—¡Aguarda, Sasha! —exclamó Leisl.
Con un juramento, la joven tomó las herramientas entre sus ensangrentadas manos y echó a correr. Lo alcanzó con facilidad, porque Katya, o lo que fuera, había desaparecido. El clérigo respiraba apenas y un pánico atroz se reflejaba en su rostro; miró a Leisl transido de dolor.
—¡Katya
! —repitió, como si la sola palabra explicara todo.
Leisl sintió que se le encogía el corazón. Ya sabía adonde se dirigían los rápidos pasos de Sasha y, cuando llegaron a la aldea, ambos jadeaban de agotamiento. Sasha aporreó brutalmente la puerta de la pequeña cabaña de Katya.
—¡Katya! Soy yo, querida. ¡Abre, por favor!
Siguió un prolongado silencio. El rostro del joven traslucía su angustia mientras escarbaba nerviosamente con el pulgar en una astilla de la jamba de la puerta. Por fin, se abrió un resquicio y Katya asomó temerosa; apretaba en la mano el símbolo sagrado que llevaba colgado.
—¿Sasha? ¡Oh, Sasha!
Con un sollozo, se abrazó a él, y el clérigo la sujetó junto a sí.
—Mi amor, ¿estás bien? ¿Qué te pasa? Me pareció verte… —se detuvo justo a tiempo— ahí fuera.
—¡Oh, Sasha! Sí, es posible, y por eso estoy tan asustada. —Lo miró con enormes ojos castaños llenos de lágrimas—. Soy… sonámbula —confesó en un susurro. Sasha se quedó helado; el sonambulismo en Barovia era una verdadera invitación a la desgracia, y el sacerdote sabía mejor que nadie lo peligroso que podía resultar. Asustado de pronto, le apartó el espeso cabello del cuello temiendo encontrar los diminutos pinchazos reveladores, pero respiró gratamente aliviado al comprobar que no había nada—. Tengo sueños horribles —prosiguió—, con sangre, y me acechan desde las sombras. Entonces me despierto y no sé donde estoy… —Comenzó a llorar y escondió el rostro en el pecho de Sasha—. Y quisiera que… Ya sé que no está bien pero… Me gustaría que me acompañaras mientras duermo, sólo por saber que no me quedo sola.
—¡Eh, vosotros dos! Hace frío aquí fuera y me gustaría dormir un rato —interrumpió Leisl en tono seco.
Sasha se sobresaltó; la preocupación por el malestar de Katya le había hecho olvidar a la otra muchacha.
—Sí, claro —repuso Katya, alejándose del clérigo, avergonzada—. Perdona, Leisl; ya me encuentro mejor.
Sin embargo, ninguno de los visitantes se dejó engañar; los ojos de Katya seguían desorbitados, y el labio inferior le temblaba.
—Toma —dijo Sasha al tiempo que se quitaba el medallón de Lathander y se lo entregaba a Leisl—. Vuelve a la iglesia. Ya nos veremos por la mañana. No quiero dejarla sola esta noche.
Una leve exclamación de agradecimiento escapó de los labios de Katya, y la joven le apretó con fuerza la mano.
—Bien —asintió Leisl—. Quedamos allí.
Miró a Katya dispuesta a decirle algo, pero calló; en esos momentos, un mutis rápido era preferible a un comentario mordaz. Si se hubiera quedado un minuto más, habrían visto las lágrimas que empezaban a empañarle los ojos. No podía odiar a Katya porque era sumamente dulce, pero estaba terriblemente celosa. Leisl tragó con determinación mientras el llanto se desbordaba por sus mejillas.
Sasha la vio alejarse preocupado;
la Zorrilla
siempre lo dejaba perplejo. ¿Qué demonios le pasaba ahora? Enseguida volvió la atención a Katya.
—No habrá más pesadillas esta noche, querida. Te lo prometo —bromeó; le besó la mejilla. La cabaña era pequeña pero práctica, de un piso, con dos habitaciones y sencillamente amueblada. Sasha repasó con cuidado la falleba de las dos ventanas y la cerradura de la puerta—. Mañana al alba, cuando el poder de Lathander alcance su punto máximo, colocaré guardianes en la puerta, pero ahora vamos a llevarte a la cama otra vez.
Katya regresó al lecho sumisamente y se tapó hasta la barbilla; se quedó mirándolo con enormes ojos soñolientos mientras Sasha acercaba una silla.
—Gracias por quedarte —musitó en un bostezo.
—Es un placer; ahora, a dormir.
El sacerdote pretendía hacer guardia hasta el amanecer, pero debía de estar mucho más cansado de lo que pensaba porque, un rato después, se despertó de repente. Katya se convulsionaba en la cama y se arañaba la garganta. «¡No, no!», gritaba con los párpados muy apretados.
Sasha se acercó al momento y le sujetó los brazos a los lados con desesperación para que dejara de hacerse daño. La joven se despertó con el pánico pintado en el rostro.
—¡Sasha!
—Estabas soñando, nada más. —La abrazó tiernamente para apaciguar el temblor.
—Sasha —repitió, con un tono de voz diferente. El clérigo torció la cabeza para mirarla. Los ojos se le habían oscurecido, y tenía los labios muy encarnados—. Sasha.
Sin poder contenerse, la besó, y todas sus buenas intenciones quedaron relegadas al olvido, barridas por la belleza y la inesperada pasión que le despejaba la cabeza de pensamientos sombríos.
Jander se enderezó y se desperezó, satisfecho por los resultados conseguidos hasta el momento; releyó entonces la leyenda inscrita al pie del fresco: EL REY GOBLIN HUYE ANTE EL PODER DEL SAN_O S_M_O_O DEL L__A_E D__CU_R_O. Casi había terminado, y tenía que admitir que le intrigaba el resto del mensaje. Oyó un portazo y el rumor de pasos acelerados.
—¿Jander? ¡Jander! ¿Dónde estáis?
—Junto al fresco, Trina —repuso.
La mujer loba llegó apresuradamente con los ojos iluminados de alegría infantil y abrazada a un libro enorme.
—¡Mirad lo que me ha dejado Strahd para estudiar mientras está ausente! —Se lo mostró; era un tomo de encantamientos.
—Es maravilloso, Trina —dijo, disimulando su aversión.
—Aquí hay toda clase de fórmulas, escuchad: «Para sanar heridas graves»; «Para descubrir lo oculto por la magia»; «Para abrir puertas cerradas mágicamente»…
Jander no escuchaba. «Para hacer desaparecer a mujeres lobo parlanchínas», pensó con una leve sonrisa.
—¿Para qué era la última? —inquirió de pronto, procurando mantener un tono neutral.
—Hmmm… Aquí está. «Fórmula para abrir puertas cerradas mágicamente».
—Ésa es muy difícil, tengo entendido. Vale más que no lo intentes todavía.
Tal como esperaba, Trina, quien se hallaba sentada en la escalera con el libro abierto sobre el regazo, frunció el entrecejo.
—Si está aquí puedo hacerlo. Vos no apreciáis la magia y no comprendéis cuánto me ha enseñado Strahd en estos últimos meses.
—De todas formas, dudo que estés preparada para ese hechizo en concreto —insistió.
—Mostradme una puerta que esté mágicamente cerrada y la abriré —alardeó ella.
—No se me ocurre ninguna —replicó el elfo en actitud reflexiva—. No creo que… Un momento; sí, hay una sellada por un encantamiento.
Subieron a la biblioteca de inmediato. Jander estaba nervioso y expectante, pues hacía ya tiempo que deseaba entrar en el misterioso cuarto de Strahd. La búsqueda de pistas sobre Anna en las demás partes del castillo había concluido en un callejón sin salida, y sabía positivamente que allí había libros, y tal vez alguna cosa más que le revelara algo sobre su amada.
Subieron la escalera de caracol, y Jander indicó la puerta precisa.
—Creo que es ésa. Inténtalo.
Trina dejó el libro abierto sobre la mesa encerada del centro y estudió la fórmula durante unos minutos, en tanto Jander fingía indiferencia repasando los lomos de los volúmenes.
—Mirad —anunció Trina.
Se situó en frente del cuarto y cerró los ojos; levantó las manos con las palmas extendidas y musitó una larga retahila de palabras. El contorno de la puerta comenzó a iluminarse con un suave tono azulado, que desapareció de improviso. Sonó entonces un claro chasquido y la hoja se abrió un par de centímetros.
—¡Vaya, Trina! ¡Qué lista eres! —aprobó el elfo. La aprendiza de bruja sonrió ampliamente, muy satisfecha consigo misma—. ¿Qué más sabes hacer?
Deseaba entrar en aquella habitación tentadoramente abierta más que cualquier otra cosa. Sin embargo, antes de hacerlo, tenía que despejar de la mente de la loba toda sombra de sospecha con respecto a sus intenciones. Con un falso interés en los avances de la muchacha, la siguió durante una hora o más mientras ella movía objetos sin tocarlos o hacía que el fuego se animara o quedara reducido a brasas para demostrarle sus últimos logros.
—«Encantamiento para caer como una pluma» —leyó ella abriendo los ojos de admiración—. Será como volar, ¿no?
—No sé, pero vale más que lo estudies a fondo antes de empezar a lanzarte por los barrancos.
—Desde luego —rió Trina.
—¿Quieres enseñarme algo más? —preguntó el elfo, con la esperanza ardiente de haber tocado el fondo del saco de trucos de Trina. Ella revisó el índice rápidamente y sacudió la cabeza en gesto negativo.
—No, no hay nada más por ahora.
—Bien, en ese caso, ¿te importaría ir a estudiar a otra parte? Yo tengo cosas que hacer.
—¿Como qué? —inquirió con mirada recelosa.
Durante un penoso instante, la mente se le quedó en blanco, pero enseguida se repuso.
—Quiero lustrar estas estanterías —contestó—. Son preciosas y, en realidad, el conde no se ha tomado el tiempo necesario para hacerlo a conciencia…
—Claro, Jander. Os dejo solo —replicó ella al punto ante la aburrida perspectiva—. Voy a practicar «la caída de la pluma» un rato. Hasta luego. —Se marchó con el libro cerrado, pero sin retirar el dedo de la página de referencia.
Por fin a solas, Jander cerró el pestillo del estudio para mayor seguridad y, con la boca reseca de excitación y nerviosismo, se dirigió al cuarto abierto. Hacía años que no se arriesgaba tanto, pero Strahd se había ausentado hacía pocos días y aún tardaría en regresar. ¿Qué sería lo que Strahd ocultaba con tanto celo? No podía imaginárselo siquiera.
Tuvo un instante de remordimiento, al recordar que había dado a su anfitrión palabra de no entrar allí. El honor y la curiosidad —esta última apoyada por una esperanza loca de encontrar por fin el rastro de Anna— sostuvieron un breve duelo. Pero al cabo dio un paso adelante.
Ligeramente turbado, alargó la mano vacilante y empujó la puerta. Se abrió con un crujido hacia una estancia grande y a oscuras. El hedor a descomposición le hizo arrugar la nariz mientras sus ojos se adaptaban a la escasa luz. Tomó la antorcha de la pared de la izquierda, la encendió en la chimenea de la biblioteca y, así armado, entró.
Una gran mesa se extendía ante sus ojos, otro objeto más en el castillo que atestiguaba el esplendoroso pasado, pero que ahora se hallaba cubierto de una gruesa capa de polvo. Sin embargo, no fue ese detalle lo que lo sorprendió, sino lo que había sobre el mueble, bajo el polvo acumulado en el transcurso de los años.
La mesa estaba preparada para un banquete que nunca había llegado a celebrarse. Una repugnante masa de materia descompuesta ocupaba el centro, y se acercó con la antorcha para verlo mejor. Al parecer, se trataba de una tarta; una tarta nupcial, a juzgar por los numerosos pisos y la pequeña muñeca vestida de blanco que adornaba la cúspide.
Un regusto a miedo le rozó el paladar. En aquella habitación había algo terriblemente malo. Se alejó un poco y pisó un objeto que crujió bajo la bota y, al agacharse para mirar qué era, su aprensión aumentó. Se trataba de la otra mitad del adorno de la tarta: una diminuta representación del novio, sin cabeza.
Comenzó a escudriñar el resto de la sala. La mesa y los despojos del pastel indicaban que había sido un comedor, y también una galería de retratos. Se encontró rodeado de rostros de la familia Von Zarovich, algunos de cuyos nombres le resultaban familiares. Se detuvo ante el cuadro de una bella pareja.
Según rezaba la placa, eran Barov y Ravenovia von Zarovich, retratados poco después de contraer matrimonio, y era una pareja sorprendentemente atractiva. Por la fecha de la pintura y el enorme parecido con Strahd, dedujo que se trataba de los padres del conde. Los rasgos del hombre estaban claramente reproducidos en el rostro del hijo: ojos oscuros, nariz estrecha y pómulos idénticos a los del actual conde de Ravenloft. Ravenovia había sido una auténtica belleza, y el habilidoso pintor había sabido captar el fuego y la inteligencia de sus ojos oscuros.
El cuadro siguiente representaba a tres hombres, uno de los cuales, sentado en una mullida silla de terciopelo rojo, era Strahd. No había cambiado apenas desde la fecha del retrato, y Jander supuso que éste debía de haber sido terminado poco antes de su transmutación. A la izquierda, y ligeramente escondido tras la silla, se hallaba un hombre de casi cuarenta años, algo achaparrado pero con una expresión benévola y un parecido innegable con Strahd. A la derecha, arrodillado junto a la silla y con una mano sobre el brazo de ésta, posaba el joven más hermoso que hubiera contemplado en su vida. Se parecía también a Strahd, pero era diferente: de piel más clara, con un sello inconfundible de vigor juvenil y una curiosa mezcla de poder, dignidad e inocencia; debía de tener algo más de veinte años. Resultaba extraño, pero tenía la sensación de reconocer aquel rostro. Tanto Strahd como el joven llevaban uniforme, pero de distintas órdenes y categorías; el menor lucía un bellísimo colgante en forma de sol mientras que el mayor tenía el pecho cuajado de medallas.
Leyó los nombres: Strahd, Sturm y Sergei von Zarovich; un irresistible trío de hermanos, si el pintor no hubiera sido tan perceptivo y fiel en el momento de reproducir el atormentado semblante de Strahd. Sus ojos severos revelaban una personalidad que no había contemplado felicidad ni hermosura en ninguna parte, y la boca era tan sólo una fina línea carente de humor. Incluso en vida, cuando la sangre y el aliento lo vinculaban a la existencia bajo la luz del sol, Strahd había sido un ser infeliz, a pesar de los honores que le engalanaban el pecho.
Muchos cuadros más llenaban las paredes. Los trajes variaban con los años, aunque algunas armaduras y joyas se repetían como si fueran herencias familiares o regias insignias ceremoniales.
En el otro extremo de la sala había una mesa de pequeño tamaño meticulosamente conservada, al contrario que la mayoría de los muebles de la fortaleza. Estaba cubierta con un paño blanco y limpio, sobre el cual se hallaban colocados con esmero un collar, unos pendientes y un brazalete. Dos velas en sendas palmatorias bruñidas ocupaban un pequeño espacio junto a dos libros encuadernados en piel; uno era muy antiguo y conservaba claras muestras de manoseo continuo, pero el otro era mucho más nuevo.