—No pretendía asustarlos —se disculpó Jander—. Durante los últimos años no he frecuentado mucho la compañía de la gente, y menos aún la de los pequeños. Maruschka tomó asiento junto a él en el banco de madera y encogió los hombros, con lo que el escote de la blusa resbaló y un hombro quedó al descubierto.
—A mí también me molestan —confesó con una breve risa—. Prefiero los animales; al menos se los puede domesticar.
Jander levantó la vista al percibir un carraspeo, y se encontró frente a un hombre mayor de aspecto poco agradable.
—Señor, deseo darle las gracias por salvar la vida de mi hijo —explicó rígidamente—, aunque bien saben los dioses que a veces lo mataría yo con mis propias manos.
Con una inclinación de cabeza, se alejó hacia Petya, que entretenía al auditorio con el relato de la huida. Para disgusto de Jander, el hombre tiró a Petya de una oreja con una mano mientras con la otra se aflojaba el ancho cinturón de piel. El chico lanzó un grito, se soltó y echó a correr hacia el bosque. Pero el padre era más veloz, y pronto estaban discutiendo fogosamente. En efecto, Petya sabía bien qué castigo iba a recibir.
—¿Va a pegarle de verdad?
—Observa —repuso Maruschka con un gesto de complicidad.
Padre e hijo seguían discutiendo con ademanes cada vez más acalorados. De pronto, el hombre cogió al muchacho y lo abrazó estrechamente; Petya respondió con la misma intensidad. Cuando el padre se apartó para examinar las heridas del chico, los ojos de ambos brillaban inundados de lágrimas.
—¿Pegar a nuestros pequeños? —Maruschka sonrió—. Jander, los niños son lo más preciado del mundo para nuestro pueblo; aunque para mí tal vez no, ¿eh? —puntualizó con una risa—. Somos muy pocos, ¿comprendes? De todas formas, Petya se hará mayor un día de éstos —suspiró.
—No desees que llegue ese día demasiado pronto —replicó Jander con suavidad.
Había visto nacer y marchitarse muchas flores a lo largo de los siglos; la imagen del atrevido Petya consumido y cargado de años lo entristeció. Maruschka advirtió el cambio y lo miró inquisitivamente un momento. Después preguntó en tono grave:
—¿Quieres que te diga la fortuna que te aguarda?
—La conozco bien —respondió con calma—. No me aguarda sorpresa alguna y no me gustaría que inventaras un futuro de ficción para complacerme.
De no haber sido por el evidente abatimiento del elfo, la gitana se habría sentido muy ofendida por el insulto a sus talentos implicado en la respuesta.
—Soy una adivina auténtica —manifestó con orgullo—; tal vez pueda proporcionarte las respuestas que buscas. —Jander la miró escrutadoramente—. Es posible que te diga por qué estás aquí, elfo del sol naciente de Toril.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió con ojos gatunos.
—Mi abuela lo sabía.
Madame
Eva es la adivina y la jefa de nuestro clan, y ha visitado tu tierra. A ella debes la buena acogida de esta noche; además me encargó que te dijera que hay una cueva cerca de aquí, aunque no comprendo para qué la necesitas.
Jander estaba muy confuso. ¿Sabría
madame
Eva que también era un vampiro? ¿Por qué otra razón habría de querer una cueva? Tal vez para cobijarse, como cualquier otro mortal. De todas formas, era interesante que Eva conociera Toril.
—¿Me presentarías a tu abuela, Maruschka? Si es cierto que ha visitado mi tierra podríamos hablar amigablemente.
—Se ha ido a la cama; es vieja y se cansa enseguida. —Curvó los rojos labios en un rictus burlón—. ¿Por qué pasar el rato con una anciana cuando tienes mi compañía? Vamos, Jander Estrella Solar, déjame que te diga la buenaventura; suelo cobrar caro el servicio pero te lo ofrezco como regalo, por la vida de mi hermano. ¿Me insultarías rechazándolo?
Lo miró por entre sus oscuras pestañas mientras hablaba en un tono zalamero y burlón que despertó en Jander el nostálgico recuerdo del coqueteo elegante, que también le había sido negado durante siglos. Ese juego inocente y divertido de forcejeo entre los sexos había desaparecido como tantas otras cosas del pasado… —Muy bien, acepto.
—Ven a nuestro carromato. Tengo las cartas allí.
—¿Es correcto llevar a un desconocido a tu casa estando sola? —inquirió con una sonrisa.
Ella lanzó una carcajada mostrando los dientes, blancos e iguales, al tiempo que sacudía hacia atrás la gruesa trenza negra.
—¡Escucha, «payo»! Los vistanis sabemos cuidarnos solos.
Dio un golpecito al amplio cinturón de cuero negro que le ceñía la estrecha cintura, y Jander vio un pequeño y útil puñal allí escondido. Con la sonrisa aún en los labios, lo animó a seguirla hasta los carromatos de la familia. Tal como correspondía al linaje de
madame
Eva, los adornos de los
vardos
eran auténticas creaciones artísticas. Maruschka lo llevaba hacia uno pequeño y muy bonito. El tenue resplandor de la hoguera no permitía distinguir los colores con claridad, pero Jander vislumbró el grabado de un lado, una escena forestal con ciervos y liebres. Un poni pío, atado a la parte trasera, dormitaba satisfecho.
Cuando Jander y Maruschka se acercaron, el animal despertó sobresaltado y levantó las orejas escuchando con atención; abrió los rosados ollares al captar el olor de no-muerto de Jander y comenzó a relinchar frenéticamente, tirando de la cuerda que lo ataba para retroceder. Maruschka se acercó al animal e intentó calmarlo, pero la bestia estaba enloquecida de terror.
Jander se concentró y envió un mensaje silencioso al aterrado poni para que se tranquilizara.
Silencio… Cálmate, amigo
… Obedeció, aunque todavía temblaba con los ojos desorbitados y girados. Maruschka frunció el entrecejo y miró fijamente a Jander mientras acariciaba el cuello del animal. El vampiro sonrió con intención de tranquilizarla a ella también.
—Petya te explicó lo de los lobos; sin duda todavía estoy impregnado de su olor.
—Sí, debe de ser eso —asintió Maruschka lentamente.
Tras subir los pocos escalones de madera que llevaban al
vardo
, la muchacha abrió la puerta y fue a encender unas velas mientras Jander esperaba fuera, incapaz de entrar hasta ser invitado. Unos segundos después la gitana adivina sacaba la cabeza fuera.
—¿A qué esperas? ¡Entra!
Así lo hizo, agachándose porque la entrada era baja. El
vardo
no era espacioso y la gran cantidad de objetos que Maruschka acumulaba allí lo hacía parecer más pequeño aún. Cinco grandes cojines de vivos bordados formaban un círculo en el suelo alrededor de una bola de cristal colocada sobre una preciosa peana metálica. En los estantes de madera se apiñaban toda clase de guijarros, abalorios, huesos y otros artilugios que los gitanos utilizaban para predecir la fortuna. La cama de Maruschka, situada en el extremo opuesto, era un jergón pequeño y recio cubierto de pieles de lobo y una manta de lana tejida. Las tres lámparas que colgaban de sendos ganchos en el techo curvado iluminaban perfectamente el interior.
—Siéntate, voy a buscar las cartas —le dijo la muchacha. Mientras Jander se acomodaba entre los mullidos cojines, oyó un repentino graznido de alarma y miró sobresaltado alrededor; acurrucado en un rincón, en el interior de una enorme jaula, había un cuervo de gran tamaño. Observaba al elfo con atentos ojos negros, y antes de que pudiera graznar de nuevo, Jander le envió una orden de silencio que lo sumió en el sueño—. Es
Pika
, que significa malicia. Lo dejo suelto de vez en cuando y regresa a casa con los objetos más extraños. ¡Ah! ¡Aquí están! —Maruschka dejó de revolver bajo la cama y sacó un mazo de cartas mucho más grande de lo normal; Jander se quedó mirándola—. Las dibujó Petya para regalármelas en mi cumpleaños, hace unos meses —le explicó—. Espero que te gusten —añadió, tendiéndoselas—. Barájalas.
—¿Cuántas veces?
—Hasta que te parezca que están bien entre tus manos —repuso con un encogimiento de hombros.
Jander puso en blanco la mente y comenzó a barajar con sus largas manos doradas. Era una pérdida de tiempo, pero tal vez consiguiera que la joven le hablara de Strahd. El instinto le decía que Maruschka sabía mucho más sobre esa tierra y su señor que el despreocupado Petya; también sospechaba que sería mucho más difícil de sonsacar. Maruschka se sentó en un cojín en frente del vampiro y puso a un lado delicadamente la bola de cristal sin apartar de él sus negros ojos.
De pronto, Jander comprendió lo que le había querido decir: las cartas
estaban bien
entre sus manos, parecía que le hubieran enviado un mensaje: «Es suficiente, déjanos ya». Lo sorprendió, porque siempre había tomado a los gitanos por farsantes y embaucadores, ignorantes de la magia; no obstante, los vistanis eran definitivamente distintos. Dejó las cartas sobre la mesa.
—Extiéndelas —dijo Maruschka con voz grave y madura; también su rostro parecía haber envejecido. Jander hizo lo que le pedía—. Ahora escoge seis.
La joven tomó las que le dio, apartó el resto con cuidado y dio la vuelta a la primera. Mostraba una bella estrella fugaz, con un arco iris de colores, transportada por una mujer igualmente hermosa. El elfo se quedó muy sorprendido al descubrir que Petya, que tan frivolo parecía, poseía un delicado sentido estético.
—Esta carta representa tu pasado lejano —dijo con una sonrisa—. Es la mejor del mazo, está llena de bondad, esperanza y promesa. Tenías un espíritu hermosísimo entonces, Jander Estrella Solar.
El elfo no podía enfrentarse a su mirada y la joven giró otro naipe. Su expresión se tornó triste, sin que Jander comprendiera el motivo. La carta tenía buen aspecto: dos enamorados en un bosque verde unidos por las manos; el hombre miraba recelosamente.
—No parece tan mala —se aventuró a decir.
—Normalmente no lo es. Se llama la carta de los amantes, pero, mira, está invertida, lo cual significa que hubo una separación en el pasado reciente… Te enamoraste y la perdiste.
Jander comenzó a tomar en serio el arte adivinatoria de la gitana. Maruschka volvió la tercera carta, una mujer con una balanza y una venda en los ojos.
—Vas en busca de justicia. —Frunció el entrecejo y tocó la carta con ligereza mientras su mirada se distanciaba—. En busca de venganza —corrigió con suavidad. Dio la vuelta al siguiente arcano y se sobresaltó imperceptiblemente ante el esqueleto que, guadaña en ristre, la miraba con una mueca. Levantó los ojos hacia Jander y se asustó al ver la sutil sonrisa sarcástica de sus labios—. Ésta te representa a ti —reveló—; es decir, a tu situación presente. En realidad augura cambios, no muerte.
—Querida —dijo Jander, sonriente aún—, creo que, en este caso, significa exactamente lo que es.
—Entonces, ¿eres un guerrero? —preguntó, con la idea de que había algo que no encajaba en Jander.
—Sí, lo fui antaño, hace mucho tiempo; y todavía lo soy en cierto modo. Por favor, continúa, has despertado mi interés.
A Maruschka no le gustaba nada la amarga sonrisa con que el elfo se burlaba de sí mismo; insinuaba algo peligroso. Habría preferido verlo sumido en la melancolía, con sus extraños ojos plateados llenos de honda pena. Captó entonces la amenaza que se ocultaba bajo la pulida apariencia del «payo», pero era delgado y estaba segura de que podría dominarlo en la lucha. De todas formas, acercó subrepticiamente la mano derecha al puñal del cinturón. Giró la lámina siguiente con la izquierda y cerró los ojos al verla.
La carta de la muerte solía alarmar a la gente, pero la que acababa de descubrir era la más aborrecida entre los adivinos, la que jamás querían encontrarse en una tirada: la torre. Petya la había dibujado inspirándose caprichosamente en el castillo de Ravenloft; la estructura se sacudía con violencia y precipitaba a la gente hacia la muerte.
—Ésta es mala —musitó—, muy mala… —Apretó la mano en torno al puñal.
—Lo cual corrobora lo acertado de la lectura —replicó dulcemente el elfo—. Maruschka —prosiguió con ternura—, aparta la mano de la daga. No tengo intención de hacerte daño.
Sobresaltada, lo miró y encontró otra vez los ojos plateados llenos de sufrimiento. Avergonzada de sí misma, abrió la boca para disculparse, pero Jander le hizo un gesto con la mano.
—¿Qué me anuncia esta torre de mal agüero?
—Significa el caos y la destrucción, que se producirán en el futuro.
—Delicioso.
Maruschka descubrió deprisa la última imagen y sonrió aliviada. Era el sol, la que más le gustaba personalmente. Un niño de unos tres años tendía los brazos rollizos hacia la esfera luminosa que quedaba justo fuera de su alcance.
—El sol representa éxito y victoria y tiene mucho que ver con los niños. Si buscas justicia, la conseguirás por medio del sol y los niños. —Volvió la vista a Jander, segura de que le había proporcionado cierta felicidad con el último naipe. No obstante, su rostro estaba más triste que nunca, agobiado por el agotamiento y la resignación—. El sol es una carta muy buena —insistió.
—Tal vez lo sea para la mayoría, pero no para mí. Te agradezco que me hayas dedicado este rato, Maruschka; ha sido… revelador. Ahora tengo que irme. —Se levantó con gallardía—. ¿Me dijiste que había una cueva por aquí?
Maruschka no podía soportar verlo partir en aquel estado, tan privado de esperanza; al fin y al cabo, había sido ella, y no él, quien había insistido en leerle el futuro, y las oscuras predicciones lo habían deprimido.
—Quédate un poco más con nosotros y disfruta de las danzas. Muy raramente gozan los «payos» de semejante privilegio, y, por prolongada que sea tu existencia, tal vez no vuelvas a tener otra oportunidad.
Le hizo mucha gracia la expresión; sí, «prolongada existencia» en verdad. En cualquier caso, no debía mostrarse descortés con aquella gente que vivía una libertad de la que muy pocos en Barovia podrían jactarse. Además, ¿quién sabía si no volvería a necesitar de su sabiduría y de sus habilidades en otra ocasión?
—Como prefieras, señora… Hace mucho tiempo que no me regalo con un espectáculo tan festivo como la danza.
Se dejó conducir fuera; pasaron junto al poni, que aún dormía bajo el efecto de la orden, y llegaron al círculo de la hoguera. El agudo sonido de los violines cortaba el aire; oyó el repiqueteo alegre de las panderetas y el pulso subyacente y constante del
bodhran
. Unas pequeñas siluetas se recortaban contra las llamaradas; las risas, las palmas y, de vez en cuando, el dulce y puro trinar de una lengua extraña se elevaban con el humo hacia el cielo negro que encerraba todo bajo su bóveda.