Así era, en efecto; Kolya distinguió el blanco rabo de un conejo que desaparecía en la oscuridad y enrojeció hasta las orejas. Haciendo caso omiso de la vergüenza de su amigo, Sasha tomó el libro que llevaba consigo y pasó las páginas rápidamente.
—¡Aquí está! —exclamó. Se apoyó sobre el lado derecho con el libro delante y colocó una lámpara. Un buho ululó ominosamente; el muchacho lo oyó e hizo una mueca, y después, con la voz más profunda y misteriosa que le permitía su tierna edad, comenzó a leer:
—Una vez, hace muchas lunas, en el pueblo de Vallaki vivía un muchacho llamado Pavel Ivanovich. No era un muchacho normal, sino el heredero del sol, y su misión consistía en mantener la oscuridad alejada. Su padre le entregó un fragmento de sol, pero le fue robado de la cuna y la oscuridad lo escondió en un lugar muy lejano. Él tenía que recuperarlo y para ello emprendería un viaje a las tierras del Oscuro.
Y así partió, solo, hacia las negras praderas donde pacen las pesadillas y corre el río del olvido, hasta encontrarse con el primer guardián de la oscuridad. Era un hombre alto y pálido, con afilados dientes y largas zarpas. «¡Detente!», dijo Nosferatu, pues Pavel sabía el nombre del guardián. «Detente para darme a beber tu sangre y prolongar mi vida con tu muerte». Pero Pavel respondió: «No puedes detenerme porque soy el heredero del sol y vengo a mostrarte tu maldad». Pavel levantó un espejo y, cuando Nosferatu vio reflejada su propia perversidad, aulló de dolor y se disolvió como la niebla en el sol de la mañana…
Kolya, abrazado a las rodillas, trataba de no escuchar la historia de fantasmas. Estaba seguro de que aquella noche no lograría pegar ojo; sin duda se trataba sólo de su imaginación, pero no podía sacudirse la sensación de que los vigilaban.
Fuera del círculo de piedras, el conde Strahd von Zavorich se rió y retrocedió hacia las sombras.
—Casi valdría la pena atacarlos, sólo por verles la cara —comentó a Jander—, aunque son tan pequeños que no nos servirían ni de aperitivo.
A Jander le pareció que el comentario tenía algo de bravuconada, pues estaba seguro de que Strahd sentía el poder mágico del lugar; las enormes peñas grises protegían a aquel par de insensatos con la misma efectividad que un muro físico. No obstante, todo el reino era del conde. El elfo miró atrás, incómodo, hacia las tres esclavas que permanecían tranquilas a espaldas del amo. Eran tres vampiras que conservaban todos los rasgos de su atractivo en vida y que ahora obedecían fríamente.
Las tres respondían a los cánones de belleza de Strahd: más altas de lo normal, de cabellos oscuros con tonos rojizos, ojos también oscuros y complexión delgada, al contrario que la mayoría de las barovianas, que solían ser rechonchas. Se parecían a Anna lo suficiente como para despertar los recuerdos de Jander cada vez que las veía; para él era un tormento.
—¿Os complacería? —preguntó el conde.
—Como bien habéis dicho —replicó encogiéndose de hombros—, no tendríamos ni para empezar con su sangre; además, estoy seguro de que percibís los poderes protectores que los rodean. No creo que merezca la pena molestarse por esos cachorrillos.
Strahd escrutó los ojos de Jander y después asintió.
—Vamos; sé dónde nos aguarda un banquete. —Con gesto negligente, pasó una afilada uña por el rostro de la esclava más cercana—. ¿Tienes hambre, mi amor?
La esclava mostró sus largos colmillos y asintió con ojos encendidos. También Jander estaba hambriento; la maldita sed le quemaba las entrañas como la fiebre y pedía ser saciada, y sólo el olor de los niños le llenaba la boca de saliva. Se preguntó dónde los llevaría Strahd. ¿Habría una partida de aventureros o un ejército de mercenarios por las cercanías?
—Vayamos pues a comer. Forma de lobo, queridas mías, y hacia el pueblo.
Obedientes, las vampiras se convirtieron en delgadas lobas pardas. El amo, extravagante como de costumbre, adoptó su propia entidad lobuna, una monstruosa bestia negra, y Jander cayó a cuatro patas transformado a su vez. Siguieron todos tras la senda que marcaba Strahd, con el rabo alzado y las orejas en retroceso, en dirección al desprevenido pueblo de Barovia.
Al pasar, sin ser vistos, ante la Guarida del Lobo, Jander observó la ristra de ajos colgada en la puerta. Nunca había tenido demasiada suerte en la caza por los alrededores de la aldea, pero la taberna había sido la que más había contribuido a su magra caza. Blasfemó en silencio; a partir de ahora tendría que ir a Vallaki con más frecuencia, ya que allí no tomaban tantas precauciones como en el pueblo.
Atravesó la plaza detrás de Strahd y las lobas; en la oscuridad, cinco sombras silenciosas descendieron por la calle del Burgomaestre, lugar donde residían las familias más acomodadas. Jander tuvo el presentimiento de que algo no estaba bien; el trote de Strahd expresaba un entusiasmo contenido que el elfo rechazaba instintivamente.
Se quedó atónito cuando se detuvieron ante la morada del burgomaestre, y enseguida lo invadió la turbación. Había prometido a Anastasia, hacía mucho tiempo, que jamás recibiría daño alguno por su parte. El lobo negro se inmovilizó, arqueó el lomo y se diluyó hasta cobrar el cuerpo humano de Strahd; después indicó a los demás que hicieran lo mismo. Tan pronto como tuvo ocasión, Jander musitó:
—¿Qué juego pretendéis llevar a cabo?
Strahd no pareció percatarse de la insolencia del tono y respondió con calma:
—Kartov me ha tomado el pelo; cobra fuertes impuestos a los aldeanos en mi nombre pero no me ha entregado ni una sola moneda.
El tono helado del conde le petrificó el corazón.
—¿Qué significa el dinero para vos, excelencia? —inquirió, tratando de evitar lo que temía sucediera inmediatamente.
—No es el dinero en sí mismo, sino el hecho de que un arrogante mortal crea que puede engañarme. —A pesar de la oscuridad reinante, Jander captaba perfectamente el fuego rojo de los ojos de Strahd—. Quiero darle una lección. —Se acercó a la puerta y se detuvo—. Creía —añadió con afabilidad— que teníais hambre.
—No os permitirán el paso a esta hora de la noche —argüyó precipitadamente.
—No necesito permiso —contestó con una sonrisa—. ¿Lo habéis olvidado?
No lo había olvidado; recordaba claramente el primer atisbo que había tenido de la profundidad de la ira de Strahd, el día en que le dijo a gritos: «¡Yo soy la tierra!… ¡Todos los hogares me pertenecen!».
Pensó con desesperación que el conde no mataría a toda la familia del burgomaestre en su propia casa; los vampiros no arrasaban pueblos enteros sólo por hacer una broma. «Si Strahd pretende seguir viviendo y conservar a sus esclavos, tiene que guardar el secreto. Supongo que eso lo sabe bien; tiene que saberlo…», se decía.
Strahd comenzó a entonar una letanía en un tono musical apenas audible. Jander, cada vez más azorado, sintió de nuevo la repulsión hacia la magia con mayor pujanza que la propia necesidad de sangre. La puerta comenzó a brillar con un suave resplandor.
—Está protegida —dijo, y Strahd lo miró con absoluto desprecio.
—¿Qué puede un simple guardián contra el señor de la tierra? —replicó con un asomo de sarcasmo en su tono grave. Recitó el cántico otra vez, y la luz azul desapareció. El cuerpo del conde se disipó en una neblina rala que se coló bajo la puerta. El elfo oyó descorrer el cerrojo y la hoja se abrió de par en par—. Adelante —les dijo con una sonrisa irónica. Las tres esclavas entraron rápidamente en la casa y Jander las siguió despacio—. Ahora, ¿recordáis mis instrucciones? —preguntó a las muertas vivientes. Ellas respondieron afirmativamente sin más expresión que la del hambre que bailaba en sus ojos—. Excelente, cenad donde os apetezca.
«Son como perros siguiendo el rastro», se dijo Jander mientras observaba a las hermosas no-muertas que olisqueaban el aire. No obstante, él también sentía la excitación de tantos humanos reunidos en la casa. Dos vampiras se dirigieron hacia las habitaciones de la servidumbre, situadas en el piso inferior, y la tercera corrió silenciosamente escaleras arriba. Jander y Strahd la siguieron; cuando llegaron arriba, el elfo entró en el primer dormitorio que le salió al paso mientras Strahd continuaba hasta el vestíbulo. Encontró una cama pequeña y algunos muebles, pero nada más.
La siguiente habitación era grande y estaba bien amueblada, con dos camas y una hermosa mesita de noche en el medio. En uno de los lechos dormía satisfecha una joven de unas veinte primaveras.
Por un momento creyó que se trataba de Anastasia y se acercó a mirarla. Observó su respiración regular y las largas pestañas negras cerradas sobre la tez arrebolada por el sueño. No, no era Anastasia, aunque se le parecía mucho; debía de tratarse de su hermana. Se sentó en el lecho junto a ella y suavemente, igual que haría un amante, le acarició el oscuro cabello. Con un mordisco tierno, casi como un beso humano, le horadó la garganta superficialmente y una gota de sangre surgió; la lamió y saboreó el fluido alimenticio. Después tomó a la joven en brazos y, aplicando los labios a la herida, sorbió sin precipitaciones, a pesar del hambre que le corroía las entrañas; ella no se despertaría y él no tenía prisa. Varios minutos después, se dio por satisfecho y la dejó de nuevo sobre la almohada.
Cuando salió otra vez al pasillo y cerró la puerta con cuidado tras de sí, captó el olor picante de sangre derramada.
Un grito de miedo y dolor rasgó el aire. Más veloz que el pensamiento, Jander siguió el rastro hasta el dormitorio del amo de la casa, al final del corredor, e irrumpió de pronto.
—¡Strahd!
El anciano burgomaestre Kartov tenía la garganta rajada como si las vampiras se la hubieran aserrado con los colmillos; una de ellas estaba inclinada sobre la herida, que se abría como una revulsiva boca fuera de sitio, y la sangre que ya no serviría de alimento a la sañuda beldad impregnaba el rostro de ésta y se desparramaba gota a gota sobre la lujosa alfombra azul y dorada. La esposa del burgomaestre también yacía destrozada sobre el lecho con las extremidades dobladas en ángulos inusitados, como si hubieran sido descoyuntadas.
Strahd sujetaba a una joven en un abrazo inquebrantable. Era evidente que se había regodeado satisfaciendo la sed porque alargaba el festín todo lo posible. La mujer aún vivía, aunque estaba pálida y muy débil, y, cuando la puerta crujió al abrirse, volvió la cabeza en dirección a Jander. El elfo se quedó atónito.
—¡Anastasia! —exclamó.
—Me lo habías prometido —musitó ella con voz temblorosa.
Jander se abalanzó sobre Strahd con una ferocidad sorprendente; separó a la agonizante Anastasia de los brazos del otro vampiro y tiró a éste al suelo, a pesar de que era más fuerte y corpulento. De inmediato, las tres esclavas lo inmovilizaron en respuesta al repentino ataque de rabia y sorpresa de su amo. Pero el elfo, más viejo y con una voluntad no más fuerte pero sí más ejercitada, ardía de rabia y horror y se liberó de ellas como un lobo atacado por zorros; después alzó a Anastasia en brazos sin dejar de mirar al conde con odio ardiente.
Strahd se levantó despacio, con dignidad; se apartó un mechón despeinado y lo miró con ojos encendidos.
—¿Cómo osáis interponeros entre mi caza y yo?
—¡Cazar es una cosa, pero esto es una carnicería!
—Una carnicería de humanos. ¿Qué me importan a mí? Sois blando, Jander, y eso os acarreará la destrucción. —La ira se transformó en humor perverso—. A menos, claro, que desearais a la mujer para vos. —Sonrió con la boca reluciente de rojo y los colmillos largos y afilados.
Jander no desvió la mirada de Strahd. Anastasia se estremeció y, con un estertor final, expiró en sus brazos. El elfo se sobrepuso con gran esfuerzo al dolor y a la revulsión, y su rostro se convirtió en un espejo de la fría arrogancia del conde.
—Vos sois quien coquetea con la muerte, Strahd —le dijo, impávido—. Tenéis a este pueblo atenazado por el miedo, sí, pero no os conviene despertar su cólera. Somos vulnerables… y vos más que yo, porque yo controlo la profundidad de mi sueño y vos no. —Soltó una carcajada y su risa, normalmente musical, se tornó salvaje y horrenda a causa de las emociones; dejó el cuerpo de Anastasia a los pies de Strahd—. Un solo labrador con una estaca y quedaríais reducido a esto… ¡O a menos, incluso, porque no resucitaríais de nuevo como esclavo! Recordad mis palabras cuando esta madrugada os domine el sueño.
Strahd estrechó los ojos llameantes de furia, pero contuvo la lengua. Jander sabía que lo escuchaba.
—¿Habéis visto alguna vez un linchamiento? —prosiguió amargamente—. Yo sí, desde ambas partes, y da miedo. Podéis aterrorizar a las personas de una en una, pero, si forzáis excesivamente a la muchedumbre, se volverá contra vos y nada le impedirá destrozaros. La vampira que estaba más cerca de Strahd gruñó y levantó una mano como disponiéndose a atacarlo, pero el conde la detuvo con un chasquido de los dedos.
—No lo toques.
—Lo he presenciado —continuó Jander sin perder de vista a Strahd—; un grupo de vampiros subyugó a un pueblo entero en mi tierra natal. Los depredadores se crecieron y cometieron una carnicería general, pero el pueblo se rebeló, los atacó y terminó con ellos. A partir de entonces ni un solo muerto viviente ha podido volver allí, pues los habitantes se han convertido en acérrimos enemigos de los extraños… como sucede en Barovia. Por vuestro propio gaznate, conde, procurad comportaros con cautela. No todos los aldeanos de este maldito agujero infernal son idiotas.