El vampiro de las nieblas (44 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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—No tengo miedo —contestó el sacerdote con tono tranquilo—. ¿Dónde duermen las vampiras?

—En todas partes —repuso Jander, casi riéndose—; en cada ataúd hay una esclava de Strahd. —Sasha no pudo evitar un estremecimiento y cerró los ojos—. Somos tres y todavía es de día —le recordó el elfo mientras pasaban a la primera cripta.

—¡Mirad! —exclamó Leisl ligeramente asqueada, con los ojos de color avellana clavados en el oscuro techo.

Sasha siguió su mirada y hasta él tuvo que tragar saliva; la bóveda de aquel lugar oscuro y húmedo estaba cubierta de cientos de murciélagos, tal vez miles, y, aunque sabía que eran inofensivos, sintió pánico al verlos agitarse y revolverse.

—Deberíamos empezar —sugirió Jander.

Mientras Sasha y Leisl preparaban las herramientas, el vampiro se acercó a la primera tumba; con un leve esfuerzo levantó la enorme losa y se asomó al interior. Un esqueleto envuelto en jirones de tela dormía su sueño eterno sin ser molestado por nadie. Con los músculos endurecidos por la tensión creciente, se dirigió al segundo sepulcro.

Unos pocos siglos antes, el inocente y joven elfo Jander no habría podido imaginarse que una cosa tan horrible como la muerte se convertiría en rutina. «Las cosas cambian», se decía morbosamente mientras sujetaba el cuerpo de la vampira para que Sasha clavara la estaca en el pecho, Hasta el momento habían consumado el «asesinato» veinte veces; veinte bellas criaturas devastadoras y perversas cuyos labios se habían teñido con los borbotones de sangre que manaban desde el corazón. Mientras trabajaban, Jander se acordó de Daggerdale y por un momento volvió a ser mortal; notó el sabor bilioso en la garganta, igual que cuando perseguía y destruía a aquellos seres malditos junto a Gideon de la misma forma que ahora con Sasha.

La muerte no debería convertirse en algo habitual, ni siquiera la de un vampiro.

Repartieron la tarea entre los tres: el elfo, más fuerte que la enjuta ladrona y el sacerdote medio gitano, levantaba las lápidas de los panteones y sujetaba a las víctimas para que Sasha les atravesara el corazón con afiladas estacas, y, mientras ellos pasaban a la cripta siguiente, Leisl se encargaba de la última parte, más desagradable pero menos arriesgada, consistente en cortar las cabezas y llenarles la boca de ajos.

—Voy a tardar años en quitarme este olor de las manos —musitó Leisl en voz baja mientras atiborraba de ajos la boca de la vampira que acababa de decapitar. La concentración en el trabajo, a pesar de ser éste tan macabro, paliaba su turbación, aunque no completamente; no podía evitar la sensación de que los vigilaban, y de vez en cuando miraba alrededor recelosamente—. ¡Qué asustadiza estás, muchacha! —se dijo a sí misma—. Eso es malo para tu profesión; haz el favor de calmarte.

Terminó la tarea y fue a reunirse con sus compañeros, que ya habían llegado al último ataúd. Al acercarse, la infernal criatura murió con una fuerte sacudida; su rostro palideció y cobró compostura mientras su alma volaba hacia la paz. Sasha y Jander se apartaron, y Leisl completó la repugnante obra con unos pocos hachazos certeros y rápidos.

El vampiro miró al clérigo, que respiraba con dificultad y tenía la camisa empapada de sudor; una gota roja le resbalaba por la mejilla como si fuera una lágrima sangrienta. Jander, sin pararse a pensarlo, se acercó a limpiársela, y Sasha dio un brinco hacia atrás, aunque enseguida se quedó aturdido.

—Perdona. Es que me has asustado.

El elfo asintió como si le creyera, pero comprendió la verdad y se resignó abatido; Sasha aún no confiaba en él plenamente. No podía reprochárselo pero lo entristecía. Echó una ojeada alrededor; los fantasmales contornos de los ataúdes de piedra parecían monstruos soñolientos que la luz de las antorchas dotaba de movimiento. Otras personas menos valientes que Sasha y Leisl ya habrían enloquecido en aquella atmósfera fantástica.

—Hemos hecho un gran trabajo aquí —dijo Jander—; hemos eliminado a casi todos nuestros enemigos. Ahora tenemos que encontrar el féretro de Strahd y santificarlo para que no tenga dónde refugiarse.

Sasha asintió despacio, agotado por el esfuerzo, y flexionó las manos, agarrotadas de sujetar martillo y estacas. Si hubiera sido posible, el vampiro habría propuesto hacer un descanso, pero en esos momentos el tiempo era su mayor enemigo, más encarnizado aún que el señor de Ravenloft.

Jander no sabía con seguridad dónde se encontraba el ataúd de Strahd, pero se lo imaginaba fácilmente. Entre los tres habían escrutado cada una de las doce criptas del área principal de las catacumbas; quedaban unos pocos nichos a los lados, preparados sin duda para los miembros más allegados a la familia del conde.

En primer lugar, visitaron la de los padres de Strahd, la atractiva pareja formada por Barov y Ravenovia, de quien el castillo tomaba su nombre. Unos escalones conducían a la reducida y tranquila cámara donde los dos sarcófagos reposaban perfectamente sellados e inviolados. Jander siguió adelante sin interrumpir el descanso de los nobles, fallecidos antes del pacto de su primogénito con la entidad oscura, seguro de que disfrutaban de una muerte verdadera.

El segundo nicho llevaba los nombres de Sturm y Gisella von Zarovich; Jander recordó el nombre del segundo hijo de la familia. El sepulcro estaba completamente vacío, al igual que los ataúdes. Al parecer, Sturm había tenido la fortuna de vivir su prosaica vida lejos del castillo de Ravenloft y su diabólico habitante.

La tercera estancia mortuoria estaba vacía también, aunque se habían realizado en ella algunos preparativos; un sarcófago abierto y vacío estaba claramente marcado con el nombre de Sergei von Zarovich. Jander sacudió tristemente la cabeza. Tras asesinar brutalmente a su hermano, Strahd ni siquiera se había preocupado de sepultar el cadáver dignamente; sin duda había dejado que el infortunado joven se pudriera donde había caído muerto, mientras él llevaba adelante sus malévolos deseos.

Al ver el segundo sarcófago, tuvo que cerrar los ojos a causa del dolor. Si el tiempo hubiera seguido su curso natural, el féretro habría llevado una placa con el nombre de Tatyana Federovna von Zarovich.

Anna jamás descansaría allí; su cuerpo había sido reducido a cenizas, carbonizado en el manicomio y esparcido a los vientos, mientras que Tatyana estaba condenada a regresar a Barovia una y otra vez… Un suave toque en el brazo lo devolvió al presente. Sasha lo miraba con preocupación.

—Aquí no tenemos nada que hacer —dijo Jander con la voz empañada.

La última cámara tenía que ser la de Strahd. Al igual que en la tumba de Barov y Ravenovia, unos escalones conducían a un espacio de unos quince metros de largo. Desde la entrada se veía el ataúd del conde, y al parecer no había obstáculos que les impidieran la entrada.

—Vayamos con precaución —dijo el elfo a Sasha en voz baja—; parece demasiado fácil.

Despacio, con sumo cuidado, Jander comenzó a descender hacia la cripta de Strahd von Zarovich.

VEINTISÉIS

Un silbido penetrante llenó el aire, y varias flechas surgieron desde los arcos escondidos en la pared y se clavaron en el cuerpo de Jander. En décimas de segundo, Leisl se aplastó contra el muro, puñales en mano, mientras Sasha empuñaba su medallón sagrado.

—Jander! —exclamó el sacerdote.

Una docena de dardos sobresalían del pecho y brazos del vampiro como alfileres de un acerico. Jander, imperturbable, los arrancó uno a uno; no tenía heridas.

—No es nada —aseguró—. Como os dije antes, estar muerto tiene ciertas ventajas.

Leisl sacudió la cabeza y sonrió levemente. Cuando Jander terminó de arrancarse las saetas, siguió bajando solo, pero no encontró más trampas y llegó hasta el final. Su visión infrarroja detectó varios focos de calor en las esquinas y, antes de poder advertir a Sasha y a Leisl que no siguieran adelante, los lobos salieron a la tenue luz de la antorcha del intruso.

Al menos doce enormes bestias se aproximaban lenta y terroríficamente con el pelo del cuello erizado y las orejas aplastadas contra el cráneo. Un grave aullido resonó en cada rincón, y Sasha y Leisl percibieron el destello de dientes blancos y ojos rojos llenos de odio. El fétido olor de pelo almizcleño llenó el espacio.

—¡Oh, dioses! —susurró Leisl, agarrotadas las entrañas por una mano helada. Los cantores grises de la noche. Sin pensarlo dos veces, se acercó a Sasha.

Jander se maldijo a sí mismo. Había perdido el control de las bestias; obedecían sólo a Strahd desde hacía tiempo, pero de todas formas intentaría ganárselas antes de atacar con la espada.
Tranquilos, amigos míos. No deseamos haceros daño. No pretendemos heriros
…, les dijo mentalmente.

Los lobos cerraron el cerco en torno a la presa con las patas en tensión, y Jander se llevó la mano enguantada a la espada.
No, dejadnos en paz. ¡Las órdenes de vuestro amo no se referían a nosotros
!

Una de las bestias se detuvo, movió las orejas e inclinó la cabeza a un lado; el elfo mantenía la tensión con la esperanza desesperada de que su voluntad fuera superior al poder de Strahd sobre los lobos. Otro animal pareció vacilar y se sentó gimiendo.
Marchaos. Habéis vigilado bien y ya es hora de irse

Otros dos más se relajaron y así, uno a uno, todos dejaron de amenazar a los entrometidos. La primera hembra se lanzó de pronto escaleras arriba, y los demás la siguieron hasta que todos los puestos de centinela quedaron vacíos.

El vampiro cerró los ojos, aliviado. Sasha y Leisl miraban fijamente, mudos de asombro.

—Así fue como salvé a tu padre en una ocasión. —Sasha sonrió al recordar la historia que su madre le contaba—. Esto me anima mucho —prosiguió—, porque pensaba que Strahd los tenía dominados por completo, y, si he conseguido que me obedecieran, significa que el conde no es tan poderoso como pretende hacerme creer.

Leisl respiró profundamente, se estremeció y se obligó a relajar la tensión de los hombros.

Cuando llegaron al féretro cerrado, Jander esperaba con toda seguridad un segundo ataque de alguna clase, pero no sucedió nada; Sasha comenzó a preparar el instrumental para seguir con el trabajo: el medallón sagrado, la ampolla de agua bendita y unas hierbas también benditas.

—¿Crees que estará aquí? —susurró Leisl, pero Jander negó con la cabeza.

—No. —Abrió la tapa con cuidado y miró dentro; se había equivocado.

Strahd yacía sobre una tela de satén, con los ojos cerrados y el delgado rostro pálido como la cera; tenía las manos cruzadas sobre el pecho, en perfecta compostura. El señor de Ravenloft parecía, y estaba, muerto.

—Gracias al Señor de la Mañana que aún es de día —murmuró el clérigo.

Jander asintió mientras separaba los brazos del conde hacia los lados para que Sasha colocara la afilada estaca sobre el corazón. El sacerdote apuntó el madero, murmuró una breve plegaria y levantó el martillo.

«Ya te tenemos, mal nacido», pensó Jander en un arrebato repentino de odio satisfecho.

Unas manos blancas apresaron a Sasha por la garganta, y el conde se sentó en el ataúd con un alarido bestial. El sacerdote dejó caer las herramientas para arañar con los dedos las zarpas que lo ahogaban; intentó alejarse pero sólo consiguió caer al suelo arrastrando a Strahd consigo. Jander saltó sobre el vampiro con un grito y descargó un violento puñetazo en la mano opresora, lo que permitió a Sasha soltarse y rodar por el suelo tosiendo y jadeando.

El elfo se abatió sobre Strahd con todas sus fuerzas y lo inmovilizó; el conde le clavó una mirada roja y cerró los afilados dientes a unos milímetros del rostro del atacante, mientras que Leisl, sin necesidad de instrucciones, procedía a hundir la estaca en el negro corazón del no-muerto con tanta energía como pudo. El madero llegó a su destino y el conde lanzó un aullido agónico, pero Leisl volvió a golpear y la estaca penetró más aún, hasta empapar la blanca camisa de Strahd, quien expiró tras un último estremecimiento.

Jander se permitió entonces derrumbarse sobre el cuerpo del enemigo. Todo había terminado muy deprisa. En cierto modo, había esperado que el astuto señor de Ravenloft opusiera una resistencia más efectiva y, para su propia sorpresa, sintió que no estaba satisfecho del todo.

Notó que le rozaban el hombro suavemente.

—Jander —lo llamó Leisl en voz baja—, valdría la pena que echaras un vistazo aquí.

Con gesto de cansancio, el elfo levantó la cabeza hacia Leisl, que aún se estremecía a causa del esfuerzo recién realizado mientras señalaba el cuerpo del conde. Jander se incorporó un poco más para mirarlo: una atractiva vampira yacía en el suelo con el corazón atravesado.

—Maldito seas, Strahd —susurró Jander; cerró los ojos y se alejó del cadáver—. Tendría que haberlo imaginado.

—¿Es un truco? —preguntó Sasha con un golpe de tos, al tiempo que se acariciaba la garganta. Jander asintió, deprimido.

Sasha respetó el silencio de su compañero y procedió a purificar el ataúd, en tanto Leisl se preparaba para decapitar el cadáver.

El sacerdote ungió el forro del féretro con los santos óleos mientras musitaba una plegaria y después roció abundantemente el exterior con agua bendita. Con un suspiro, se volvió de nuevo hacia Jander.

—Ya está; y ahora ¿qué hacemos?

El vampiro élfico se sacudió el aturdimiento.

—Empecemos a buscar el fragmento de sol.

Las siguientes horas resultaron infructuosas y tensas, las más desdichadas que hubiera pasado nunca cualquiera de ellos. Jander había confiado en que Sasha localizaría el Santo Símbolo mágicamente, pero el esfuerzo no dio resultados, y tuvo que informar a sus compañeros que la única forma de encontrarlo sería registrando el castillo.

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