—Hermano Martyn… —lo hostigó Sasha.
El clérigo se sacudió la ensoñación y prosiguió con el relato.
—El muchacho despertó en medio de una noche aterradora. Cien lobos, dos veces mayores de lo normal, rodeaban el pequeño campamento. Unas mujeres bellísimas besaban a sus tíos, pero, cuando levantaron la cabeza, el chico comprobó que en realidad estaban chupándoles la sangre. Como era de esperar, el pequeño comenzó a gritar; entonces, un hombre alto, blanco como la muerte y negro como la noche…, lo miró fijamente con ojos rojos que lanzaban llamas, se le acercó despacio y el niño comprendió que iba a morir.
La madre del muchacho rogó al hombre perverso que lo dejara vivir, pero el hombre mandó a los lobos que la devorasen. Estaba a punto de matar al niño también cuando de pronto apareció Lathander, el Señor de la Mañana. —Martyn se había olvidado de Sasha por completo, inmerso como estaba en un momento de éxtasis, y su rostro resplandecía con una luz interior mientras hablaba—. El pequeño había visto dibujos del dios, y por eso reconoció su hermosa faz y su piel y sus cabellos dorados. Lathander también tenía el rostro manchado de sangre pero impidió al hombre oscuro que matara al niño. «No consumirás al pequeño», dijo el Señor de la Mañana con voz musical, «ni permitirás que tus obscenas mujeres saquen de él provecho alguno. ¡Déjalo marchar porque es mi protegido y lo guío yo!». El terrible hombre oscuro se inclinó ante el poder del Señor de la Mañana y el niño conoció un nuevo amanecer.
—¿Eras tú?
—Por mi vida y mi aliento, te juro que fue así… —replicó.
—Si el Señor de la Mañana es tan bueno, ¿por qué tenía sangre en la cara?
—Me lo he preguntado muchas veces y he llegado a la conclusión de que esta tierra es tan tenebrosa que nada completamente bueno puede vivir en ella, y hasta el mismo Lathander, Señor de la Mañana, se transforma al llegar a Barovia. Estaba como contagiado de la perversidad de este lugar, pero sobre todo es un dios de bondad, de esperanza y renovación. A mí me salvó la vida, Sasha, y creo que, a pesar de lo horroroso que ha sido para ti, todo obedece a un propósito. —Lo miró intensamente y agregó—: Creo también que has sido llamado. Ahora no tienes familia. ¿Te gustaría venir a vivir a la casa del Señor de la Mañana? Yo te criaré y te enseñaré el camino verdadero.
Sasha miraba a Martyn, y sus negros ojos escrutaban el azul de los del sacerdote. ¿Sería cierto? ¿Por fin tendría un hogar propio en ese pueblo hostil?
—Sasha —sonó una voz frágil tras él. Los dos se volvieron a la par. Ludmilla estaba de pie en lo alto de la escalera, pálida y fantasmal. El camisón la envolvía como un sudario, y sus castaños ojos destacaban oscuros en el rostro pálido.
Martyn se quedó atónito. ¿Cómo podía levantarse un vampiro a la luz del día? Metió la mano en el bolsillo en busca del frasco de agua bendita. Al grito de «¡Muere demonio!» se lanzó escaleras arriba, asió a la joven por la muñeca y le vació la ampolla sobre el pecho.
Ludmilla se miró la humedad que le cubría la camisa y se tapó.
—¡Hermano Martyn! ¿Qué haces?
Sasha comenzó a reír. ¡Ludmilla no estaba muerta! Echó a correr para abrazarla.
Los años que siguieron al asesinato del burgomaestre y su familia pasaron como otros tantos minutos en la estancia de Jander en el castillo de Ravenloft, y el paso del tiempo iba suavizando la intensidad de sus deseos de venganza. Al fin y al cabo, quince años significaban poco para un ser que esperaba vivir cientos como mortal, pero menos aún para un muerto viviente con tristes expectativas de vida eterna.
El caso no era el mismo para los habitantes humanos de Barovia.
El cielo otoñal, limpio y azul brillante, contrastaba agradablemente con los tonos rojizos y herrumbrosos de las hojas. La lluvia que había caído la noche anterior había dejado una mañana impregnada de fragancia de tierra mojada. Leisl aspiró con deleite el fresco aroma, se apartó un rizo de cabello castaño de la cara y mordió generosamente la manzana que acababa de robar del carro del frutero.
Los días de mercado en otoño eran un paraíso para los ladrones; había tanta actividad y tantas cosas diferentes que robar que la carterista conocida como
la Zorrilla
no sabía por dónde empezar. Se dijo que la fruta era un buen aperitivo y la mordió de nuevo mientras sus ojos de color avellana recorrían la escena.
Además de las mercancías habituales, como los pasteles de Kolya, las tajadas de carne recién cortadas de Andrei y las telas de Cristina, los labriegos de las zonas circundantes se acercaban a la villa en esa época del año con géneros más variados. Abundaban las brillantes manzanas acabadas de recolectar, las carretas rebosantes de patatas, coles y nabos o de calabazas y jugosos frutos del bosque; en esos momentos llegaba también un pescador con una cuerda llena de truchas en salazón ensartadas en hilos por todo el carro. A Leisl se le hacía la boca agua; le encantaba la trucha frita con ajo, cebollas y pimienta…
Volvió la cabeza al oír un ruido de cascos detrás y vio un carromato gitano de alegres colores que entraba en la plaza; dos docenas de ovejas de triste balar, atadas a la parte trasera, se esforzaban por mantener el paso. El vistani conductor silbaba alegremente, pero el pastor que traía de pasajero se limitaba a fruncir el entrecejo.
La Zorrilla
hizo un gesto que le suavizó las agudas facciones; seguro que el pastor maldecía las diez monedas de oro que el gitano le había cobrado por atravesar la asfixiante niebla.
Leisl terminó la fruta en unos pocos mordiscos y tiró el resto a la jaula de cerdos provisional que el granjero había construido para exhibir su sonrosada y gruñona mercancía; una gorrina enorme se acercó a olisquear.
Por el camino embarrado, seguían llegando caballos desde las granjas vecinas y creyó ver un potro joven de manto dorado oscuro y crines de reflejos platino. ¿Era un alazán de verdad? En Barovia no se criaban alazanes apenas. El conductor gitano se enderezó en el pescante para observar con mirada apreciativa el paso de los corceles y Leisl, que también quería verlos de cerca, se subió a la jaula de los cerdos para contemplar al potro a sus anchas.
—¡Eh, chico! ¡Baja de ahí que te vas a caer!
Leisl sabía que se trataba del dueño de la piara y se volvió hacia él con cara de pedir disculpas.
—Perdón, señor, es que quería ver el… ¡Ay! —Agitó los brazos para no caer mientras miraba con terror la sucia pocilga. El porquero, refunfuñando, le tendió un fuerte brazo para sujetarla y ayudarla a bajar—. Muchas gracias, señor; habría sido horrible caerme ahí dentro.
—Sí, sí. Bien, si no quieres que te pase otra vez, no andes subiéndote a las cosas de los demás —le dijo con una mirada feroz.
Leisl se tocó el sombrero educadamente y se alejó a grandes pasos hasta perderse entre el enjambre de gente y animales que pululaba por la plaza.
Se metió las manos en los bolsillos y tocó las monedas que acababa de robarle al porquero; a juzgar por el tamaño y la forma, pensó que se trataba de dos de cobre y una de plata. No estaba mal, aunque sabía hacerlo mejor, y lo haría antes del atardecer.
Delgada y atlética, con diecinueve años, solían tomarla por un muchacho, lo cual le facilitaba las cosas, y favorecía esa imagen vistiéndose de hombre. Hacía un tiempo muy cálido para la época, y llevaba una camisa amplia de lienzo con las mangas enrolladas, calzas marrones y botas altas de cuero; se tocaba con un pequeño sombrero negro bajo el cual ocultaba la pequeña cola de caballo. Todo en ella era normal: estatura media, constitución delgada, cabello castaño, ojos marrones… Así era Leisl, la auténtica encarnación de lo indeterminado, sin rasgos sobresalientes que llamaran la atención. Esa cualidad, unida al misterioso don de encontrarse siempre en el lugar adecuado y en el momento oportuno y la destreza de sus ligeros dedos, convertían a
la Zorrilla
en una ratera de altos vuelos.
Había entrado en la «profesión», como la llamaban sus socios, por pura necesidad, y, tras doce años de ejercicio, se había convertido en una verdadera maestra del arte. Sabía distinguir a un simplón de un inteligente a quien no convenía acercarse, olía quién llevaba dinero y quién no y… Estrechó los ojos… y quién era extranjero en el pueblo.
Un atractivo gitano joven, con un rictus en el rostro, llegaba a la plaza galopando en una yegua negra; llevaba en la grupa a una linda señorita que miraba temerosa a todas partes con grandes ojos de gacela. Tan pronto como la briosa yegua se detuvo, el vistani se bajó y tendió los brazos para ayudar a la joven. Leisl bufó al ver cómo se las ingeniaba el gitano para rozarse lo más posible con la chica; y la tonta era tan inocente que ni siquiera se daba cuenta. Leisl se apoyó en la pared de la Guarida del Lobo y siguió mirando el espectáculo, más divertido que el teatro de verano. La chica parecía dar las gracias al vistani y abrió el monedero en busca de dinero. El gitano exageró el tono ofendido y gesticuló vigorosamente para rechazar la moneda; se inclinó sobre la mano de la muchacha mucho más tiempo del normal y después se alejó de mala gana.
Cuando montó de nuevo en su jaca negra y adornada de campanillas, alguien dio una voz que Leisl no entendió del todo, aunque el gitano sí debió de entender porque se dio la vuelta y farfulló algo, acompañando el insulto con un gesto poco apropiado en presencia de determinadas personas; muy ofendido, el vistani se fue galopando por el sendero en dirección al campamento.
La muchacha miró a su alrededor con aire desamparado y por fin se encaminó hacia la Guarida del Lobo con su gran bolsa.
La Zorrilla
se alejó discretamente, como si estuviera muy interesada en la mercancía del carro de coles. La recién llegada posó la bolsa en el suelo, se atusó el cabello largo y ondulado y llamó.
—¡Fuera! —gritó el tabernero desde el interior—. No abrimos hasta el mediodía.
—Por favor, señor —replicó la joven con dulce y temblorosa voz—. Desearía saber si necesitáis ayuda. Quisiera trabajar de camarera.
Tras una pausa, se oyeron unas fuertes pisadas, la puerta se abrió y el receloso posadero asomó la cabeza. Miró a la joven de arriba abajo críticamente.
—Bien, eres bastante bonita. Supongo que servirás. ¿Quién es tu padre?
—Por favor, señor —dijo tras humedecerse los labios nerviosamente—, no soy de este pueblo; vengo de Vallaki. Mi padre era pescador pero murió ahogado este verano. Mi madre no puede mantenernos a las dos y…
El posadero le cerró la puerta en la cara, y el brusco ruido la hizo saltar; tenía lágrimas en los ojos. Se agachó despacio a recoger el bulto.
—Permíteme que lo lleve yo —interrumpió una clara voz masculina desde detrás de Leisl.
La ratera parpadeó sorprendida y retrocedió más aún hacia la carreta de coles. Conocía esa voz; era el sacerdote joven, el hermano Sasha, y el corazón comenzó a latirle dolorosamente. Siempre se ponía nerviosa cuando aparecía el atractivo clérigo.
—Gracias, señor —repuso sonriendo la joven.
Sasha sonrió a su vez mientras se cargaba el equipaje sin esfuerzo, a pesar de su complexión delgada. Los delicados tonos pastel del hábito, carmesí y rosa ribeteado en oro, y el fajín amarillo, contrastaban con su cabello oscuro y su tez morena.
—¿A dónde lo llevamos, mi señora?
—¡Oh, por favor! Me llamo Katya, pero no tengo dónde llevarlo. ¿Sabes de alguien que necesite ayudante? —preguntó en tono de súplica—. Haré lo que sea…, es decir… —se sonrojó y bajó la mirada—, cualquier cosa respetable. Sé cocinar, limpiar, arreglar la ropa. ¡Por favor, señor! ¿Sabes de alguien?
—Siento que no hayas encontrado trabajo —repuso él con una sonrisa—. Esta aldea no se fía de los desconocidos, pero vamos a hacer una cosa. El hermano Martyn y yo nos arreglamos mal para mantener limpia la iglesia; tampoco sabemos cocinar. ¿Te gustaría venir a trabajar allí? Te buscaremos alojamiento en el pueblo —añadió—. Hay que respetar esas cosas y no estaría bien que una señorita tan encantadora viviera con dos viejos solterones como nosotros, aunque seamos sacerdotes.
Sasha hizo una mueca picara con los ojos brillantes y cálidos. Leisl, en su escondite, sintió como una lengua de fuego hasta los dedos de los pies. Los ojos castaños de Katya relucían, y sus sonrosados labios temblaban de emoción. Comenzó a llorar.
—¡Qué amable eres, señor! Tenía tanto miedo…
—Por favor, no llores, pequeña, y no vuelvas a llamarme «señor». Soy el hermano Sasha. —Cambió la bolsa de hombro y le tomó la barbilla con la mano libre mientras la escrutaba a fondo—. ¿Cuándo comiste por última vez?
—No sé, hace dos días, calculo.
—¡Dos días! Vamos, primero tomas algo y después vamos a ver al hermano Martyn, ¿de acuerdo?
Se alejaron juntos hacia la tienda de Kolya, y Leisl no pudo escuchar el resto de la conversación.
—¿Piensas comprar o vas a quedarte ahí espantándome la clientela? —protestó enojado el hortelano.
—Perdón —musitó, con las manos hundidas en los bolsillos.
Se alejó de allí y, sin saber cómo ni por qué, le entraron ganas de que el cielo se nublara y empezara a llover otra vez.
Jander abrió los ojos. Había dormido otra vez durante todo el día sin soñar nada, lo cual era un alivio pero también un tormento. Hacía unos años que no soñaba con Anna, desde que había completado la investigación en los libros.
Había llegado a la triste conclusión de que la hermosa y atormentada joven había sido una de las «perdidas», término con que los barovianos se referían a las personas que, tras volverse locas de desesperación por haber presenciado algún horror, erraban desamparadas de pueblo en pueblo y se acogían a la caridad que pudieran encontrar. Había preguntado por ella en muchos sitios, pero nadie conocía a una mujer de aquellas características. Además, los aldeanos lo interrogaban a él, llenos de recelo, queriendo saber para qué necesitaba información sobre una mujer que había muerto hacía más de cien años.