—Vamos, amigo mío —le dijo, al ver que no se ponía la capa—. ¡Esta noche tenemos que resolver un asunto!
—¿No vamos a cazar como lobos? —inquirió cauteloso.
Generalmente, cuando el señor del castillo de Ravenloft y su invitado salían juntos a cazar, lo cual sucedía con menor frecuencia a medida que pasaban los años, lo hacían siempre en forma lobuna, ya que el pelo resultaba más discreto que las capas.
—Se trata de una sorpresa. Vamos a hacer una visita en la aldea —dijo, y no quiso revelar más.
El conde se dio la vuelta y emprendió el camino hacia el castillo. Llegaron al patio, donde un par de caballos negros aguardaban enganchados a la magnífica carroza. Jander se tranquilizó en cierta medida, considerando que Strahd no emprendería una misión «disciplinaria», como la carnicería cometida en casa del burgomaestre, en coche de caballos.
Los corceles tomaron el largo y empinado camino hacia el pueblo. La primavera se palpaba en el aire pero la nieve aún cubría la tierra. La luna estaba creciente; faltaban pocos días para el plenilunio, y alumbraba considerablemente.
Los dos vampiros guardaron silencio durante un largo rato; Jander se preguntaba qué pensamientos ocuparían la mente del conde esa noche. Al parecer, iba a someterlo a otra de sus «pruebas». La ironía de la situación no escapaba a su raciocinio: allí estaban los dos, seguramente los vampiros más poderosos, juntos en esa tierra oscura que parecía nutrirlos. Podrían haber formado un equipo invencible, pero las diferencias entre ambos eran abismales y jamás llegarían a establecer una alianza llevadera.
El conde poseía muchas cualidades que el elfo admiraba; era un compañero sumamente agradable, de conversación fácil y vastos conocimientos sobre materias diversas. Sin embargo, aquella especie de apetito insaciable que lo caracterizaba no le gustaba nada. No eran amigos, a pesar de que el conde utilizaba el término constantemente; camaradas de armas, tal vez sí, unidos por la naturaleza de muertos vivientes y un fuerte sentido de la individualidad, pero amigos no.
Jander sorprendió la atenta mirada del conde y le sonrió.
—Me gustaría saber qué planeáis.
—¿Y echar a perder la sorpresa? ¡Jamás! Cuando tenemos siglos ante nosotros, las sorpresas son el único elemento que mantiene despiertos los sentidos. Poner el equilibrio en jaque es la forma de aguzar el ingenio, ¿no estáis de acuerdo?
Atravesaron el anillo de niebla, remontaron el puente y siguieron adelante; enseguida llegaron a las afueras del pueblo. Jander vio blancos rostros en las ventanas que miraban temerosos hacia la calle. Al trote ligero sobre el empedrado, los caballos tomaron un desvío a la derecha hasta la plaza, para internarse por la primera bifurcación de la izquierda.
Por fin se detuvieron ante un pequeño establecimiento, cuyo letrero, muy gastado e ilegible, se bamboleaba al viento. Una luz brillaba en una ventana, mientras las tiendas de al lado permanecían a oscuras, cerradas o abandonadas.
Strahd saltó del carruaje y se acercó a la puerta. Como de costumbre, pretendía hacer una entrada magnífica, y adoptó un aire altivo y de buen humor antes de llamar enérgicamente.
—¿Quién es? —inquirió una voz frágil tras unos instantes de silencio.
—Tu señor feudal —respondió con voz atronadora—. Teníais orden de aguardar mi visita.
Se produjo otro silencio, y Jander olió el miedo detrás de la puerta de madera. Descorrieron el cerrojo; un afilado rostro femenino asomó por una rendija, y la hoja se abrió de par en par.
—Buenas noches, señor conde —dijo la mujer con voz trémula, hincada de rodillas, tal vez para ocultar su temor—. Soy Cristina; todo está listo para vuestra visita.
—¡Excelente, querida! —repuso el conde, complacido, y le indicó con un gesto que se pusiera de pie. La mujer obedeció y retrocedió para ceder el paso a los visitantes hacia una salita pequeña y escasamente amueblada. El elfo miró con curiosidad las rígidas sillas sin tapizar y las mesillas viejas y pulidas; las paredes, repletas de apuntes coloreados y enmarcados de modelos en traje de noche, ponían la única nota personal en la habitación. Strahd lo tomó por el brazo y lo condujo al centro de la estancia; Cristina los siguió—. Éste es mi compañero, Jander Estrella Solar; es a él a quien debes atender.
La mujer miró asustada al elfo pero se acercó sumisa. Alzó los brazos hacia él como para tocarlo, y Jander, sorprendido, dio un paso atrás bruscamente y dirigió al conde una mirada interrogativa. Strahd sonreía. Cristina se acercó otra vez y con mano firme y experta le tocó los hombros y los brazos palpando la tela.
—No creo que haya ningún problema, excelencia… —concluyó.
El elfo era presa de la confusión, que se reflejaba en su afilado rostro, y el conde rompió a reír.
—Cristina, nuestro amigo está perplejo. Jander, Cristina es costurera. Pedí al burgomaestre que avisara a la mejor del pueblo que necesitábamos sus servicios. Vuestras ropas no están en condiciones para la celebración de la primavera.
—¿Cómo? —inquirió Jander sin comprender aún.
Strahd no respondió y volvió la atención hacia la mujer, que parecía haberse tranquilizado un poco.
—Querida, ¿has preparado las muestras de telas y colores que pedí?
—Naturalmente, señor —replicó; los llevó a una habitación mucho mayor, donde se encontraban los útiles de su profesión: grandes tijeras, maniquíes, gruesos acericos repletos de alfileres y agujas, y enormes bobinas de hilo de algodón o sedas brillantes para bordar. Sobre una mesa había un amplio muestrario de telas—. Espero que os agrade alguno de los géneros que tengo.
Inmersa en el negocio, Cristina perdió la aprensión de antes. Le faltaba poco para cumplir los cuarenta y tenía el rostro ajado, pero sus ojos se iluminaban cuando hablaba de su trabajo. Había logrado reunir un espléndido surtido de paños, y Jander, que prefería los colores vivos como el rojo y el azul, escogió una seda dorada y un terciopelo índigo, además de un rollo carmesí de velarte y una muestra de pasamanería dorada y plateada.
—¿No os complace mi estilo en el vestir, Jander? Creo que os sentaría admirablemente —comentó Strahd, refiriéndose a su impecable traje hecho a medida.
—No, excelencia; tiene demasiados botones para mi gusto. Un vestuario nuevo parecido a lo que llevo ahora será suficiente. Y guantes —añadió de pronto con una expresión de pesar en el rostro—, varios pares. —Quizás una tela interpuesta entre sus manos y las plantas le permitiría volver a dedicarse al jardín.
—Me gustaría mucho asistir —comentó la costurera—. Disfrutaría viendo a todo el mundo con bonitos vestidos. Bien, un momento, por favor; voy a buscar un espejo para que comprobéis cómo os sientan los colores.
—¡Oh, no, gracias! —replicó Strahd—. Se nos ha hecho tarde ya para una cita. ¿Cuándo estará todo listo?
—Os lo enviaré antes de que termine la semana —repuso Cristina tras pensarlo un momento.
—Dentro de tres días —corrigió Strahd con el entrecejo fruncido.
La costurera se puso pálida pero asintió. —Como deseéis, excelencia.
—Aquí tenéis, por vuestro esfuerzo. —Con gesto negligente, el conde esparció un puñado de monedas de oro sobre la mesa.
Cuando la asustada aldeana terminó de recoger las monedas, los clientes habían desaparecido. Se sentó temblando en una banqueta. Corrían muchos rumores sobre el conde Strahd von Zarovich, fantásticos y siniestros casi siempre. El extraño ser dorado que lo acompañaba parecía amable, pero igualmente misterioso. Apretó las monedas contra el pecho; nunca había visto tantas juntas. El conde Strahd se había portado bien con ella, y ella no diría nada en contra del señor ni de su amigo. Jamás en la vida.
—Pretendéis localizar a alguien en esa fiesta de primavera, ¿no es cierto? —preguntó Jander cuando Strahd le llevó el traje nuevo tres días más tarde.
Strahd se volvió bruscamente y le clavó una mirada penetrante.
—¿Por qué lo decís? —inquirió con voz suave y tono peligroso.
El elfo no estaba seguro de qué resorte se había disparado en la oscura mente del conde, pero se aventuró a proseguir con cautela.
—Queréis encontrar alguna pista sobre el asesino de esclavas.
El conde se calmó, y la agudeza de su mirada se suavizó.
—¡Ah! Sí, así es. Vuestro consejo ha dado buenos resultados, aunque aún continúo investigando por mi cuenta. Además, hace mucho tiempo que no aparezco en Barovia públicamente y no quiero que se olviden de mí.
—Me parece difícil que pueda suceder una cosa así. Pero ¿por qué debo acompañaros? En realidad preferiría no asistir.
—¡Ah, Jander! —exclamó levantando una torva ceja—. Lleváis muchos años oculto aquí en el castillo de Ravenloft; ya es hora de que el pueblo conozca a mi huésped y de que os trate como merecéis. ¿Acaso os he exigido tantas cosas durante este tiempo como para que me neguéis el placer de vuestra compañía?
—No, pero…
—¿No os agrada la ropa nueva que he encargado para vos? ¿Es eso lo que os preocupa? ¿Se la devuelvo a Cristina y le exijo el reembolso de mis monedas?
Jander blasfemó para sus adentros. Strahd era capaz de hacerlo, y la imagen de la pobre costurera desposeída de lo que se había ganado honradamente lo llenó de rabia.
—La ropa es magnífica, Strahd —respondió, incómodo—, y la llevaré en la fiesta.
—Por fin os veré noblemente ataviado —aprobó el conde sin hacerse eco del resentimiento de Jander.
Media hora después, mientras apreciaba el tacto del delicado paño sobre la piel, tuvo que admitir que su anfitrión estaba en lo cierto. Deseaba contemplarse en un espejo; sabía que las prendas estaban impecablemente confeccionadas y resultaban llamativas. La camisa de algodón que llevaba bajo la túnica de manga corta, hecha de terciopelo color índigo, le sentaba admirablemente, y la túnica misma había sido bordada con hilos de oro. Las calzas de seda dorada también le sentaban bien y llegaban hasta las flexibles botas de piel blanca.
Cristina había añadido además varios pares de guantes de la misma piel lechosa.
Cuando Strahd entró, se detuvo y supervisó al elfo de pies a cabeza.
—Daos la vuelta —ordenó con aire ausente. Jander obedeció a regañadientes y, cuando volvió a encontrar la mirada del conde, vio aprobación, mezclada con un matiz de suficiencia—. Ahora sois un acompañante digno del señor de Barovia —lo aduló con una leve inclinación de cabeza.
Aquella noche, subieron a la carroza una vez más y se abalanzaron sobre la aldea como halcones sobre la presa.
El acontecimiento se celebraba en la mansión del burgomaestre. Jander se sintió muy incómodo al recordar la última vez que había entrado en aquel edificio. Sin embargo, las partes dañadas entonces habían sido reparadas en el transcurso del tiempo, y el nuevo burgomaestre parecía determinado a hacer todo el esfuerzo necesario para borrar el incidente de la memoria pública.
Los carruajes se apiñaban por doquier, pobres vehículos comparados con el esplendor de la carroza de Strahd, pero el lujo máximo que podían permitirse los pocos acaudalados barovianos. También sus atavíos distaban mucho de la suntuosidad del conde y su compañero, y Jander deseó de pronto no hallarse vestido de una forma que pregonaba tan ostentosamente la riqueza de Strahd. Rió con amargura para sí; no es que soñara mezclarse con la multitud, puesto que los barovianos tenían un carácter cerrado y miraban con recelo a cualquier humano desconocido, cuanto más a un ser extraño. La ropa no habría podido mitigar este hecho; además, era evidente que acudía en compañía del «demonio Strahd».
El carruaje cruzó los portones ruidosamente. En la entrada principal, los caballos negros se detuvieron y un criado abrió la portezuela con gesto impasible, pero muy pálido. Strahd salió del interior con una floritura.
Fue recibido en silencio y, tras un largo espacio de tiempo, algunos de los invitados más atrevidos, que llegaban en el mismo momento, murmuraron:
—Buenas noches, conde.
—Una noche espléndida, realmente, mis buenas gentes —replicó benévolo. Se giró e hizo una seña a Jander, quien se apeó con mucho menos boato que él. Algunos dejaron de mirar al señor feudal para fijarse en el acompañante—. Venid —le dijo en voz baja mientras lo tomaba por el codo y lo conducía con seguridad entre la multitud.
El elfo notaba las miradas clavadas en la espalda y se sentía cada vez más azorado. Subieron la escalera, donde el burgomaestre y su esposa estaban recibiendo a los invitados.
El burgomaestre tenía cuarenta y pocos años; era alto, de espalda recta, cabello oscuro y barba bien cuidada. Si le incomodaba recibir a Strahd y a su misterioso amigo en la fiesta sin haberlos invitado, no lo demostró.
—Excelencia, es un gran honor para mi casa —dijo con voz fuerte y una profunda inclinación de cabeza—. Permitid que os presente a mi esposa Ludmilla.
Ludmilla, que ya había cumplido más de treinta años, era una mujer hermosa y madura e hizo una profunda reverencia sin levantar la mirada del suelo. A Jander le parecía recordarla de algo.
—Reitero la bienvenida de mi esposo, excelencia.
—Ludmilla Kartova, ¿no es así? —preguntó Strahd mientras se inclinaba para besarle la mano con sus fríos labios.
—Así es, excelencia; hasta que contraje matrimonio.
—Mis condolencias por la pérdida de vuestra familia, señora, y también mi enhorabuena por la restauración de la casa.