Trina, que jugueteaba inconscientemente con las piezas del tablero, murmuró unas palabras inaudibles, y Strahd frunció el entrecejo.
—¿Qué has dicho, bonita?
—Nada —repuso mohína.
El genio refrenado del conde estalló. Se acercó a ella a grandes zancadas y le echó la cabeza hacia atrás.
—Recuerda quién es tu maestro, niñita loba —musitó con los labios cerca de la garganta de Trina—. No me sirves de alimento, pero podría quitarte la vida. ¿
Qué dijiste
?
—Strahd —terció Jander.
—¡Silencio! —graznó el conde, y subrayó la orden con una retahila ininteligible. Cuando el elfo intentó hablar otra vez, se había quedado mudo; se llevó las manos a la garganta como si pudiera sacar la voz a la fuerza—. ¡Habla! —ordenó Strahd a la muchacha.
Trina lloraba de rabia y de pena.
—¡He dicho que si no tuvieras tantas esclavas estúpidas no las perderías!
Con un bufido desdeñoso la soltó. Trina cayó de la silla y comenzó a convertirse en lobo al instante. Strahd echó una ojeada al tablero y se puso aún más severo.
—Trina, has estado jugueteando con mis piezas. ¡Te he prohibido que toques mis juegos! —Antes de que Strahd la castigara más, la muchacha terminó su transformación y salió apresuradamente de la estancia con el peludo rabo entre las patas—. ¡Ramera celosa! —exclamó el conde; la suficiencia le cambió la rabia en buen humor—. No puede soportar que me entretenga con otras cosas. Dentro de un momento volverá arrastrándose. Pienso conservarla mientras me interese; ansia poseer mis conocimientos de magia… y a mí. —Miró a Jander y lo liberó del encantamiento silencioso.
—¡Sabéis perfectamente cuánto aborrezco la magia, Strahd! —exclamó furioso—. ¿Es que no podéis respetarlo? ¡Tantas vidas perdidas, tantas atrocidades! Y… ¿para qué? ¡Es violar las leyes de la naturaleza! Y, sin embargo, no os proporciona paz espiritual, ¿verdad?
—Cuidado con lo que decís, amigo —le advirtió el conde en tono suave y amenazador—. Recordad que sois mi huésped y que vos mismo sois una violación de las leyes naturales. —El elfo se quedó inmóvil, como petrificado, pero Strahd no le prestó atención y se puso a colocar las piezas en el tablero—. ¿Empezamos otra partida?
Jander se precipitó fuera de la biblioteca en busca del refugio de los bosques. La brisa repleta de aromas estivales que soplaba desde el castillo lo acompañó durante todo el trayecto. Se internó en la espesura, sacó la flauta y comenzó a tocar una melodía frenética; los dedos bailaban mientras la furia se convertía en música.
«Una violación de las leyes naturales, eso es lo que soy —reflexionaba amargamente—. Pero también soy otras cosas que Strahd no comprenderá jamás». Se le ocurrió que podría publicar los crímenes del conde por toda la villa, pero la idea de la traición no encajaba fácilmente en sus esquemas. En Toril, un acto de traición le había costado todo: vida, felicidad e incluso el alma inmortal, tal vez. Los recuerdos de aquel suceso desplazaron toda la ira que sentía, y un profundo pesar se apoderó de él a medida que se adentraba en el pasado.
La hoguera chisporroteó cuando Jander añadió una brazada de ramas secas al centro rojo anaranjado del fuego. Las llamas saltaron y llenaron el aire de chispas flotantes. Un momento después, la fogata quedó reducida a un agradable resplandor.
El elfo no se sentía animado. Estaba muy cansado y aún le quedaban varias jornadas de viaje. A unos pocos metros de distancia, el caballo ramoneaba satisfecho y tendía de vez en cuando una oreja hacia su amo. Jander preparó una cama y comenzó a revolver en las alforjas en busca de algo con que acallar su escandaloso estómago, pero torció el gesto al ver el resultado de la búsqueda; los víveres se reducían a un pedazo de panceta de cerdo en salazón prácticamente incomestible y un poco de pan de viaje rancio. Royó el mendrugo con escaso entusiasmo mientras pensaba en que no quedaba más remedio que moverse y preparar una trampa para cazar un conejo.
Se animó un poco con la idea de que por fin regresaba a casa; doscientos años de vagabundeo por Faerun combatiendo el mal, trabando amistades, durmiendo en el frío y duro suelo eran más que suficiente para agotar a cualquiera. En todo momento había mantenido en alto la reputación de la familia Estrella Solar, y Bienhallada llamaba directamente a su corazón, para que regresara después de recorrer el mundo.
Bienhallada, Bienhallada, hogar del Pueblo
…
Solo en medio de la noche, sacó la flauta que él mismo había fabricado en Bienhallada, la única compañera fija durante los dos siglos de viajes aventureros. Desenvolvió el instrumento con cuidado, dejó a un lado las múltiples fundas que lo protegían y se lo llevó a los labios.
La misteriosa música, casi mágica, llenó el aire dulcemente, como el canto de un pájaro o el cautivador suspiro eterno de las olas. La yegua dejó de pacer para escuchar un momento. Gideon solía decirle que, cuando él tocaba, todos los animales del bosque interrumpían lo que estuvieran haciendo para escuchar. El elfo no sabía si sería cierto o no, pero estaba seguro de que aquella actividad actuaba como un bálsamo sobre su espíritu atormentado.
La pureza de las notas le envolvía el corazón incluso después de haber terminado.
—No hay nadie en Toril que toque como tú, viejo amigo —dijo una voz.
En un segundo, Jander desenvainó la espada y se puso en guardia.
—¿Quién está ahí? —preguntó amenazador, lleno de inquietud porque no había oído aproximarse al intruso.
En respuesta, una silueta se acercó al fuego; su corpulencia era más apropiada para un guerrero que para un sacerdote, pero el hombretón de poblada barba llevaba hábito clerical. Jander se quedó sin respiración, y por un instante la emoción lo dejó mudo.
—Gideon —susurró—, te dimos por muerto en Daggerdale.
—Y muerto estaría si no hubiera sido por el milagro de Ilmater. Me curé. Él vino y me libró de la enfermedad.
Jander había oído hablar del milagro de Ilmater. En algunas ocasiones, cuando un sacerdote devoto sufría un mal grave, el dios de los mártires se manifestaba y tomaba su lugar. Era un acontecimiento poco común, pero el elfo no conocía a nadie más merecedor de semejante merced. Enfundó la espada, la arrojó sobre el lecho y se acercó a su amigo a grandes pasos, con los brazos extendidos en señal de bienvenida. Gideon respondió de la misma forma, sonriendo ampliamente, y lo abrazó con fuerza.
—¡Oh! Gracias a los dioses, gracias… Las palabras de agradecimiento se tornaron en un grito estremecedor cuando Jander sintió dos punzadas ardientes que se le clavaban en el alma y en la carne. El agudo dolor descendió hasta sus entrañas, y tuvo la sensación de que lo despojaban del espíritu a través de los dos diminutos orificios en la yugular; notó vagamente las gotas de sangre que le resbalaban por el cuello y le manchaban la túnica.
Intentó deshacerse de Gideon pero estaba muy débil y sus manos empujaban desmayadamente la mole pectoral del clérigo. El banquete prosiguió sin tregua hasta que la conciencia del elfo se redujo a un minúsculo punto de luz tras las pestañas y desapareció por completo después.
Más tarde, volvió en sí. Se hallaba bajo una especie de manto fresco y húmedo, empapado del olor margoso de la tierra, que le aprisionaba el rostro. Trató de cambiar de postura y de quitarse la suciedad de la cara, pero la tierra lo cubría por completo. El pánico se apoderó de él y comenzó a debatirse frenéticamente apartando la tierra a arañazos y escarbando una salida de aquella fosa poca profunda.
Empujado por el miedo, se arrastró unos metros a toda prisa. La debilidad lo desmoronó y le impidió ponerse en pie dignamente; se limitó a yacer en el suelo contemplando la trinchera, una fea resquebrajadura en el fértil substrato forestal. Entonces rezó una oración por haber escapado por tan poco.
—Buenas noches, Jander —saludó una voz estridente—. Espero que hayas dormido bien. —Después sonó una risa nerviosa.
Se sentó y volvió la cabeza pesadamente. Un joven delgado emergió de entre las sombras de un árbol cercano. Estaba pálido y tenía el cabello abundante, rizado y cobrizo; un mechón le caía sobre la lechosa frente. Sus grandes ojos recordaban a los de un conejo, y se mordía el labio con impaciencia mientras estrujaba entre las manos un par de guantes de fina piel. El resto de la vestimenta, desde las botas de cuero a la camisa de lino, era igualmente delicada.
—¿Quién…? —comenzó Jander, pero su voz parecía un graznido. Se humedeció los resecos labios y empezó de nuevo—. ¿Quién eres? ¿Dónde está Gideon?
—Tu amigo pregunta por ti, clérigo —dijo el joven, tras lanzar otra breve carcajada, seca como un ladrido.
El sacerdote apareció entonces ante los ojos del elfo. Tenía un extraño brillo rojizo en los ojos y sonreía mostrando unos dientes blancos y afilados entre la barba salpicada de sangre. Con gran aversión se dio cuenta de que aquella sangre había salido de su propia garganta.
—Ahora eres de los nuestros, Jander —anunció Gideon con una voz que nada tenía que ver con el tono fuerte y triste que él recordaba. El timbre del clérigo convertido en vampiro poseía un matiz sarcástico que nunca había percibido.
Ahora eres de los nuestros
. Jander se llevó la mano a la garganta; estaba lisa, sin marcas, y cerró los ojos aliviado. Aún no se habían apoderado de él, de modo que si… —No, Jander Estrella Solar —decía el joven pelirrojo—. Eres un vampiro auténtico; búscate el pulso. Llevas muerto un día completo.
Lentamente, sin apartar los ojos de Gideon y el desconocido, acercó una mano a la otra y se palpó la muñeca, frunció el entrecejo y lo intentó otra vez. No tenía pulso.
Acostado en el suelo todavía, movió la cabeza para mirar mejor al extraño joven que lo observaba a él con admiración.
—Éste me gusta mucho, Gideon, mucho de verdad. Lo has hecho muy bien. Tráele algo de comer. Jander, me llamo Cassiar y a partir de ahora soy tu amo.
—No —musitó el elfo—. Gideon…, ¡éramos amigos!
—Cuando éramos mortales sí —se burló la endemoniada criatura. El gigante se acercó con un niño rubio en brazos—. Ahora soy el vampiro Gideon, y el pasado no me sirve para nada. Pertenezco a Cassiar y lo obedezco.
—Debes de tener mucha hambre, ¿no es así, Jander? —ronroneó Cassiar.
El vampiro élfico sintió apetito de pronto y comprendió que su cuerpo de muerto viviente recién estrenado ansiaba la sangre de la garganta del pequeño. La olía, y el aroma le provocó una curiosa sensación en el paladar; los colmillos crecieron en respuesta al estímulo aromático y un nuevo horror se apoderó de él.
—¡No! —gritó, cubriéndose el rostro con los brazos—. ¡No puedes obligarme a hacerle eso a una criatura!
Cassiar torció la boca en una mueca de fastidio.
—No tienes opinión en este asunto.
Me obedecerás
… ¡Y te ordeno que bebas!
En aquellos momentos, Jander era un vampiro demasiado joven y débil como para resistir el mandato de su amo. Asqueado, mordió torpemente la garganta del niño. Unas gotas de sangre le salpicaron el dorado rostro y, a pesar de que mentalmente sentía revulsión por el acto, su cuerpo chupó con avaricia.
Después miró a Cassiar lleno de odio. Tardaría casi un siglo en conseguirlo, pero finalmente daría muerte a tan perverso dominador, hecho que le permitiría forjar su propio futuro, aunque poco lo ayudó a liberar su alma de la maldición arrojada sobre él por la traición de un amigo.
Sasha se estremecía de horror mientras completaba el trabajo con la última víctima. Se concedió un reposo para calmarse, arrodillado sobre la hojarasca del bosque, pero, incluso después del breve respiro, tuvo que hacer dos intentos para arrancar la pesada estaca del pecho de la vampira, y gruesas gotas de sudor le bañaron la frente cuando llenó de ajos la hermosa boca. Seguía empecinado en hacer caso omiso de la presencia de
la Zorrilla
, que observaba en silencio su malestar.
Recogió el machete y se dispuso a separar la cabeza del tronco, pero le temblaba tanto el pulso que no lo consiguió.
—Yo me ocupo de ella —se ofreció Leisl con toda naturalidad.
Agradecido, le pasó el hacha y se quedó admirando con cuánta facilidad decapitaba la joven el cadáver. Era una auténtica profesional: ni vacilaciones ni lágrimas, y no era la primera vez que el clérigo se preguntaba si Leisl tendría corazón.
La vampira había comenzado su existencia de muerta viviente hacía tan sólo unas semanas. El olor de la sangre y la putrefacción le inundó la pituitaria, y se acercó al árbol más cercano a vomitar. Leisl lo pasó por alto discretamente y se concentró en el trabajo.
El sacerdote hacía lo posible por dejar de tiritar mientras se limpiaba la boca apoyado contra el tronco. Naturalmente tenía miedo; siempre lo tenía. Sólo un loco no sentiría un sano respeto por esas criaturas poderosas e inteligentes. Un loco o un niño inocente e impulsivo, como había sucedido aquella lejana noche en que, temerariamente, se había enfrentado a la oscuridad del exterior mientras perdía a su familia en el refugio de su propio hogar.
El miedo no lo preocupaba, pero la repentina debilidad sí. De pronto captó, por el rabillo del ojo, una forma blanca y flotante. Se puso alerta al momento; la adrenalina le corría por todo el cuerpo. ¿Otro vampiro? Divisó la sombra otra vez y la reconoció enseguida.
—¡Katya
! —gritó, y el eco violó bruscamente el silencio espeso y envolvente del bosque estival. Sin pensarlo dos veces, se lanzó tras ella a la carrera.