Ante el asombro de Jander, los rojos ojos del conde ya no lanzaban llamas de cólera y su rostro arrebolado tenía una expresión pensativa.
—Jander Estrella Solar —dijo despacio—, estáis en lo cierto… parcialmente. Esta tierra es mía y hago en ella lo que quiero. Esta noche deseaba despertar la bestia negra del pánico y el horror en el pecho de los Kartov —sonrió heladamente—, y eso es lo que he hecho. Ahora me dispongo a escuchar lo que tengáis que decir sobre…, ¿cómo lo diría?, el modo de «cubrir el rastro».
El elfo no sabía qué responder. Strahd había dado la vuelta al argumento de una forma muy habilidosa, y se rendía ante él sin renunciar a nada. Como si le hubiera leído el pensamiento, Strahd comenzó a sonreír.
—Bien, en primer lugar deberíais destruir los cadáveres —contestó al fin Jander; echó una ojeada a la vampira más cercana—. Ya tenéis demasiados esclavos. —Esperaba cierta oposición a ese punto, pero Strahd asintió, sumido en sus pensamientos.
—Llevadlos abajo —ordenó a las vampiras. En silencio, cada una cargó con un cuerpo y lo llevó a rastras por el comedor—. Y ahora, ¿qué sugerís que hagamos?
—Quemar la casa como si fuera un accidente. Si destruimos todas las pruebas nadie sospechará nada.
Jander pretendía aguardar hasta el último instante y después sacar de allí a la muchacha de la que se había alimentado.
Los cadáveres fueron amontonados en la sala principal del piso inferior. Las enérgicas vampiras rompieron luego varios muebles con suma facilidad y levantaron una pira en el centro, donde depositaron a los muertos. Jander no podía mirar a causa de los recuerdos centenarios que despertaban en él las imágenes. Strahd encendió una antorcha en la chimenea, que aún tenía fuego, y la acercó a la pira. Al principio sólo salía tufo, pero la madera prendió enseguida y todo comenzó a arder; una humareda negra y oleosa se desprendía de la hoguera. Jander se acercó a la escalera sin ser visto.
De pronto, los vampiros escucharon una voz de alarma que se extendió rápidamente.
—¡Fuego! ¡Fuego en casa del burgomaestre! —resonaban los gritos.
Strahd lanzó un juramento, se disolvió en neblina y escapó por una ventana abierta.
Jander vaciló un momento, miró con preocupación hacia el final de la escalera y vio con rabia que había pisado un charco de sangre y había dejado huellas rojas en los escalones. Los golpes en la entrada lo obligaron a reaccionar. Los que acudían al rescate encontrarían arriba a la joven, aunque, desafortunadamente, también descubrirían los cadáveres.
Los golpes iban en aumento, y sin duda pronto tirarían la puerta abajo. En un último esfuerzo por ocultar la tragedia, tomó un trozo de madera ardiente y la acercó a las cortinas, que se incendiaron al momento. Echó la tea a la pira otra vez y, convertido en murciélago, salió por la ventana esquivando las cortinas en llamas en el mismo momento en que la puerta cedía.
Dejó atrás la sangrienta escena y huyó hacia la agradable humedad nocturna reflexionando amargamente sobre lo que acababa de suceder. Strahd odiaba la debilidad, y Jander sabía que toda aquella puesta en escena estaba dedicada a él.
Sintió que las rojas lágrimas afluían a sus ojos e intentó alejar los pensamientos sobre Merrydale y el horror acontecido allí varios siglos atrás. El recuerdo lo asaltó de todas formas.
El dragón rojo de los Valles había muerto a manos de un grupo de aventureros que se hacía llamar «Los seis de plata». Merrydale dio a los héroes el trato que merecían y les abrió las puertas de la taberna El Canto del Cisne, para que disfrutaran gratuitamente cuanto desearan. Jander y sus compañeros, Gideon de Aguas Profundas, Trumper Colina Hueca, Lyria
la Linda
, Kellian Nube Gris y Alinora Malina, quedaron sorprendidos y encantados con el recibimiento y, cuando el elfo propuso descansar un poco en el hospitalario valle antes de lanzarse en busca de otra aventura, ninguno dijo nada en contra.
Al cabo de tres días, los hábitos cleptomaníacos de Trumper le habían procurado ciertos problemas con la ley, aunque el halfling se las había arreglado bien para solucionarlos con su palabrería. Lyria, de dorados cabellos, había recibido dos proposiciones matrimoniales y varias insinuaciones, y estaba tan molesta por los acosos que llegó a amenazar al último pretendiente con convertirlo en un leucrotta.
—Te huele el aliento —insultó al joven humillado.
La tímida y morena Alinora y el leñador Kellian, aún más reservado, ahondaban en su amistad, mientras Jander y el clérigo Gideon se limitaban a vagabundear juntos por el pueblo.
Esa noche, «Los seis de plata» se habían reunido en El Canto del Cisne para celebrar una cena. Un trío de músicos tocaba junto al fuego, que crepitaba y brillaba cálidamente en la enorme chimenea mientras la alegre charla de un pueblo liberado llenaba la sala de agradables murmullos. La camarera era rápida, amable y bien dispuesta, y la atmósfera resultaba idílica en general para pasar una velada amena en buena compañía.
Trumper daba cuenta alegremente del doble de lo que le hubiera bastado a uno solo, y los demás disfrutaban de la generosa ración correspondiente. Pero había una excepción; Kellian tenía los ojos hundidos en enrojecidas ojeras, y la piel, generalmente tostada, pálida como nunca.
—¿Todavía te duele la garganta? —preguntó Alinora, con la preocupación reflejada en sus ojos de color avellana, al tiempo que le acariciaba tímidamente una mano con la suya de ruda guerrera.
Kellian asintió sin entusiasmo y continuó revolviendo el caldo que Jander había pedido para él. Hacía días que el leñador se quejaba de dolor de garganta y parecía más cansado a medida que transcurrían las horas.
—Seguro que es por esas picaduras —advirtió Trumper con la boca llena y señalando con una pata de pollo las dos minúsculas marcas del cuello de Kellian.
—Lo siento, Jander; no puedo tragar esto —manifestó el leñador con voz hueca, apartando el cuenco. Lyria frunció el entrecejo y estrechó los ojos de color esmeralda, pero no dijo nada.
—Inténtalo —lo animó Jander—. Si no, ¿cómo piensas superar la infección?
—Es que no tengo apetito, sencillamente —replicó con sus azules ojos empañados—. Me voy a la cama —murmuró—. Estaré mejor por la mañana. Sólo necesito dormir a gusto toda la noche.
Jander acercó el cuenco otra vez a su compañero y disimuló la impresión que le produjo el roce de su muñeca. A pesar de que había reservado la mesa más cercana a la enorme chimenea, siempre bien alimentada, Kellian estaba frío como el hielo.
El leñador amaneció muerto, y el elfo tuvo que ocuparse de dar la noticia a sus compañeros. Alinora estaba desconsolada y Lyria se deshacía en lágrimas, e incluso el halfling Trumper Colina Hueca quedó totalmente abatido. El funeral se celebró por la tarde. Jander le deseó el descanso eterno al son de la flauta y las buenas gentes de Merrydale, conmovidas por el dolor de los extranjeros, no quisieron aceptar ni una sola moneda por el entierro de Kellian.
A la mañana siguiente, fue Alinora quien despertó con dolor de garganta, pálida y con las mismas curiosas incisiones en el cuello que Kellian, detalle que preocupó a Jander seriamente. Se propuso investigar por el pueblo y descubrió que al menos un cuarto de la población era víctima de esa misma enfermedad desconocida.
—No me gusta nada —comentó Gideon cuando se encontraron en El Canto del Cisne a la hora de comer—. No es una enfermedad natural.
Jander tomó un trago de vino. Había poca gente en la taberna a causa del elevado número de clientes aquejados de la epidemia que asolaba a la población. Gideon, un oso humano que había sido guerrero hasta que un dios lo había llamado a su servicio, miraba fijamente la cerveza que tenía delante.
—Alinora no ha mejorado nada con el tratamiento —dijo el sacerdote con voz grave y cejas enarcadas.
Jander procuraba no mostrar sorpresa. Gideon era un clérigo de gran destreza y ternura a pesar de su aspecto gigantesco, y nunca lo había visto fracasar en sus oraciones a Ilmater para interceder por un enfermo.
—Tal vez no esté tan mal —sugirió, aunque sabía que la excusa era pobre.
No podía mirarlo a los ojos; Ilmater era el dios de los mártires, patrono de todos los que sufrían, y parecía inconcebible que no aliviara el sufrimiento de Alinora.
El silencioso fallecimiento de la aventurera durante la noche causó estragos en Gideon. En esa ocasión, los habitantes del valle aceptaron el pago por la tierra que ocuparía el cadáver porque la demanda había aumentado mucho a causa de la acumulación de difuntos y necesitaban cobrar. La delgada y bonita luchadora Alinora recibió sepultura en un féretro desvencijado, construido a toda prisa, y Jander vio los ojos del clérigo inundarse de lágrimas mientras sonaban las notas del canto fúnebre que interpretó para despedir a la compañera.
De vuelta a El Canto del Cisne, el elfo dorado observó que muchos de los habituales que antes los convidaban a rondas de cerveza los miraban ahora hostil y encubiertamente.
—Creo que hemos abusado del agradecimiento de estas gentes. ¿Quién quiere marcharse mañana?
—Yo —dijo Trumper—; en cuanto dejan de pagarme la cerveza, me voy.
Jander se volvió hacia Gideon, que contemplaba el fuego meditabundo. La poblada barba de color castaño ocultaba el rictus de preocupación que el elfo adivinaba en la boca de su mejor amigo.
—Gideon… —le llamó la atención.
—Te he oído —respondió él con brusquedad para ocultar el dolor—. Sí, vayámonos de aquí.
Los plateados ojos de Jander se encontraron con los verdes de Lyria; ambos sabían que la tragedia afectaba al clérigo más que a nadie.
Al día siguiente por la mañana, el pueblo fue declarado en cuarentena y el grupo se vio obligado a demorar su partida hasta una semana más tarde, por lo menos. La gente moría en proporciones alarmantes y no daba tiempo a enterrarlas adecuadamente. Algunos hablaban de quemar los cadáveres para evitar que la infección se propagara, y los más supersticiosos insistían incluso en desenterrar a las primeras víctimas e incinerarlas junto con las recientes. Aquella noche se levantó una hoguera sobre la que se colocaron cuerpos recién fallecidos y otros que tenían ya algunos días. Acudieron varios clérigos y rezaron unas breves oraciones mientras el resto de los habitantes miraba de soslayo a los cuatro extranjeros, con animosidad; el agudo oído de Jander captó incluso hostiles murmuraciones.
Un alarido de dolor y rabia sacudió el silencio de los condolidos asistentes. Él elfo no había escuchado nada parecido en su vida, y no deseaba oírlo de nuevo; contuvo el aliento, y los ojos se le desorbitaron de asombro y terror.
Los cuerpos que había sobre la pira se movían.
Poseídos de una resuelta animación, trataban de escapar a las llamas como mejor podían. Algunos estaban ya parcialmente quemados y aullaban de dolor mientras arrastraban sus monstruosos despojos de carne putrefacta y abrasada; otros se levantaban ilesos y se lanzaban sobre la muchedumbre. Jander percibió oscuramente la letanía de un encantamiento de Lyria y se precipitó a la posada en busca de la espada. Ya en posesión de ésta, bajó corriendo la escalera y salió a la calle, y allí se detuvo en seco.
Alinora lo estaba esperando. Toda su inocencia se había corrompido y transformado en lascivia, y su armónica figura ya no resultaba atractiva; tenía el cabello, corto y oscuro, cubierto de sangre y suciedad. Abrió la encarnada boca y dos colmillos largos y afilados se dispararon hacia él.
Jander blandió la espada y se la hundió profundamente en el torso. Alinora aulló de dolor, pero la herida sólo sirvió para aumentar su furia; estiró los largos brazos y asió al elfo con fuerza. Sus enrojecidos ojos se encendieron de odio, pero la sangre élfica protegía a Jander del hipnotismo de la mirada y siguió luchando, agradecido porque al menos moriría en combate.
La vampira flaqueaba, pero Jander sabía que no podría liberarse. Alinora acababa de sacar los dientes para hundírselos en la garganta, cuando se oyó un grito agudo tras ellos.
—¡Desaparece, demonio!
Alinora chilló y se encogió. Jander, libre de pronto de la garra sobrenatural, cayó a tierra. La vampira siseó enfurecida, se retorció y se disolvió en neblina. Se había marchado, por el momento.
El elfo alzó la vista hacia su salvador y, a la vacilante luz de las antorchas que brillaban a lo largo de la calle, reconoció las duras facciones de Gideon, que exhibía un medallón con un grabado de las manos cruzadas de Ilmater.
—Gracias, querido amigo —dijo, jadeante, mientras aceptaba la ayuda para incorporarse.
Gideon le examinó atentamente las muñecas y la garganta.
—¿Te mordió? —Jander negó con la cabeza—. Bien; Jander, ¿comprendes lo que está sucediendo aquí y cuál es nuestra obligación?
—Merryland ha sido invadida por vampiros —contestó el elfo con expresión solemne—, y debemos enviar sus almas al descanso eterno.
Parecía una empresa noble y valerosa, y tal vez lo fuera, pero el elfo descubrió su total falta de preparación para el horror puro y desgarrador que encarnaban los vampiros. El mal era más fácil de combatir cuando se presentaba bajo la forma de una espantosa criatura no humana que si lo hacía con la apariencia de un amigo.
El guerrero y el luchador convertido en sacerdote se dirigieron dando tumbos, apoyado el uno en el otro, hasta el recinto sagrado más cercano. Jander sabía que el templo de Tymora, la Dama Fortuna, estaba muy cerca, justo al doblar la esquina, pero el camino se le hacía terriblemente largo. El aire hervía de sonidos ultraterrenos: chillidos, gemidos, y —los más atroces de todos— malignas carcajadas casi humanas. Algunos muertos vivientes trataban de acercarse a ellos pero retrocedían siseando furiosos y sorprendidos al topar con Gideon, que enarbolaba el poder del dios de los mártires.
Unos cuantos habitantes del pueblo habían llegado al templo de Tymora antes que los héroes y habían cerrado las puertas contra las criaturas de la noche. Mientras Gideon y Jander golpeaban el pesado portón de roble con creciente frustración y temor, una voz conocida los llamó.
—Poneos a un lado y cubridme —ordenó Lyria con los párpados apretados y un gesto decidido en los labios. Murmuró unas palabras inaudibles, dio tres palmadas, y las puertas se abrieron de par en par ante los aterrados habitantes refugiados en el interior.
—¡Vamos! ¿A qué esperáis? —hostigó a sus compañeros sacudiendo sus rubias trenzas—. ¡Sólo los vampiros necesitan ser invitados!