Jander levantó una ceja con escepticismo. Todo aquello sonaba a mera propaganda nacionalista, porque las gentes de la aldea no consideraban a Strahd su noble conde salvador. Dejó el libro en su sitio y regresó al dormitorio. Allí lo sorprendió una escena que lo afectó en lo más hondo.
Natasha yacía en el lecho, mucho más pálida que de costumbre, y una expresión de horror le congelaba los rasgos. Estaba muerta.
—Si la enterráis esta noche —explicó una voz suave—, se levantará dentro de un día aproximadamente, convertida en una preciosa vampira, ¿no es cierto?
—¡Maldito seáis por lo que habéis hecho! —exclamó volviéndose hacia el conde.
Las espesas cejas de Strahd se alzaron hasta la línea del cabello.
—Yo os entregué esta muchacha. Ya comenzaba a envejecer, a perder la juventud, pero ahora permanecerá joven cuanto deseéis. Supongo que teníais esa intención, ¿no es así?
Jander comprendía el significado de aquella acción. Strahd pretendía provocarlo, trazar una línea y desafiarlo a que la cruzara. El comentario desdeñoso del conde, «¿Qué sois exactamente? ¡No parecéis un vampiro!», lo asaltó de pronto. Strahd tenía razón en cierto modo; Jander miró de nuevo a Natasha y recordó su dulce voz, su ruego: «Por favor, no me convirtáis en un ser como vos». Sin embargo, ésa era precisamente la actividad principal de los vampiros: alimentarse de los vivos y crear seres como ellos. Le sobrevino una oleada de desprecio hacia sí mismo.
Se volvió hacia el conde con una sonrisa que sabía que lo enloquecía.
—Por supuesto, Strahd —le dijo con tono afable—. Ahora que la habéis convertido en vampira, es vuestra esclava, no la mía. Me la habéis arrebatado. ¿No tengo derecho a enfadarme con vos por ello?
—Ciertamente —repuso con gesto huraño, incapaz de rebatir el razonamiento de Jander—. Os pido disculpas. —Después añadió, sin ocultar los colmillos—: Os proporcionaré otra en compensación.
Inclinó la cabeza y se marchó. Jander se hundió en la cama, sintiéndose enfermo. Aún estaba a tiempo de mutilar el cadáver para que no resucitara como muerta viviente, y después la enterraría. «Maldito sea —pensó—, él siempre dice la última palabra».
Detrás de la capilla había un jardín acosado de malas hierbas por falta de atención; unas pocas flores tristes luchaban valientemente contra las asfixiantes raíces de las plantas invasoras, y en algunos rincones florecían rosales desmesuradamente desarrollados. Un sendero de losas atravesaba el jardín hasta un mirador que asomaba a la sorprendente vista de una garganta rocosa que descendía en picado varios metros.
Allí, en el agonizante vergel, enterró a Natasha tras abrir una fosa en la dura tierra con trozos de madera. Al terminar, se sentó junto a la tumba fresca y de pronto descubrió una florecilla preciosa al lado del pie izquierdo. Era púrpura y amarilla y no mayor que una uña; un brote silvestre, sin duda, pero muy hermoso. La arrancó y aspiró la dulce y delicada fragancia.
Entonces sonrió. Empezaría allí, en el jardín, la tarea de rodearse de un poco de hermosura. Lo único que precisaba aquel lugar era atención y esfuerzo. Con la flor todavía en la mano, se puso en pie y observó las plantas críticamente; los rosales, aunque desparramados y descuidados, aún medraban. No costaría mucho devolverle la vida al jardín; una o dos noches a lo sumo.
Se dirigió hasta el bajo muro de piedra que lo delimitaba y se asomó. Unos cuantos metros por debajo, la niebla tapaba el panorama y no pudo ver el fondo del precipicio, aunque sí columbró, hacia el sudeste del castillo, el pueblo con su cerco de tinieblas.
Al día siguiente, por la noche, acudiría a la aldea a tratar de sonsacar a alguno de aquellos mudos habitantes. O tal vez fuera a Vallaki, un poco más alejado, porque, al fin y al cabo, no tenía la certeza de que Anna hubiera nacido en el pueblo.
El cielo comenzaba a clarear por el este y la oscuridad se teñía de gris. La melancolía lo atrapó como algo tangible, y la breve alegría que le había procurado el jardín se desvaneció; había llegado el momento de retirarse y refugiarse de los añorados rayos del sol.
A varios kilómetros de allí, la hija del burgomaestre también contemplaba la llegada de la aurora; apoyada en el alféizar de la ventana observaba la amenazadora silueta del castillo de Ravenloft. Suspiró y su mirada se posó en los guijarros del patio. Hacía ya tres meses que Petya había arriesgado la vida para advertirle sobre el vampiro, tres meses desde que se había enfrentado a su padre y lo había humillado al revelar su miedo. A partir de aquella noche, la vida había mejorado mucho para las mujeres de la familia Kartov.
Sin embargo, funestos pensamientos ocupaban su mente mientras contemplaba sin ser vista la desolada aurora baroviana. Nadie en su casa reaccionaría favorablemente en cuanto anunciara que estaba encinta, que iba a tener un hijo gitano.
Los esfuerzos de Jander por ganar la confianza de los barovianos seguían condenados al fracaso. Durante varios meses, y varias veces a la semana, acudía a la Guarida del Lobo con una bolsa llena de oro, pero siempre lo miraban con recelo. Se sentaba en los rincones más oscuros y no hablaba con nadie, con la esperanza de que semejante táctica le procurara más información que si intentaba trabar conversación directamente con los reservados aldeanos.
Escuchó muchos comentarios, pero nada de lo que más le interesaba. La hija de Vlad Nosequé había desaparecido misteriosamente; Mikhail Tal y Cual había oído aullar a un lobo y, al despertar, encontró un cadáver entre humano y animal a la puerta de su casa. Irina, la que vivía en el otro extremo del pueblo, había dado a luz
algo
, pero nadie sabía qué era con exactitud, y, cuando quemaron el cuerpecillo, se convirtió en un amasijo pegajoso que olía horriblemente; Irina se había vuelto loca, decían, y los contertulios bebieron a la salud de Igor, su desgraciado marido… Jander escuchaba y se ponía enfermo con las cosas que contaban.
A nadie inspiraba confianza, de modo que dejó un puñado de monedas sobre la mesa y se levantó, mientras los demás callaban y se volvían a mirarlo. Se envolvió bien en la capa gris y se dirigió presuroso a la puerta.
—Dicen que vienes de vez en cuando —lo interpeló una voz femenina— y me preguntaba si lograría encontrarte.
Jander se volvió y levantó de asombro una dorada ceja al ver a la joven en el umbral. La capa negra no ocultaba por completo su hinchado vientre, y su rostro alzado se distinguía con toda claridad bajo la luz de la cantina. Las hojas secas se arremolinaban a sus pies y se alejaban con un sonido rasposo y seco. A una distancia discreta, dos criados, un hombre y una mujer, aguardaban pacientemente. Jander se apresuró a cerrar la puerta del establecimiento para que nadie presenciara la conversación.
—Eres Anastasia, ¿verdad?
—Sí, soy yo. —Observó que miraba a los servidores—. No te preocupes por ellos; son mi camarera y el criado de mi padre. Quería hablarte de…, bien… —La hija del burgomaestre se miró la curva del vientre y sonrió de forma ambigua—. Es de Petya, y voy a tenerlo. No he… Él no lo sabe. —Jander no dijo nada; se limitó a esperar la continuación—. Mi padre ya no es tan terrible como antes, gracias a tus lobos. —Rió, y el elfo sonrió a su vez—. Pensé que podría entregar la criatura a los gitanos, pero sé que no lo aceptarían. Por otra parte, así tendré un recuerdo eterno de Petya. ¿Te parece que tiene sentido? Sólo digo tonterías, ya lo sé, pero…
Vaciló y lo miró muy seria con ojos ojerosos.
—Nos ayudaste mucho a Petya y a mí, mucho más de lo que imaginas. Esta criatura —se acarició protectora y cariñosamente— es una especie de símbolo de aquel día y le explicaré todo lo sucedido entonces; tendrás también su amistad, igual que la de Petya y la mía. —Lo escrutaba en espera de la reacción.
—Querida mía —le dijo conmovido, con voz suave y rebosante de maravilla y sorpresa—, me haces un gran honor al compartir estas nuevas conmigo. Espero sinceramente que todo os salga bien, a ti y a tu hijo.
—Mira —replicó con una sonrisa de alivio—, ahora da patadas como loco. ¿Te gustaría tocarlo?
Estuvo a punto de rechazar la oferta, pues la idea de palpar una vida tan tierna era más de lo que podía soportar, pero alargó la mano con mucho tiento. Ella se la tomó y le hizo acariciar el vientre.
—¡Ahora! —exclamó entusiasmada y sin dejar de observar las reacciones del elfo.
Se le desorbitaron los ojos al sentir los movimientos del diminuto ser. Retiró la mano rápidamente, la cerró en un puño y se la colocó cerca del corazón.
—Tengo que irme ya —farfulló sin mirar a Anastasia—. Discúlpame.
Se embozó en la capa y atravesó la plaza a toda velocidad en dirección al castillo de Ravenloft.
Anastasia lo siguió con la mirada mientras la luna salía de detrás de una nube y bañaba la calle en su luz lechosa. Tragó saliva y sacudió la cabeza asombrada de su propia temeridad. Las palabras de Petya sobre el elfo eran ciertas: Jander no tenía sombra. Instintivamente, cerró los brazos en torno al vientre.
—Pequeño mío —musitó—, tal vez seas la única criatura en Barovia que ha jurado amistad a un vampiro.
En cuanto Jander perdió a todos de vista, se convirtió en neblina y después en un lobo de ojos plateados. Recorrió la acogedora frescura del bosque Svalich concentrado en el juego y el movimiento de los músculos en tensión bajo el espeso manto de pelaje dorado. A través del ejercicio físico pretendía olvidar su ardiente deseo de volver a estar vivo.
Halló refugio en el jardín durante el tiempo que siguió al inquietante encuentro con Anastasia. Una noche en particular, diez años después de la entrevista con la mujer embarazada, trabajaba en los rosales, podándolos y preparándolos para el descanso invernal; las otras plantas ya se habían sumido en la hibernación pero sentía su pulso vital bajo la tierra protectora. Tan pronto como llegara la primavera, todo se llenaría de fragantes capullos. Se levantó y se sacudió las manos manchadas de tierra; después miró al cielo, que ya clareaba.
Había estado leyendo un libro sobre restauración de mobiliario y lo había dejado en la biblioteca; fue a recogerlo y estuvo a punto de arrollar a Strahd cuando éste abandonaba su cuarto secreto.
—¡Jander! Creía que hoy estabais en el pueblo —le dijo, una vez recuperada la compostura.
Llevaba un gran tomo bajo el brazo izquierdo y una antorcha en la mano derecha. Se colocó el libro en la derecha con rapidez y cerró la puerta para que el elfo no alcanzara a ver el interior de la habitación.
—Así es, pero casi ha amanecido. Debéis de haber perdido la noción del tiempo.
—Eso parece. Bien, tengo que llegar a mi ataúd antes de que salga el sol.
Se dio la vuelta, dejó la antorcha en el candelabro de pared y murmuró la fórmula que sellaba la estancia mágicamente.
—¿Guardáis libros en esa habitación? Me gustaría comprobar si existe algún dato sobre…
Strahd se puso en tensión y se volvió despacio.
—Nunca, nunca jamás —dijo desgranando las palabras— debéis pedírmelo otra vez. ¿Habéis comprendido? Este castillo es mío, y todo aquello que deseo mantener oculto me concierne a mí exclusivamente. Tengo mis propias razones para actuar así y no debéis volver a ponerlas en cuestión
jamás
. —Apretó el libro contra el pecho—. ¡Dejadme!
En ninguno de sus enfrentamientos verbales había sido Jander el objeto de la encendida ira del conde, y acababa de recibir un merecido escarmiento. Asintió formalmente con la cabeza y se encaminó a sus aposentos. Strahd pronunció una palabra ruda y gutural, y la puerta de la biblioteca se cerró de golpe tras el elfo.
Jander llegó a su habitación, donde Natasha había muerto. Desde entonces, había clausurado la ventana con tablones de madera y había cubierto las rendijas con pez para dormir allí tranquilamente durante el día. Estaba muy cansado y deseoso de acostarse en el colchón de plumón que, a su pedido, Strahd había hecho traer del pueblo, pero sentía la garra del hambre en el estómago. De mala gana, salió de nuevo en dirección a las mazmorras, la despensa del conde.
—¿Ya sabes quién soy, Jander Estrella Solar? —inquirió la voz burlona de Anna.
En el sueño, Jander fingía dormir y, cuando Anna se inclinó sobre él, la aferró por la mano y la tumbó sobre la cama a su lado. Ella reía y lo apartaba a empujones para abrazarlo con cariño al momento siguiente. El elfo cubría de besos su dulce rostro.
—No, mi querida zorrita, no lo sé. Al parecer no has existido aquí. No hay manicomios ni en la aldea ni en Vallaki; los barovianos ocultan a los locos o los dejan sueltos para que vagabundeen por ahí, o bien mueren —añadió con melancolía—, que es lo mejor para ellos en esta tierra.
—A lo mejor —replicó mientras le acariciaba el pecho con su pequeña mano— nunca estuve en un manicomio.
—¿Vivías en el pueblo? —preguntó sin respiración, sintiéndose torpe por no haber pensado en lo más sencillo—. ¿Estabas casada? Anna, ¿quién era tu familia? ¿Qué…?
—Jander, amigo mío, os volvéis loco vos solo —dijo una voz fría que no era la de Anna. Abrió los ojos y comprobó que estrechaba la almohada de plumón contra el pecho—. Tal vez esta habitación no os convenga, ya que os produce semejantes pesadillas —añadió el conde sin dejar de mirarlo.
Jander no se preocupó de responder siquiera; se sentó y se restregó los párpados con el dorso de la mano.
—Buenas noches, Strahd —musitó.