—¿Me matarías y después me resucitarías? —preguntó alocadamente.
—Sí, claro, pero resucitaría a un vampiro…, porque como tal morirías. No hay magia que pueda ayudarte.
Un halo rojo pareció envolver a Jander.
—No…, no… ¡Soy elfo! ¡
Soy elfo
! —Empezó a recoger nerviosamente los fragmentos de cristal—. No soy un… Estuve en Daggerdale y sé lo que hacen los vampiros, sé lo que son, lo recuerdo bien. Lyria, por favor, te lo ruego, dime que no soy…
Se dio cuenta de que apretaba en el puño un fragmento de la copa rota pero no notaba dolor. Casi inconsciente de sus movimientos, sacó el cristal y vio que la herida no sangraba.
—No sé cómo has conseguido conservar tu personalidad, pero es digno de admiración y una fuente de fortaleza para ti. No existen curas mágicas en tu caso, aunque no significa que te conviertas en un horror como los de Daggerdale. Tal vez podrías… —Se quedó muda al ver la forma en que Jander la miraba.
—No hay esperanza —musitó el elfo, y enterró la cara entre las manos. Lyria le puso una mano en el hombro con suma delicadeza.
—No hay magia que pueda salvarte. Sólo conozco un modo de poner fin a la maldición. Si desearas acudir en busca de la muerte, mi dulce y encantador Jander, ven a verme y yo te la proporcionaré piadosamente. Vale más morir en manos amigas.
Con un rugido, Jander se levantó del diván y se abalanzó sobre ella, pero la maga, más rápida, se apartó a tiempo. Se puso a rebuscar con frenesí en una caja de objetos varios hasta que encontró lo que buscaba; se escabulló otra vez y levantó el objeto ante Jander.
El vampiro retrocedió tambaleándose y tapándose el rostro con los brazos.
—¡Lyria! —gritó con voz angustiada—. ¡Te burlas de mi sufrimiento!
Desapareció de inmediato, y Lyria se quedó sola, recuperando el aliento y estudiando el objeto que había hecho huir al elfo no-muerto. Se trataba de un pequeño redondel de madera rosada, el símbolo de Lathander, Señor de la Mañana. Cerró los ojos, inmensamente entristecida por su amigo, que había sido seguidor del bellísimo dios dorado de la mañana.
La música de la lluvia que repiqueteaba contra el cristal despertó a Sasha. Se quedó unos momentos tumbado en la cama, pequeña y acogedora, acurrucado entre las sábanas y dio gracias en silencio por la lluvia; en esas condiciones no tendría que celebrar el ritual diario de saludar a la aurora en la plaza del mercado.
No es que fuera un hombre poco religioso. Desde aquella terrible noche de hacía catorce años, toda su vida giraba en torno a Lathander, el Señor de la Mañana. En días de mal tiempo, el hermano Martyn y él celebraban la ceremonia matutina en la iglesia y dejaban las puertas abiertas a quien quisiera unirse a ellos. Sin embargo, a Sasha no le gustaba el escaso éxito obtenido entre los aldeanos; lo desanimaba predicar desde el podio de la plaza durante una hora sin que nadie prestara atención a su mensaje.
Abrió los ojos al oír el rugir lejano de la tormenta, bostezó y se desperezó; por fin bajó los pies al suelo y alcanzó una túnica para protegerse del frío. La pequeña y fría habitación estaba a oscuras todavía, de modo que encendió una vela; extendió la alfombra donde se sentaba a rezar y se dispuso para su momento particular con el dios de la mañana.
El hermano Martyn ya estaba abajo preparando el altar; canturreaba al tiempo que extendía un paño blanco y limpio y unas velas sobre el ara con reverencia. Estaba ya en plena treintena y había cambiado poco en su aspecto exterior, aunque, por dentro, un mal en desarrollo le corroía las entrañas. Hacía algún tiempo que estaba al corriente de la enfermedad y la consideraba designio del Señor de la Mañana, por lo que nunca se lo había comentado a Sasha.
—Siento llegar tarde, hermano Martyn. Me he retrasado por la lluvia —dijo Katya, levantando resonancias en la nave vacía.
Se detuvo en la puerta y se sacudió el cabello mojado esparciendo gotas por todas partes; se quitó el abrigo de lana verde con un ligero estremecimiento y lo puso a secar sobre un banco.
—No te preocupes, querida. A Sasha se le han pegado las sábanas hoy; todavía no ha aparecido por aquí. Katya rió con ojos cálidos y danzarines. He traído una cosa que te tentará el apetito, hermano —bromeó mientras se dirigía al altar con una cesta tapada y mojada en el brazo—. Lo que más te gusta: tarta de ciruela, y también pan y queso y unas manzanas secas y azucaradas.
—Katya —repuso el clérigo conmovido—, ¡qué suerte hemos tenido Sasha y yo de encontrarte! De todos modos, creo que todavía no me apetece comer. Ocupaos Sasha y tú de la tarta; yo tomaré unas manzanas azucaradas.
—¿Y qué más? —replicó la joven con las pequeñas manos sobre las caderas.
—Queso.
—¿Y qué más?
—¡Piedad, te lo ruego! —protestó burlonamente. Un ruido al fondo de la iglesia hizo volverse a los dos. Cristina, la costurera, entró a toda prisa envuelta en su capa negra, tanto para esconderse como para protegerse de la lluvia; se acercó a ellos con el rostro arrebolado y la mirada recelosa.
—No sé si podré seguir viniendo, hermano Martyn —dijo en voz baja y trémula—. Si se entera mi marido…
—Hermana —interrumpió Martyn al tiempo que le tomaba las fuertes manos—, Lathander no te abandonará. Sólo deseo que Ivar escuche la llamada que tú has recibido.
—Saludos, hermana Cristina y hermana Katya.
Sasha acababa de entrar vestido con el traje de ceremonia bordado en rosa que Cristina le había hecho el año anterior, y lo llevaba con placer y orgullo. La preocupada costurera sonrió ligeramente al ver la prenda.
—Saludos, hermano Sasha —musitó Katya, que de pronto se afanó con el encendido de las velas.
Sasha la miró con más apetito por ella que por la comida que había traído. Hacía seis meses que la joven había llegado al pueblo, seis meses de verla a diario, y cada vez se le hacía más difícil ocultar su creciente encaprichamiento.
Al principio lo había atraído por sus encantos físicos. ¿Quién no se habría sentido igual? Katya era muy bonita; tenía unos hermosos rizos oscuros, figura delgada y los ojos grandes y expresivos. Por otra parte, Sasha era un hombre vistani, y en Barovia los gitanos tenían fama de saber elegir a las mujeres más bellas.
Sin embargo, el atractivo de Katya trascendía la mera apariencia exterior; en realidad, había conquistado el corazón de Sasha definitivamente con su encantadora forma de ser. Ahora la miraba mientras ella encendía las velas una a una y se estiraba hacia el cabo de los altos y gruesos cirios. Cada llama que prendía imprimía a sus facciones brillo, suavidad y calidez.
—Hermano —dijo Sasha, tocando a Martyn en el hombro—, ¿puedo hablar contigo un momento?
—Claro, Sasha. ¿De qué se trata?
Se alejaron un poco de Cristina, y el joven habló en susurros.
—Llevo unos meses pensando mucho, y me preguntaba si… Bueno, nunca hemos hablado de ello, pero… ¿los sacerdotes de Lathander pueden contraer matrimonio?
Bien, ya estaba dicho; Sasha se sintió aliviado de haberlo confesado, aunque al hermano Martyn no le gustara. El clérigo miró sonriente al uno y a la otra.
—Lo dices por ella, ¿cierto? —El joven asintió con un gesto tímido—. No existe razón que lo impida mientras ella sea creyente. Y ahora, hijo mío —le dijo con mayor seriedad—, todavía debes salvar un obstáculo.
—¿Cuál? —inquirió Sasha con preocupación.
—Que ella dé el sí —replicó con tono sobrio, pero con un chispazo pícaro en el fondo de sus pálidos ojos.
Sasha miró de nuevo a la muchacha, que ya había terminado la tarea y se había sentado junto a Cristina en el primer banco. Ambas mujeres, una mayor y agobiada, la otra joven y rebosante de vida, mantenían juntas las cabezas. Sasha vio que Katya apretaba la mano de Cristina impulsivamente. Al sentir el peso de sus ojos, la muchacha levantó la mirada con timidez. El clérigo sonrió como aturdido; se declararía ese mismo día, nada más terminar la ceremonia matutina.
—Ya es casi la hora y aún no estamos preparados —lo azuzó Martyn.
Sasha hizo un gesto de disculpa y se apresuró a terminar de adornar el altar.
Unos afanosos instantes después, el sol salió, apenas una leve claridad grisácea. Casi nadie en el pueblo debía de haber notado la diferencia, pero los pocos reunidos en la iglesia inclinaron la cabeza en acto de gracias por la aurora. El Señor de la Mañana había vencido a la prolongada noche baroviana, espantando así los terrores que medraban bajo su oscuro manto protector.
La voz de tenor de Sasha se elevaba con facilidad; la lluvia arreciaba y empapaba un pequeño bulto aniñado que se arrebujaba en el exterior de la iglesia. Como la puerta estaba entreabierta,
la Zorrilla
oía el cántico y movía los labios helados pronunciando las palabras. Leisl se limpió una gota de humedad de la cara, sin saber si era de lluvia o de llanto.
Jander había visto a Strahd enfadado algunas veces, pero jamás como en esa ocasión.
El vampiro de oscuro cabello aireaba su ira desde la entrada como un eco de la tormenta que aullaba fuera. El conde se sentía muy orgulloso de su prestancia, pero Jander siempre había sabido que una cólera rápida e insondable acechaba constantemente bajo la pulida superficie. Strahd estaba furioso, empapado en lluvia y sangre, con un cadáver goteante entre los brazos.
—¿Quién ha osado? —gritaba sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Quién se ha podido atrever?
—¿Qué ha sucedido? —inquirió Jander.
Trina había acudido rápidamente al oír la conmoción y sonrió al contemplar la escena.
Strahd tiró el cadáver al suelo, lleno de ira. El cuerpo golpeó con un estrépito sordo y húmedo, y Jander vio que le faltaba la cabeza y que tenía un enorme agujero en el esternón. Strahd temblaba de rabia.
—¡Han matado a una esclava! —Jander se ahorró el comentario; ya lo había predicho y, lo que es más, había tratado de advertir al conde sobre el riesgo de tener tantos esclavos, pero el estado de Strahd le impidió recordárselo en ese momento—. ¡Maldición! ¡Todavía no había terminado con ella! —El conde se volvió hacia el sorprendido elfo—. ¿Tenéis alguna idea sobre cuál de esas condenadas criaturas de la aldea ha podido tener agallas para cometer esta felonía?
—Los tenéis sometidos a todos, excelencia. Las madres aleccionan a los niños sobre el «demonio Strahd». Tal vez se trate de algún recién llegado.
El conde comenzó a pasear por la estancia apretando y aflojando los puños.
—No, los vistanis no me han comunicado novedades desde hace tiempo.
—Quizás haya llegado alguien a través de la niebla y los gitanos no lo han visto —apuntó Trina, que bajaba la escalera en dirección a Strahd. El conde se detuvo un momento a considerar la sugerencia.
—Es posible —admitió—. Me enteraré.
—¿Y los clérigos? —propuso Jander.
—¿Cómo? —rió Trina a carcajadas—. ¿Martyn
el Loco y
ese aprendiz delgaducho que tiene? No, Jander, esos dos no representan peligro alguno.
—Tiene que ser otra persona, alguien que se atreve a desafiar mi poder. —Strahd sonrió cruelmente y sus colmillos brillaron a la luz de las antorchas—. Lo va a lamentar amargamente. Jander, ¿cómo enfocaríais este asunto?
—Existe una forma de aseguraros de que nunca más os molestará —replicó el elfo—, aunque no creo que os guste. Limitaos a aguardar.
—¡Ésa es la táctica de los cobardes! —exclamó Strahd burlándose de él—. Insinuáis que yo, señor de Barovia, permita que un fatuo mortal asesine a mis criaturas.
—Exactamente. En estos momentos, nada os conecta con las vampiras, pero, si comenzáis a castigar a los barovianos por los ataques, os exponéis a caer en manos del cazador. Dejad el asunto, Strahd; que destruya a vuestras esclavas si quiere. A vos no puede alcanzaros y, dentro de unos años, el autor morirá y vos no habréis perdido nada.
Strahd estrechó los ojos en señal de desagrado y movió las aletas de la nariz.
—Ciertamente, Jander, no me gusta el plan. No obstante, reconozco que no carece de mérito, y lo consideraré despacio. —Echó una ojeada al cadáver y sacudió la cabeza—. Pobrecilla Irina. Jander, decid a un zombi que se encargue de ella. Y tú, linda mía —le dijo a Katrina al tiempo que le tendía una pálida mano—, ven conmigo.
El conde y la mujer lobo desaparecieron por la escalera; sólo los pies de Katrina hacían ruido sobre la piedra.
Jander observó el cuerpo decapitado que había pertenecido a una hermosa mujer. Lo recogió sin esfuerzo y lo llevó al jardín de la capilla, donde lo enterró con sus propias manos, a la luz de la luna, bajo la lluvia torrencial.
A la noche siguiente se levantó temprano y acudió a la capilla otra vez; se quedó frente a una de las ventanas rotas contemplando la última luz del atardecer. A lo largo de la mañana, la lluvia del día anterior se había transformado en nieve. Los colores del ocaso acababan de disolverse en el lejano horizonte y, en el jardín, la gruesa capa de nieve recién caída suavizaba los contornos de las tumbas de Irina y Natasha.
Strahd llegó de pronto sin el menor ruido ni anuncio; sin embargo, Jander se giró sin sobresalto a saludarlo y recogió limpiamente en el aire la capa de lana gris que el conde le lanzó. Strahd estiró los labios en un amago de sonrisa. Parecía de muy buen humor, y el elfo se puso en guardia manteniendo la expresión neutral. El conde tenía un sentido del humor que él no compartía en absoluto.