—¡Sacrilegio! —exclamó en son de broma—. Vas a tener que inventar una religión propia, Sergei.
El joven celebró la ocurrencia con una risa y soltó el medallón de platino.
—Tal vez lo haga, si me quedo con esto. Me ha procurado consuelo en algunas noches largas y tenebrosas, te lo aseguro.
El tono rojo de la ira se mezcló con el verde de la envidia en la paleta del alma del conde. ¿Qué demonios sabría esa criatura de noches largas y tenebrosas? ¿Qué clase de infierno había tenido que atravesar ese jovenzuelo consentido? Jamás había tenido que luchar por nada en su breve vida. Había crecido en brazos del lujo, y luchaba por placer y deporte, no por la supervivencia ni por las tierras. Las mujeres se lo disputaban, y él, el muy idiota, las rechazaba con alguna excusa amable. Era un guerrero joven, excelente y valiente, pero, ¡maldito fuera! ¡Tendría que haber seguido con el sacerdocio! ¿Qué méritos lo hacían digno de Tatyana? ¿Y qué pecados se la negaban a él?
—Podrías haber escogido cualquier mujer del mundo —dijo Strahd de pronto—. ¿Por qué ella?
—¡Oh, Strahd! —exclamó, apiadado, tras un instante de sorpresa—. ¿Es que no lo sabes?
En el fondo del corazón lo sabía, y sabía también lo que significaba la pregunta de Sergei. No era más que la exclamación de un enamorado que piensa que todo el mundo ve a su adorada de la misma forma que él.
Sin embargo, los celos y la amargura tergiversaron las dulces palabras. ¿
Es que no lo sabes
? La sencilla frase se convirtió en un insulto en la emponzoñada mente de Strahd. ¡Maldición! Sergei sabía que amaba a Tatyana y, a pesar de todo, se casaba con ella en vez de cedérsela a su hermano mayor.
Controló la ira un momento y oyó las palabras de Sergei.
—Mi felicidad es completa, aunque me falta una cosa. Me gustaría que tuvieras una mujer como Tatyana.
—He traído un regalo para el novio —contestó Strahd sin hacer caso del comentario; le ofreció un paquete cuidadosamente envuelto en tela de brocado—. Es mágico y antiguo, muy oportuno para la ocasión, creo.
Sergei lo desenvolvió con una sonrisa. Era una daga pequeña, con la empuñadura roja, negra y dorada, enfundada en una piel poco común, de una coloración muy peculiar, y Sergei, confuso, miró a su hermano.
—Veo que lo reconoces; la venerada arma del asesino
ba’al verzi
. La vaina es de piel humana, de la primera víctima abatida con ella, por lo general, y los grabados del mango son runas de poder.
El rostro de Sergei reflejaba estupefacción. El conde recogió el puñal con calma, como si lo examinara, y desenvainó la pulida hoja, que destelló a la luz de la vela.
—Según la leyenda, da mala suerte sacarlo a menos que sea para darle sangre. No soy supersticioso pero de todos modos me parece que en esta ocasión vale más no tentar a la suerte, ¿no crees?
Sin darle tiempo a reaccionar, Strahd le hundió la hoja en el corazón. La mano asesina se tiñó de carmesí, y el conde enfrentó con un júbilo feroz la última e interrogativa mirada de su hermano. Sin comprender nada, el joven expiró en silencio y cayó exánime en los brazos de su hermano mayor.
Rápidamente, dejó el cadáver tendido en la alfombra, tal como la entidad lo había instruido, y retiró la daga. Se quedó mirando el brillante color de la sangre sobre la hoja y aspiró hondo antes de llevársela a la boca y limpiarla a lametazos, a pesar de las náuseas que le provocaba. Con una mueca, desgarró el uniforme de Sergei y la camisa de algodón a la altura de la herida, que aún manaba.
Liba la sangre, primero del instrumento y después del cáliz
, le había dicho. Se arrodilló junto al cuerpo todavía caliente de su hermano más querido, aplicó los labios a la herida y bebió.
Tosía y se atragantaba; perdió parte del precioso néctar y, encolerizado por su debilidad, apeló a la disciplina que lo había convertido en un veterano guerrero para ordenar a su cuerpo que continuara. Chupó de los labios mismos de la cuchillada sin dejar de tragar aquel líquido metálico y salobre, hasta que, imperceptiblemente, el acto se convirtió en algo fácil. Momentos después, comenzó a paladear el sabor.
Se sentía lleno de energía y, al notar la textura de la ropa de Sergei, cobró conciencia de nuevas sensaciones táctiles. También olía la sangre y el sudor del cadáver, y oía las voces de los invitados a pesar de que se encontraban en salas apartadas. Levantó por capricho el cuerpo de su hermano con una mano, sólo para probar que podía. ¡Qué maravilla! Lanzó una carcajada y soltó a Sergei descuidadamente; el cuerpo quedó inmóvil, y de pronto fue consciente de lo que había sucedido.
Empezó a temblar y se arrodilló junto a él; le acarició el rostro, pálido y quieto, y, tomándolo en brazos, dejó escapar un alarido de dolor no fingido.
—¡Maldito seas, Sergei, maldito seas! ¡Todo esto ha sido por culpa tuya! ¡No tendrías que haber pensado en el matrimonio! Eras el menor y tendrías que haberte quedado con los sacerdotes… ¡Naciste para eso! ¿Por qué lo abandonaste?
Sus fuertes manos aferraban los cabellos de Sergei, y su rostro arrebolado se apretaba contra la pálida mejilla. Se oyeron pasos rápidos en el pasillo y Antón, el ayuda de cámara de Sergei, abrió la puerta de par en par; se quedó horrorizado ante la cruenta escena y miró después a Strahd implorándole que hiciera algo.
Strahd le mostró el puñal asesino. El criado lo reconoció y sus ojos, desmesuradamente abiertos ya, se abrieron aún más.
—Sergei ha muerto —anunció Strahd con voz destrozada—. Debe de haber sucedido hace un momento. Di a la guardia que cierre todas las salidas del castillo inmediatamente. ¡Tenemos que encontrar al asesino de mi hermano!
El sirviente asintió, aún bajo el efecto del susto y sin dejar de mirar la forma inerte y sanguinolenta de Sergei. Sus ojos se desbordaron; como todo el mundo en el castillo de Ravenloft, él quería a su joven amo. Después desapareció.
Strahd no salía de su asombro por lo fácil que había sido todo. Jamás había mentido hasta entonces; nunca había tenido necesidad de hacerlo en su posición de dueño incontestable de las tropas en primer lugar y de las tierras después. Había dudado por un instante si conseguiría dar una explicación a la muerte de su hermano, y, sin embargo, lo había logrado con éxito y gracias a un embuste insignificante. Se preguntó si esa facilidad para el engaño formaría parte del oscuro premio prometido.
Entonces se quedó helado; había bebido la sangre de Sergei. ¿Tenía la boca manchada cuando había hablado con Antón? Se dirigió rápidamente a un espejo y, al mirarse, recibió un susto considerable: su reflejo se volvía transparente.
Se agarró el pecho y respiró aliviado al notar tacto sólido; le costó un esfuerzo sobreponerse al terror repentino que se le acumulaba en las entrañas, pero nunca le había fallado la voluntad. Férreamente, rechazó el miedo y se lavó la cara y las manos en la palangana; el agua se tiñó de rojo.
Oyó un lamento agudo y desesperado en la capilla seguido de gritos, sollozos y otras muestras de dolor. La puerta se abrió bruscamente otra vez, y cuatro soldados de la guardia del castillo entraron con las espadas desenvainadas.
—Excelencia —dijo el capitán—, hemos cerrado todas las salidas de la fortaleza, tal como ordenasteis. No tenemos la menor idea de quién ha podido cometer semejante acto, pero nadie saldrá de aquí antes de que descubramos al asesino.
—Excelente —dijo Strahd, tranquilizado—. Que todo el mundo se reúna en la capilla o en el comedor, donde más cerca se halle cada cual.
—Sí, excelencia. —Los soldados volvieron la espalda para marcharse.
—Un momento. —Una vez pagado el precio de sangre, deseaba recoger la recompensa ofrecida—. ¿Dónde está Tatyana?
—Fuera de la capilla, en el jardín; no quiere que nadie se le acerque.
—A mí sí me dejará —replicó con una estrecha sonrisa—; tiene que dejarme.
Se dirigió a la capilla sin hacer caso de las lágrimas y las preguntas de los desolados invitados. El recinto, iluminado por docenas de velas, proyectaba sombras de colores sobre la angelical e inmóvil criatura que se acurrucaba, deshecha, en la hierba húmeda del jardín.
La novia estaba pálida por la conmoción y sus negros ojos parecían agigantados; no prestaba la menor atención a la suciedad y las manchas de hierba de su bellísimo y primoroso traje nupcial; tampoco levantó la vista cuando Strahd se acercó y se arrodilló junto a ella.
—Vamos, querida —le dijo con ternura al tiempo que la envolvía en un abrazo.
Ella continuó inmóvil un momento y después se relajó, regresó a la vida y comenzó a sollozar; todo su frágil cuerpo se estremecía violentamente a cada gemido y se aferraba al conde como si fuera a ahogarse. Strahd la estrechó más contra sí mientras sus sentidos, agudizados por la transmutación, absorbían el suave tacto de la seda blanca, el aroma de la piel y el cabello y la calidez de aquel cuerpo juvenil, mientras le musitaba dulces palabras de alivio y consuelo.
Por fin el llanto cesó, y Tatyana comenzó a hablar entre balbuceos.
—¿Por…, por qué? No lo comprendo. ¿Quién haría…? ¿Quién
ha podido
cometer semejante atrocidad? ¡Oh, Strahd!
Los sollozos la desbordaron de nuevo, y se aferró al conde con desesperación.
—Sss. Ya sé que ahora es terrible para ti, querida, pero enseguida pasará. Cuanto mayor es el dolor, mayor es la felicidad después y, con el tiempo, te considerarás la mujer más afortunada del mundo.
Tatyana se quedó helada y, de repente, se apartó de él y lo abofeteó con ojos salvajes llenos de agonía.
—Hermano mayor —susurró—, ¡está
muerto
! ¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Porque eres libre; ahora eres libre para casarte conmigo. Él se interponía entre nosotros y la felicidad, pero ya no, mi amor, ¡ya no! Tatyana, amada mía, te daré…
—¡No! —La agonía se convirtió en repulsión; trató de escapar al abrazo del asesino de su prometido, pero Strahd la sujetaba firmemente.
El conde sintió entonces una repentina furia por la ingratitud de la joven. Si al menos dejara de debatirse y le permitiera explicar las maravillas obradas sólo por ella,
todo por ella
… Le tomó el rostro con ambas manos y la besó; saboreó la dulzura de su boca, pero, al mismo tiempo, se hizo patente un hambre desconocida que le hacía desear más que un simple beso.
Entonces aulló de dolor, dejó de apretarla y se llevó una mano a la boca. Al retirarla vio que estaba teñida de rojo; ella le había mordido el labio inferior.
Con el rostro a escasos centímetros del suyo, Tatyana lo miraba fijamente con los ojos desorbitados de pavor; de pronto se puso en pie, se recogió la larga cola del vestido hasta las rodillas y echó a correr como si la salvación de su alma dependiera de ello… Y tal vez fuera cierto.
Strahd gritó, y su rabia resonó por todo el castillo. Después se levantó y echó a correr en pos de la despavorida muchacha a zancadas sobrenaturalmente veloces y silenciosas.
Tatyana huía por el jardín con el corazón desbocado; el sudor le cubría el rostro, le irritaba los ojos y le nublaba la visión. Las espinas de las rosas le rasgaban el vestido y se preguntó, en un renovado asalto de pánico, si también las plantas obedecerían a Strahd.
No tenía hacia dónde escapar, pero no se había dado cuenta en su loca huida, aunque tampoco le habría importado; sólo pensaba en alejarse de Strahd, aquel viejo guerrero que, por algún motivo, se había transformado en monstruo y había asesinado a Sergei.
Lo oía tras de sí, llamándola por su nombre y pidiéndole que se detuviera, pero ella había visto a la aborrecible criatura de largos colmillos en que se había convertido y jamás le permitiría que la tocara otra vez. Al llegar a los poco elevados muros del jardín no se molestó siquiera en frenar la carrera; Strahd alcanzó el bajo de su vestido, pero ella se liberó con una fuerza inconcebible.
Las brumas rebullían en el fondo cuando Tatyana se lanzó al vacío abrazando el cielo como si diera la mano a Sergei. Cayó decenas de metros por el precipicio hacia las dentadas rocas, gritando más de puro gozo por escapar a las zarpas de Strahd que de verdadera angustia.
Las manos del conde apresaron sólo aire, y éste estuvo a punto de perder el equilibrio. Siguió con la vista la forma blanca que descendía como un cisne muerto hasta que la bruma y las tinieblas la tragaron por completo y le evitaron piadosamente la visión de la muchacha estrellándose contra las paredes del abismo.
Golpeó el muro con impotencia y, arqueando la espalda, aulló de profundo dolor. Las profundidades, envueltas en un sudario nebuloso, le devolvieron su voz como una burla.
Una flecha le rozó la oreja, y se giró bruscamente hacia el castillo. Ya no había dudas sobre la identidad del asesino de Sergei, y los soldados de la guardia cumplían con su deber; los arqueros habían retomado sus puestos respectivos y disparaban desde las hendeduras de los muros.
El aire se llenó de pronto del silbido furioso de numerosas saetas que buscaban la diana en el cuerpo del señor de Ravenloft. Sin embargo, Strahd no moría.
Se quedó mirando las flechas clavadas en el pecho y el abdomen, y una sonrisa le cruzó el rostro lentamente. Regocijándose en el horror que sabía causaría su acto, comenzó a arrancarse uno a uno los dardos emplumados; sujetó el grueso manojo con una mano y con la otra lo partió por la mitad fácilmente. Después, con un propósito terrible, regresó caminando al castillo.
A Strahd von Zarovich le había sido negada la única cosa que había deseado de verdad en toda su vida, y exigiría el pago de la pérdida a todos y cada uno de los que se hallaban entre los muros del castillo, y quizás incluso a todos los que moraban en Barovia.