su sorpresa, dijo:
—Muy bien; os ruego que disculpéis las discordancias que pueda arrancarle, pues hace ya mucho que no lo toco.
Como si no lo hubiera hecho desde siglos atrás, Strahd se sentó al enorme instrumento y se apartó la cola de la chaqueta negra con gesto automático. Los largos dedos se curvaron como patas de araña cuando los situó sobre el teclado; Jander también respondió con una tensión de todo el cuerpo, como si recibiera la que emanaba del otro vampiro.
Con una ráfaga de armonías, como las de los mismos cornos de los dioses, el órgano cobró vida majestuosamente. Los sonidos llenaron el comedor a oleadas, y Jander se sintió conmovido hasta la médula de su ser. La música que surgía de los dedos del conde era arrebatadora, bellísima y mucho más aún; el sonido del órgano era magnífico y afectaba a Jander profundamente.
La partitura que Strahd interpretaba inspiraba respeto y temor por su magnitud, cargada de dolor y majestad. Jander escuchaba con los ojos cerrados para concentrarse mejor y permitía que la respuesta corporal al impulso melódico fluyera libremente. La composición terminó, pero Strahd no parecía dispuesto a dejar las teclas, pues sus dedos las recorrían ociosamente.
También Jander llevó los suyos hasta el cinturón, donde tenía la flauta. La pesadilla todavía lo obsesionaba y no se atrevía a tocar; poseído de un temor prodigioso, se la llevó a los labios.
No necesitaba respirar para continuar su existencia de no-muerto, y sólo inhalaba deliberadamente cierta cantidad de aire para hablar, pero en esos momentos llenó los pulmones como no lo había hecho en varias décadas. Inspiró y acercó los labios fruncidos a la boca del instrumento.
Un sonido dulce y puro resonó entonces, la respuesta de un pájaro a la catarata torrencial del órgano de Strahd. El conde lo miró con una mezcla de deleite y sorpresa en su pálido rostro, y ambos vampiros crearon música espontáneamente. Las notas cristalinas de la flauta danzaban y se deslizaban como la luz sobre los profundos acordes del órgano. A veces, la música era suave, ondulante, serena, y otras se hinchaba y estallaba como las olas contra el acantilado, en una música vampírica que reflejaba los tormentos interiores de sus autores, las armonías encarnadas de los condenados.
Terminaron la creación simultáneamente, y el silencio cayó sobre ellos. Se miraron, y Jander contempló su propia pena en los oscuros ojos de Strahd.
Eran capaces de hacer música, pero no como los mortales, que jamás infundirían en sus inocentes instrumentos el dolor desgarrador y el triunfo salvaje que ellos acababan de alcanzar en su dúo. Por un instante, habían olvidado su dolor al expresarlo, se habían alejado de su condición de muertos vivientes, y ambos habían gozado exultantes de la sensación.
Durante el incómodo silencio que siguió, Strahd retiró las manos del teclado y las posó sobre el regazo; se quedó mirándolas, examinando las uñas largas y afiladas con una dejadez que desmentía las emociones que Jander presentía bajo las apariencias. Strahd había vibrado con algo diferente del asesinato, el poder, la rabia o el sufrimiento; la belleza lo había conmovido y, durante unos instantes, los dos se habían hermanado.
El conde levantó los ojos hacia Jander una vez más con la fría astucia que el elfo empezaba a conocer demasiado bien. El momento se había diluido, pero no caería en el olvido. Strahd parecía sentir que había revelado una parte vulnerable de su alma, y cambió de tema intencionadamente.