Se estremeció a pesar del aire balsámico y cargado de fragancias primaverales.
Magia
.
La luna se ocultaba tras los bancos de nubes o se zafaba de ellos revelando y oscureciendo alternativamente el desconocido entorno. En vez de pisar hierbas congeladas por la helada, se hallaba en un camino bien conservado pero poco utilizado, y las siluetas de los árboles que lo bordeaban se cernían sobre él desde la altura. Eran manzanos en plena floración que cubrían el suelo de pétalos a cada soplo de brisa. El sendero describía una curva más adelante y después descendía bruscamente. Se acercó a la cima y contempló el valle, en cuyo fondo reposaba un enorme círculo de espesas nubes.
Desde la atalaya columbró la aldea situada en medio de la niebla y, hacia el norte, un imponente castillo colgado sobre las casas como un buitre al acecho.
Un aullido lastimero rasgó el aire, seguido inmediatamente por doce más, hasta elevarse en un coro bárbaro cuya fuente se acercaba por momentos. La manada de lobos no le preocupaba; no era licántropo pero sabía lo que significaba correr por las colinas a cuatro patas con el olor de la presa quemando el hocico. Todavía no se había cruzado con ninguna bestia que no se rindiera a sus órdenes.
Los aullidos iban en aumento; echó la cabeza hacia atrás, captó un ligero viento y, al olisquear, percibió un rastro salvaje matizado de almizcle. Cuando la manada rebasó un pequeño cerro, la luna se reflejó en sus fulgurantes ojos. Eran muy grandes, unos enormes e hirsutos bultos de sombra y negrura. Jander clavó la mirada plateada en el jefe, y lobo y vampiro se estudiaron mutuamente un momento hasta que la bestia se volvió a sus compañeros y de nuevo hacia Jander; ladeó la cabeza y movió las orejas como sopesando la situación.
El elfo, impresionado en cierta medida porque sus órdenes mentales siempre habían sido obedecidas al momento, entrecerró los ojos y se concentró con mayor intensidad.
Marchaos
, les dijo en silencio; percibió la fortaleza, la astucia y la amenaza de las bestias, que no hacían el menor amago de doblegarse. ¡
Marchaos
!
Por fin, los poderosos animales se alejaron y se perdieron en la noche.
—Id en paz, hermanos —pronunció, solo otra vez.
Una nube engulló la luna y la noche se transformó con rapidez mortal; la blancura de las flores del manzano parecía un sudario, el camino duro y polvoriento se retorcía como una serpiente… A pesar de suspirar por el sol, Jander era un habitante de la oscuridad y sabía que no tenía nada que temer de las sombras; no obstante, un escalofrío helado le recorrió la columna vertebral.
Antaño, el elfo por cuyas venas circulaba sangre caliente había conocido el temor a las tinieblas, aunque ni entonces era la oscuridad misma lo que lo atemorizaba, sino lo que pudiera esconderse bajo su manto. A pesar de todo, la noche de esa extraña tierra le producía miedo; incluso el suelo que pisaba transmitía sensaciones malsanas. Había llamado «hermanos» a los lobos llevado sólo por la fuerza de la costumbre, y no por un sentimiento de fraternidad; aquellos ejemplares no tenían nada que ver con él. De haberle flaqueado la voluntad de imponerse, habrían saltado sobre él y lo habrían despedazado por mero placer. Los lobos de Faerun, salvo contadas excepciones, eran bestias normales, nómadas en busca de alimento bajo cielos oscuros, pero nada más. Los que acababa de ver, en cambio, enormes y velludos y de mirada siniestra, estaban plenos de malicia.
Volvió la atención de nuevo hacia los únicos rastros de civilización que tenía a la vista, pero no le sirvieron de consuelo. La aldea que se agrupaba por debajo de él parecía prisionera en el anillo de niebla sobrenatural, y la amenazante silueta del castillo en lo alto desprendía un halo que personificaba la maldad.
Suspiró. No tenía la menor idea de dónde se hallaba ni de cómo había llegado hasta allí; los únicos que tal vez le explicaran algo eran los habitantes del pueblo y el castillo, y decidió acudir a la aldea porque allí pasaría inadvertido más fácilmente. De pronto se acordó de las ropas, empapadas de la sangre de las víctimas inocentes del asilo; no podía aparecer en la población de aquella forma.
Se miró la túnica para comprobar la magnitud del estropicio y se encontró con otra sorpresa más en aquella noche cargada de sucesos inesperados. Toda su vestimenta estaba impecable; la fuerza o la persona que lo había transportado hasta allí había tomado medidas para facilitarle la entrada entre los lugareños.
Sonrió tétricamente; tenía la curiosa sensación de que lo vigilaban. «En ese caso, demostraré a quien sea que no me dejo intimidar», se dijo. Echó la capucha hacia atrás y se sacudió el cabello al aire. Había pronunciado el voto de llevar a cabo una misión de venganza y, si debía cumplirse allí, así sería.
Lleno de recuerdos de Anna, se encaminó con paso seguro por el sendero que llevaba a la aldea envuelta en niebla.
La casa tardaba una eternidad en quedar silenciosa. Anastasia se tapó hasta la barbilla con los edredones bordados fingiendo dormir e intentó aquietar el martilleo del corazón.
La luna se colaba en la espaciosa y bien amueblada habitación por los intersticios de la persiana y tendía dedos de luz lechosa sobre los rasgos de su hermana medio dormida. El picaro rostro de Ludmilla era sereno durante el sueño, y su cabello oscuro se esparcía por el blanco almohadón. Sólo tenía diez años y compartía el dormitorio con Anastasia, lo cual dificultaba a la joven de diecisiete continuar con las actividades nocturnas que había empezado hacía unas semanas.
Anastasia se removió, y el crujir de las finas sábanas sonó ensordecedor en medio del silencioso cuarto, de modo que siguió esperando. Cuando por fin no oyó ruido alguno, ni en el dormitorio de sus padres ni en el de los criados, en el piso inferior, salió de la cama completamente vestida con las prendas más sencillas: una blusa de lino y una simple falda. Tomó una cinta que tenía en la mesita de noche, se recogió el cabello y se puso un par de botas.
Se le humedecieron las palmas mientras rebuscaba bajo el colchón la cuerda que había escondido. Ludmilla gimió en sueños, y su hermana se detuvo en seco, pero la pequeña no despertó y la jovencita cerró los ojos aliviada. Ató un extremo al sólido pilar de la cama, abrió la persiana y la ventana con el menor ruido posible y dejó caer la cuerda hasta abajo. Respiró hondo y musitó una rápida oración; luego hizo acopio de valor y comenzó a descender.
Esperaba encontrar a Petya abajo pero, decepcionada, no vio aparecer su delgado cuerpo de entre las sombras. Musitó un juramento mientras paseaba de arriba abajo con el pálido rostro demacrado por el nerviosismo. Era peligroso aguardar tan cerca de la casa porque a su padre podría pasársele por la cabeza salir a tomar el aire, y la despellejaría viva si la encontraba fuera; lo veía como si lo tuviera delante, con la calva brillante de sudor y la papada cargada y temblorosa. «¡Eres la hija del burgomaestre, no lo olvides! ¡No eres una vulgar prostituta!». No, quedarse allí sería llamar a gritos al desastre, y decidió no esperar más. Echó a correr por las oscuras calles de la aldea, bien arropada en una capa negra para ocultar su identidad, en caso de encontrarse con alguien que la reconociera, aunque eran muy pocos los que se aventuraban ya a salir por la noche. Apretó el paso cuando la luz de la luna la hizo más visible, si bien agradecía la luz sobre el camino que pisaba. Dejó el sendero y continuó por otro abandonado, tropezando de vez en cuando, hacia el círculo de piedras de la colina, donde a veces se reunía con Petya.
Aquella noche todo parecía agigantado y amenazador; los árboles eran colosos ceñudos, y las peñas, contratiempos amenazantes. Los ancianos del lugar solían hablar de un tiempo en que Barovia era casi tan segura durante la noche como a pleno día. La comadre Yelena, por ejemplo, le decía: «Lo más peligroso que podía suceder por la noche en aquellos tiempos era tropezar con un montón de estiércol».
Anastasia esbozó una sonrisa a pesar de la aprensión, mientras alcanzaba el círculo y se hundía en la sombra de una piedra. Recordó que su madre había regañado a Yelena y la había obligado a ella a marcharse; sin embargo, la comadre la había hecho reír. Su sonrisa nostálgica comenzó a borrarse. Las cosas buenas de que Yelena le hablaba habían desaparecido antes incluso de que la anciana naciera, y ahora la noche albergaba sombras que ni siquiera quería imaginar. Habían encontrado personas literalmente despedazadas por manadas de lobos; otros hablaban de cadáveres completamente desangrados, y los aldeanos murmuraban del conde Strahd.
«
Conde Strahd
», parecía susurrar el viento entre las copas de los árboles. Una lluvia de pétalos cayó de los manzanos como una nube de fantasmas; la joven se estremeció, arrebujada en la capa, y buscó la protección de la piedra, que le daba refugio con su sólida presencia. Se decía que aquel lugar había sido sagrado en algún tiempo pero ya no era más que un círculo de piedras.
Intentó concentrar el pensamiento en su amante gitano; ese idilio ilícito encerraba peligros… y emociones. Los vistanis tenían un aire misterioso que la atraía hacia el joven y fanfarrón Petya, con sus oscuros ojos rebosantes de magia y sus caricias expertas y hábiles; se movía con un espíritu de libertad que Anastasia, acobardada por su padre y la actitud represora de todo el pueblo, sorbía como si de vino se tratara. A veces se preguntaba si no estaría más enamorada del estilo de vida del gitano que del propio joven.
El aullido de un lobo espantó las agradables imágenes y le aceleró el ritmo del corazón.
—Date prisa, Petya —musitó.
Decían que los lobos eran criaturas de Strahd. Anastasia sólo había visto al señor de Barovia en una ocasión, hacía pocas noches, y desde luego con una vez tenía suficiente. El conde había asistido a las fiestas de primavera invitado por su padre; era alto y delgado, según recordaba, de cabello negro bien peinado y ojos oscuros y profundos. Acudió con un impecable traje hecho a medida, de color negro y animado con brillantes toques de puntos rojos como gotas de sangre. Sonrió de una forma extraña cuando el burgomaestre le presentó a su hija mayor y le clavó una mirada de apreciación que la hizo sentir muy incómoda. Cuando él le besó la mano, tuvo que apelar a toda su capacidad de autocontrol para no lanzar un chillido al contacto de aquellos labios helados. Unos aseguraban que el conde tenía escarceos con la magia, y otros, que las damas que le gustaban solían desaparecer.
Anastasia tragó saliva al escuchar un ruido en medio de la oscuridad; se aferró a la capa con mano temblorosa y deseó fundirse con la roca.
Oyó el ruido otra vez: pasos lentos y deliberados que se acercaban. Menos mal que la protegía el círculo de piedras, aunque las advertencias de su padre sobre los cadáveres desangrados asaltaron otra vez su imaginación.
Una mano le tapó la boca. El corazón le dio un vuelco, y ella se volvió contra el atacante a patadas y arañazos, impelida por la fuerza del miedo. De pronto, la luna salió de detrás de una nube y comprobó que se trataba de Petya, que sonreía más ampliamente de lo habitual con su moreno rostro blanqueado por la luz de la luna; también su chaleco de abalorios y sus voluminosos pantalones rojos aparecían descoloridos bajo el resplandor nocturno.
—Tú —resolló falta de aire, mientras Petya reía, jactancioso. Se tiró a sus brazos y le dio puñetazos en el pecho hasta que rodaron juntos por el suelo. La joven se debatía aún, arrebolada por la vergüenza, cuando Petya la inmovilizó bajo su peso. Ella lo miró fijamente, pero el enfado ya pasaba—. ¡Vistani, diablo loco! —siseó en son de broma.
Petya movió las oscuras cejas imitando jocosamente el gesto de un villano de mascarada y se inclinó para besarla. La muchacha respondió al abrazo, diciéndose que la noche ya no le parecía tan fría.
Una hora más tarde, Petya se despedía de Anastasia a regañadientes y se demoraba viéndola escalar por la cuerda hasta su habitación con la falta de agilidad de un caballo sobrecargado. Suspiró al tiempo que sacudía su oscuro cabello.
No podía decirse que amara a la hija del burgomaestre; lo atraía, y con seguridad la echaría de menos cuando la tribu emigrara, pero la joven encajaba en su mundo tan escasamente como él en el de ella. El burgomaestre no se avendría jamás al matrimonio de su hija con un gitano, y los tribales vistanis no aceptarían nunca que uno de los suyos llevara a una «paya» al campamento.
En fin, así era la vida. Aspiró el aire fragante y espantó la melancolía como un perro se sacude el agua. Era primavera y había muchas cosas de que disfrutar, además de las mujeres; fuerte a pesar de su complexión pequeña, se cargó un pesado fardo de cañamazo al hombro y se dirigió a la Guarida del Lobo con paso airoso. La taberna estaría llena de aldeanos ansiosos por distraerse con su ingenio.
La Guarida del Lobo no era el lugar más alegre en aquellos tiempos de pesadumbre; consistía en un edificio de tres pisos, blanqueado y con artísticos aleros de motivos florales. La luminosidad de la fachada, sin embargo, subrayaba el contraste con el poco animado interior, donde las lámparas siempre escaseaban, y la cantina parecía cobijarse en la oscuridad; el fuego, que ardía como malhumorado, contribuía escasamente a disipar las sombras, y menos aún a calentar la sala. La taberna sacaba poco provecho de los escasos aldeanos que aún se aventuraban a salir de noche y, por lo tanto, tenía un triste aspecto de abandono. Incluso el tabernero resultaba hosco, muy alto y delgado entre los lugareños, fornidos y de baja estatura. De todas formas, trataba bien a los pocos que conocía y miraba con desconfianza a los recién llegados, aunque aceptaba su dinero siempre que reconociera la moneda.