Escogió el nuevo y lo ojeó sin objeto. Estaba escrito en el curioso código de Strahd, que Jander había aprendido a descifrar a lo largo de las últimas décadas. Lo dejó en su sitio sin preocuparse de mirar el otro volumen.
Junto a los tomos descubrió un portarretratos tapado con un paño blanco parecido al de la mesa. Frunció el entrecejo; ¿por qué estaría oculto? Con un movimiento rápido, retiró el velo.
Contempló horrorizado la pareja representada; era un hombre y una mujer posando felizmente con traje nupcial, pero el rostro del hombre aparecía destrozado con una navaja. Sin embargo, no fue ese acto salvaje lo que lo dejó anonadado, sino el rostro de la mujer que enlazaba el brazo de su compañero.
Era Anna, y no podía ser otra.
Sonreía radiante al joven sin cara con una expresión de júbilo puro, y sus ojos resplandecían de amor. Llevaba un espléndido vestido blanco, un ramo de flores y un largo velo sobre las ondas rojizas. Su boda se había celebrado en aquella habitación.
Se quedó estudiando el retrato varios minutos, tratando de encontrar el sentido de aquella sinrazón. Al rato, bajó la vista hasta los nombres de la pareja: «Sergei von Zarovich y Tatyana Federovna el día de su boda. 351».
El elfo retrocedió despavorido. La cabeza le daba vueltas al intentar comprender lo sucedido. No era Anna, sino una mujer llamada Tatyana. ¿Sería su hermana?, ¿una hermana gemela, tal vez?
Sus ojos recayeron sobre los libros. Pensando que quizá dijeran algo sobre Tatyana, tomó el nuevo y lo abrió por la página del título: «Anales de Strahd». A pesar de la agitación que lo desbordaba, lanzó un bufido burlón. Sólo Strahd sería capaz de semejante ostentación. Se sentó junto al relicario de Tatyana con el tomo sobre las piernas y comenzó a leer con temor y ansiedad.
Yo soy El Antiguo, yo soy La Tierra. Mis principios se pierden en las tinieblas del pasado. Fui guerrero, bueno y justiciero. Asolé reinos como la ira de un dios justo, pero los años de guerra y los años de matanza desgastaron mi alma como el viento desgasta las piedras hasta reducirlas a granos de arena…
Frunció el entrecejo. No se trataba de una crónica del pasado sino de pura propaganda del conde a favor de sí mismo; la historia recogida según sus propios deseos… y plagada de falsedades como si fuera un cuento, igual que el relato que le había contado a él años atrás sobre la forma en que Barovia había entrado en las nieblas. Una historia violenta, y alterada de una mujer, un rival y…
Con los ojos desorbitados, volvió a mirar el retrato. ¿Sería ese joven esplendoroso el rival de Strahd, el que había «encantado» a Tatyana y se la había «robado» al conde? Falso, todo era mentira; estaba seguro, aunque no sabía por qué. Era imposible concebir una pareja más enamorada que la de la pintura, imposible tildarlos de dominador y esclava.
Asqueado, dejó el libro a un lado y alcanzó el otro. Consciente de la fragilidad del papel, lo abrió con toda precaución. Las páginas estaban amarillas y peligraban a cada roce; la letra apenas se entendía y el código utilizado dificultaba aún más la lectura rápida. De todas formas, se distinguía lo suficiente como para saber que se trataba de un diario comenzado en el 347 del calendario baroviano, hacía unos ciento cincuenta años. Es decir, antes de que Strahd se convirtiera en vampiro.
Jander empezó a temblar. Cerró el documento y se encaminó a la biblioteca. Aún faltaban varias horas para la puesta del sol y nadie lo molestaría. Dejó la antorcha en su sitio, se arrellanó en un sillón mullido y comenzó la lectura.
Duodécima luna, 347
. Después de tanto tiempo, ha terminado la guerra. Las huestes enemigas han sido diezmadas, destruidas o expulsadas. He encontrado un valle, que se extiende ante las ruinas del castillo del señor guerrero. He tomado ambos…
Sexta luna, 348
. La paz me roe el alma; no me gusta. Yo tampoco gusto a los habitantes de Barovia, pero no me importa…
Tercera luna, 349
. Los trabajos en el castillo continúan. Lo llamaré Ravenloft en honor a mi madre. Lentamente va convirtiéndose en un hogar digno de los Von Zarovich…
Undécima luna, 349
. Los preparativos han concluido, y llamaré a mi familia para que transforme esta fría fortaleza en un hogar.
Cuarta luna, 350
. Ya están aquí y Sergei, mi hermano menor a quien no conocía, ha venido con ellos. ¡Cuan joven es, en cuerpo y espíritu! Si no hubiera estado a punto de vencerme en el combate esta mañana, habría dicho que era un soldado novato, pero, honestamente, posee una habilidad asombrosa.
Nos hemos hecho amigos inseparables y hermanos de sangre como soldados. Se adapta muy bien a la nueva era de paz, mientras que yo, con el frío de la guerra en los huesos y el sabor de los combates todavía en el paladar, jamás lo conseguiré. ¡Qué no daría por ser como él ahora, joven y despreocupado, atractivo y cautivador de mujeres! ¡Qué ironía que esté destinado al sacerdocio por ser el menor!
Debo de estar envejeciendo… La noche fría busca en vano el alba. Jamás había deseado formar una familia, pero, ahora que Sergei ha venido, me imagino a mí mismo con una esposa al lado y un vástago en las rodillas…
Sexta luna, 350
. El Gran Sumo Sacerdote Kir ha muerto repentinamente, y Sergei ha querido declarar un día de luto nacional. Ahora debe asumir él la dignidad de Gran Sumo Sacerdote, un honor que cohibe al muchacho en gran medida. No se le permite vestir las ropas talares porque aún no ha sido ordenado, pero el clero le ha concedido permiso para adornarse con el colgante sacerdotal, una bonita chuchería a la que Sergei atribuye un gran valor emocional, tal vez demasiado.
Corría el año 350 del calendario baroviano. El conde Strahd von Zarovich contemplaba el río Ivlis, que serpenteaba entre las montañas y el bosque de Svalich, con la conciencia de ser el amo absoluto e incuestionable de todo cuanto se extendía ante sus ojos.
Sin embargo, esa seguridad no le causaba satisfacción; pocas cosas lo alegraban en esos días.
Hacía unos pocos años, un atemorizado burgomaestre de una de las aldeas había promovido un movimiento para declarar el cumpleaños del conde día de fiesta nacional. El burgomaestre pretendía suavizar el enojo de Strahd a causa de los miserables impuestos que había pagado el pueblo; no obstante, había escogido una táctica escasamente adecuada porque Strahd jamás celebraba su cumpleaños. En una ocasión lo había llamado, en son de broma, «cumplemuerte» y ya nadie lo contradecía. La juventud se le había escapado, la había despilfarrado entre luchas y genocidios.
El desafortunado alcalde apareció muerto, con la cabeza separada limpiamente del tronco por un certero golpe de espada, y el tema del cumpleaños del conde jamás volvió a discutirse.
Aquel día, Strahd volvió a la biblioteca y retomó el diario que había comenzado al conquistar el reino.
¡Odio a los barovianos! No saben cuándo dejar las cosas en paz
. Hizo una pausa y después garabateó: ¿
Es que Sergei ha adquirido también esa característica
?
Ha tomado la desconcertante costumbre de aventurarse en la aldea para, según dice él, «procurar el bien de estas gentes». Allí lo tratan como a una especie de joven divinidad, lanzan flores al paso de su montura y lo ensordecen con sus vivas y aclamaciones. Nada bueno le reportarán todas esas demostraciones porque su lugar está por encima del populacho, aquí, en el castillo de Ravenloft, como un Von Zarovich, adecuado a su rango. No debería revolcarse en el polvo de los aldeanos.
De pronto llamaron a la puerta del estudio. —Adelante —dijo, ausente.
Era Sergei, encendido su bello rostro y despeinados los oscuros bucles.
—¡Oh, Strahd! ¡Tengo que contarte lo que ha sucedido hoy!
—¿De verdad? —replicó su hermano mientras dejaba el libro a un lado de mala gana—. ¿Qué has podido encontrar en esa lúgubre aldea capaz de interesar a un Von Zarovich?
Strahd frunció el entrecejo cuando Sergei acercó una silla. Siempre le había parecido que el entusiasmo y la franqueza de su hermano menor no eran propios de los amos de la tierra, y, en esos momentos, el joven parecía un cachorro retozón. Realmente debía de haber sucedido algo portentoso.
—He conocido a una muchacha. Strahd se mantuvo a la espera, pero, al parecer, el anuncio había concluido. Con un deje de fastidio retomó el diario.
—¡Cielos, Sergei! ¿Es que piensas ponerte a dar saltos cada vez que «rescates» a una de esas meretrices del pueblo…?
—¡Si no fueras mi hermano te mataría por esas palabras! —Sergei se había levantado lleno de cólera—. La he conocido en el pueblo mientras llevaba a cabo mi misión; ayuda a los demás y… ¡Oh! No la conoces, pero pronto la traeré al castillo y la verás con tus propios ojos.
—¡No mancharás esta casa con rameras!
—¡Y tú no hables así de Tatyana!
—¡Caramba! ¡Hasta tiene nombre la furcia!
Con un gran esfuerzo, Sergei dominó la rabia, volvió a sentarse y comenzó a hablar en tono suave.
—¡Hermano! Sabes muy bien el amor que te profeso; te ruego que no te refieras a Tatyana en esos términos ni de ninguna otra forma excepto con toda educación. Ciertamente es de baja cuna, pero encarna a la perfección misma. Jamás he visto un alma tan resplandeciente, y te aseguro, Strahd, que la haré mía. Deseo casarme con ella.
—Ni hablar. En primer lugar, no posee el rango adecuado y, en segundo lugar —tomó entre las manos el amuleto sacerdotal de su hermano—, te debes a otro compromiso, ¿recuerdas?
—Sabes que padre y madre no tenían especial empeño en que siguiera mi vocación. La costumbre de que el menor tome órdenes sacerdotales no es más que eso: una costumbre tradicional. ¡No una ley!
—Parecías apto para ello.
—Sí —admitió—, y aún lo soy. Pero, si mi destino fuera continuar por ese camino, los dioses no permitirían que amase a Tatyana de esta forma. Cuando la conozcas, también la amarás y, por otra parte, ¿qué importancia tiene que me case o no? El heredero eres tú, y después Sturm. Ya ves… —concluyó con una radiante sonrisa—, ser el menor tiene ciertas ventajas.
—Sergei —la paciencia de Strahd comenzaba a rozar el límite—, cásate con quien quieras. No me importa. Si has encontrado una granuja rechoncha en la aldea y la limpias lo suficiente como para que los criados no pongan objeciones, por mí puedes casarte mañana mismo. Ahora déjame; tengo mucho que hacer.
Sergei escrutó el rostro de su hermano con sus claros ojos.
—Sé que entre nosotros median muchos años de diferencia y que me crees extremadamente joven e inmaduro. Yo siempre te he admirado, hermano, pero no he llegado a comprender la razón de tanta amargura cuando has ganado tanto y tienes tantas cosas a tu favor.
—Sergei…
—¡Maldita sea, Strahd! Nadie sabe mejor que yo cuánto has hecho por todos nosotros. ¡Has terminado con una guerra que llevaba años asolándonos! ¡Has comprado la paz para nosotros! Has cumplido tu misión de un modo magnífico. Yo, en cambio, no puedo aducir méritos semejantes. No ganaré ninguna guerra; sólo puedo vivir y comportarme como creo más justo en estos tiempos tranquilos. —Se levantó—. Lamento que tu juventud haya perecido sepultada en el campo de batalla, pero yo no tengo la culpa.
Strahd se quedó mirándolo mientras se alejaba. En algunas ocasiones, Sergei lo exasperaba por completo, pero en otras lo admiraba más que a cualquier otro hombre. Era la última flor, y la más radiante, de la rama Von Zarovich. Había proporcionado amor y alegría a sus padres mientras él permanecía alejado en la guerra y Sturm se ausentaba del círculo familiar en pos de sus intereses. El menor había llegado a la juventud sin conocer a su hermano mayor y, cuando éste se estableció en Barovia y llamó a la familia, ambos se encontraron por primera vez.
El amor fraternal surgió a primera vista. Sergei adoraba abiertamente a Strahd, el galante héroe, y Strahd no podía evitar corresponderle. Además, Sergei reunía cualidades admirables: inteligencia, buen humor y gran compañerismo en los juegos de lucha. El viejo guerrero quería a su hermano en la medida de sus posibilidades.
El castillo de Ravenloft no era el paraíso. Strahd deseaba recuperar la juventud. No sólo amaba a Sergei; quería
ser
él, tener veintisiete años y toda la vida por delante como la mesa de un banquete, para saborearla y disfrutar de todos los platos hasta la saciedad. Había vertido sus años jóvenes en la tierra para aplacar a los dioses de la guerra y ahora, a los cuarenta y cinco años de edad, guardaba pocos tesoros para reconfortarse. No tenía ni familia ni amigos íntimos, y todo el bien que había creído estar llevando a cabo en el pasado se había doblegado a las conveniencias. Ninguna de las leyes proclamadas había cambiado el mundo, y ninguno de los territorios anexionados le había proporcionado vida nueva. Sergei aprendería la lección si se encadenaba a la hija de un hortelano cualquiera, pensaba amargamente.
Tomó la pluma y escribió en enérgicos caracteres gruesos:
A pesar del cariño que media entre nosotros, Sergei me enfurece en ciertas ocasiones
.
Cinco días más tarde, cuando la prometida de Sergei descendió del carruaje y miró a su alrededor con ojos tímidos, Strahd sintió una aguda desesperación.
La joven era bellísima, la perfección encarnada, tal como le había dicho su hermano, alta y con abundante cabello castaño cobrizo que le caía en grandes ondas sobre la espalda. Sus sencillos atavíos se le pegaban a los generosos pechos y al estrecho talle, y tenía la piel bronceada por el sol. Sergei le sujetaba la mano con firmeza, radiante de orgullo y amor, y, cuando Tatyana levantó los ojos hacia su futuro esposo, sus pupilas irradiaban devoción. Aquella noche, Strahd logró soportar las presentaciones, e incluso la prolongada y ceremoniosa cena, pero aquella encantadora joya del valle le había hecho perder el corazón.