Jander nunca se había sentido tan impotente; miró a Anna con los ojos cargados de dolor.
—Magia —susurró—. ¡Maldita sea la magia!
—¡Vamos, hijo mío! —lo consoló, al tiempo que le ponía una mano sobre el hombro para encaminarlo hacia la puerta—. Vas a enfermar tú también; ya estás muy frío.
—¡No! —rehusó, mientras se desprendía de la mano del sacerdote—. Me quedo.
—Pero… —Jander lo paralizó con una mirada plateada—. Bien, tal vez tengas razón —admitió—; estoy seguro de que la joven agradece un poco de consuelo. —Llegó hasta la puerta de la sala y abrió.
—Señor…
—¿Sí, hijo mío?
—Gracias.
—Rezaré por ella —le dijo sonriendo con tristeza—, y por ti —añadió mientras salía.
Solo entre las enajenadas, Jander se hundió junto a la que había cuidado a lo largo de treinta veranos. La fiebre continuaba muy alta y, a pesar de que la joven había recuperado la conciencia, no reconoció a su protector. El elfo apoyó una mejilla sobre su cabello y le apretó el hombro con la mano, fría como un témpano.
Tomó la decisión fatal sin pensarlo siquiera… Era la única salida. Anna agonizaba pero él se negaba a la separación definitiva.
—Anna, amor mío —susurró—, si hubiera otra forma de permanecer unidos…
Le acarició la mejilla ardiente y reseca, enrojecida por la fiebre e, incapaz de resistirse más, se la besó; unos labios de frío cadavérico recorrieron la mandíbula y la garganta de la joven y se apretaron contra la vena que latía. En ese momento pensó que si alguna deidad lo hubiera escuchado, habría pronunciado una plegaria por el éxito de lo que iba a hacer esa noche: un acto preñado de peligros y esperanza al mismo tiempo. Entonces sintió en la boca la conocida sensación amarga de los colmillos que emergían, listos para hundirse en la carne suave y blanca en busca de sustento. La mordió en la garganta con rapidez, antes de que el valor lo abandonara, a mayor profundidad que nunca en su vida; la piel opuso una leve resistencia y enseguida cedió para dar paso a un borbotón de líquido caliente.
Anna contuvo la respiración y trató de alejarse de la sensación dolorosa, pero la fuerza del vampiro era más que mortal y no logró zafarse del abrazo; dejó de debatirse poco a poco hasta rendirse por completo.
Jander bebía con ansiedad el fluido cálido de sabor a cobre que le caía por la garganta, mientras la energía vital que transmitía comenzaba a filtrarse en su cuerpo fortaleciéndolo y encendiéndole los sentidos. Hacía mucho tiempo que no se permitía semejante banquete, y casi había olvidado el regocijo y el calor que procuraba la alimentación verdadera. Se rindió al placer hasta percibir oscuramente que el sabor se tornaba ceniciento y vacío.
Se detuvo en seco. Casi había traspasado el límite bebiéndole toda la sangre en el delirio del hambre. Enseguida, y sin dejar de mecerla entre los brazos, se abrió un corte profundo en la garganta con una uña en forma de garra. La sangre nueva, la de Anna, brotó de la incisión. Jander movió a la muchacha como si fuera una muñeca hasta aplicarle la boca a la herida.
—Bebe, mi amor —le dijo con voz ronca—. ¡Bebe y únete a mí! —Anna no hizo el menor gesto y Jander, atemorizado de pronto, le hundió la cara en la herida—. ¡Anna, bebe!
Ella intentó apartarlo débilmente, y él la miró enfurecido. Anna sonrió con serenidad, lúcidamente, con el rostro empapado de sangre fresca. Un vestigio de cordura volvió a la torturada muchacha como una bendición, a escasos latidos ya de la muerte. Estaba en sus cabales en el momento en que rechazaba la inmortalidad que Jander deseaba compartir con ella por encima de todo. Las fuerzas la abandonaban, pero reunió la energía necesaria para acariciarle el rostro dorado, satisfecha, feliz incluso de haber tomado esa decisión.
—Sir —musitó con una lágrima solitaria que le bajaba por la macilenta mejilla. Cerró los espléndidos ojos por última vez, y su cabeza cayó flojamente hacia atrás, sobre el trémulo brazo de Jander.
—¿Anna? —Sabía que había expirado, naturalmente, pero no cesaba de repetir aturdido—: ¿Anna, Anna?
Recobró el conocimiento poco antes del amanecer. Tenía los ojos cerrados todavía cuando se dio cuenta de lo que lo rodeaba. Lo primero que percibió fue el silencio; ni un gemido aislado ni un grito le llegaba a los oídos; ni una respiración ni un rumor, ningún sonido en absoluto. Después notó el olor: caliente, de cobre, tan familiar para él como su propio nombre.
Estaba tumbado en el suelo y trató de ponerse en pie, y entonces comprendió que durante las últimas horas había tomado forma de lobo. Con los ojos cerrados todavía, se lamió las mandíbulas con una lengua rosada y saboreó el líquido de donde procedía el olor a cobre. ¿Qué había hecho? Habría preferido no saberlo, pero tenía que afrontar sus actos. El lobo de pelo dorado abrió despacio los argentinos ojos.
No había dejado ni una sola desgraciada con vida. La visión de la masacre lo sacudió como un cuadro obsceno de carnaval. Las locas yacían desparramadas por doquier como juguetes abandonados por un niño, unas en los jergones, otras en el suelo, y todas con la garganta abierta como una segunda boca. Por un lado y por otro se encontraban también los cadáveres de los vigilantes, que habían cometido la insensatez de intentar detener la carnicería. Predominaba el color rojo sobre el gris de las piedras, como si el niño que hubiera esparcido los cadáveres desordenadamente hubiera regado después con cubos de líquido carmesí.
Emitió un gemido grave; ni siquiera recordaba haberlos atacado. Ya había matado en otras ocasiones, y a veces había disfrutado de ello, pero ignoraba que fuese capaz de semejante carnicería. Las que ahora se amontonaban en atroces hatajos sanguinolentos no eran enemigos; ni siquiera habían servido de alimento a su voracidad innatural y maldita. Era un puro desenfreno asesino que horrorizaba a su parte élfica, la que aún amaba la luz, la música y la belleza.
Toda la atrocidad del acto que había perpetrado cayó sobre su corazón como el polvo sobre una tumba. Los que morían a manos de un vampiro quedaban condenados a resucitar convertidos en vampiros a su vez. No estaba seguro de si sucedería lo mismo a esos miserables despojos… Sólo las había abierto en canal, pensaba con siniestro sentido del humor, pero no les había chupado la sangre. No obstante, la idea congelaría el corazón de cualquiera: cien vampiras dementes vagando por el paisaje nocturno de la Costa de la Espada.
Estupefacto todavía, miró a Anna; entonces cambió otra vez de forma y los elegantes músculos lobunos se disolvieron en niebla para volver a cuajar en su gallarda manifestación élfica. Recogió el cuerpo sin vida de la muchacha y lo abrazó unos instantes; la depositó después tiernamente sobre la paja y le limpió la cara de sangre lo mejor que pudo.
Había intentado convertirla en su compañera, pero ella se había negado a beber la sangre. Cuando despertara, unas pocas noches después, sería una muerta viviente más, una vampira débil y servil, su esclava, sentenciada a esa tortura para toda la eternidad, puesto que los esclavos no alcanzaban la libertad mientras su amo viviera.
—¡Oh, Anna! No era esto lo que yo quería para ti —le dijo, lleno de amargura—. La muerte habría sido preferible.
Se puso en pie lentamente, abrumado, y echó una ojeada a los cuerpos muertos hasta encontrar los restos de un celador. Palpó el cadáver ensangrentado y encontró el aro de las llaves; abrió la pesada puerta de madera y se dirigió a la otra sala mientras se preguntaba si estaría actuando correctamente. Enseguida desechó las dudas e introdujo la enorme llave maestra en la cerradura, le dio dos vueltas y abrió. La mayoría de los locos no acusó su presencia, pero unos pocos se acercaron con timidez y atisbaron al exterior. Recorrió la estancia gritando y agitando los brazos para empujar a los internos hacia la libertad. Cuando salió el último, se dirigió a las celdas individuales y las abrió también, tragándose la repugnancia.
El asilo quedó vacío; tan sólo los muertos permanecían allí. Volvió entonces a la sala de mujeres y se arrodilló junto a Anna por última vez. Se permitió un beso de despedida, gracia que nunca le había concedido en vida a causa del temor; tomó una antorcha de la pared y la lanzó contra la paja del suelo. Prendió rápidamente, y el elfo tuvo unos momentos de incertidumbre.
Llevaba una existencia tan despreciable que sentía tentaciones de ponerle fin allí mismo, de carbonizarse junto a Anna. Ese mismo pensamiento se le había ocurrido más de una vez a lo largo de su miserable vida de vampiro, pero siempre había decidido no suicidarse. Había estados peores que el suyo, y pasaría a ellos si moría.
El humo se elevaba denso y negro cuando por fin salió apresuradamente al fresco aire nocturno. No deseaba contemplar la consumición del cuerpo de Anna en las llamas, aunque sabía que era la única forma de procurar el descanso eterno a su alma.
Se dirigió en silencio hacia el oeste y se abrigó con el capote, aunque el frío intenso de la noche de invierno no lo afectaba porque los vampiros siempre estaban fríos, si no se habían alimentado; de todas formas, las bajas temperaturas nunca llegaban a hacer mella en ellos. Mientras recorría las calles vacías de las afueras de la ciudad, oía los ruidos del despertar a su espalda. Tenía la esperanza de que nadie acudiera al incendio antes de que el cuerpo de Anna hubiera ardido por completo.
Dejó atrás Aguas Profundas y prosiguió hacia el cobijo del bosque. La hierba estaba impregnada de escarcha pero no crujía al paso de sus botas grises. Los grandes árboles desnudos y silenciosos no invitaban a acariciar sus colosales troncos; sin embargo, el elfo apoyó la espalda en uno y elevó los ojos al cielo. Media luna desaparecía ya en el cielo tintado del color lavanda y rosa que precede a la aurora. Aún disponía de media hora antes de clausurarse necesariamente en la oscuridad de la caverna.
La belleza del alba le causaba más repulsa que tranquilidad; era un ser no-muerto, rechazado en todas partes; hasta Anna había rehusado la vida muerta que le había ofrecido. A lo largo de treinta años, ella había sido la única esperanza, el único soporte de su existencia, pero ahora no quedaba nada, no había nadie. ¿Quién malgastaría su compasión por la condición de un vampiro?
—¡Yo no lo escogí! —gritó con rabia al aire vacío—. ¡Tampoco lo merecía! ¿Es que no he sufrido en este estado? ¿No hay piedad para mí? —La noche seguía silenciosa, sin ofrecer respuesta, y apretó los puños—. ¡Anna! —gimió, y su voz estremeció la oscuridad. Cayó de rodillas—. Anna… —Había matado a lo que más amaba, y la ausencia de intención no paliaba su dolor.
«Tal vez la haya liberado», le susurró un pensamiento. El vampiro tragó saliva al oír esa esperanza; se obligó a recordar las dementes alucinaciones de la muchacha, y la ira dirigida contra sí mismo y su estado de muerto viviente comenzó a traspasarse hacia otra cuestión. Anna había sido una hermosa caricia en su oscura vida, le había proporcionado una razón para continuar, y ahora volvía a proporcionársela: la venganza. Estaba convencido de que había un responsable del grave mal sufrido por la joven, un mal que la había conducido al otro lado de la cordura.
Ese pecado era mucho mayor que el suyo. Pletórico de energía renovada, elevó las manos al pálido cielo.
—¡Dioses, escuchadme! ¡Escuchadme, poderes de la oscuridad y del dolor! ¡Encontraré al autor de su desgracia! ¡Lo destrozaré! ¡Que vuestro castigo recaiga sobre mí porque tengo las manos mancilladas,
pero no me neguéis la venganza
!
Ni en sus quinientos años de no-muerto, ni en sus doscientos como ser vivo se había expresado jamás con semejante angustia. El odio impregnaba sus palabras, y la tierra buena y limpia de Toril se estremeció ante la amargura que escupía por la boca. Pero había además otros poderes, mucho más corruptos que cualquier otro que habitara aquel reino, y éstos libaron la tremenda maldición de Jander como si de néctar se tratara.
En Aguas Profundas, puerto de mar, las nieblas eran un fenómeno normal, pero, años más tarde, los habitantes de la zona portuaria aún hablarían en voz baja de la bruma maléfica que apareció aquella madrugada. Llegó desde el mar como un barco pirata, húmeda y helada igual que todas las nieblas, pero impregnada de un halo de misterio. Los que se encontraban despiertos regresaron a sus casas o buscaron refugio en las embarcaciones hasta que se despejó, y los que aún dormían se agitaron al trocarse sus sueños en pesadillas. Entró como si conociera el camino, atravesó los barrios del oeste y pasó rápidamente la zona portuaria dejando tras de sí una mañana calinosa; el sol del mediodía arrasó los últimos vestigios de la extraña perturbación y el día concluyó con un esplendoroso atardecer.
Jander no fue testigo de aquella puesta de sol en Toril ni de la magnífica noche que siguió. Cuando la niebla se presentó, lo envolvió completamente, y, aunque tenía la mente tan nublada de pensamientos de venganza como el propio bosque, aún conservaba entereza suficiente para percatarse de que no disponía de mucho tiempo para llegar a la cueva.
Tomó forma de murciélago y voló hacia la húmeda guarida subterránea que tenía por hogar; la bruma entorpecía la visión normal pero los murciélagos se orientaban por la emisión de agudos sonidos que rebotaban contra los objetos y regresaban a sus sensibles oídos. Jander comprobó sorprendido que las señales sonoras que emitía durante el vuelo no regresaban a él, pero siguió batiendo las correosas alas resueltamente tras desechar la idea de perderse en aquella niebla densa y gris.
Después de un espacio de tiempo alarmante, rebotó un eco; Jander se posó en el suelo y volvió a transformarse en elfo. La niebla ya se disipaba y dejaba al descubierto un paisaje tan radicalmente cambiado que no podía dar crédito a sus ojos.
Una cosa era cierta: había esquivado la aurora y, a juzgar por la posición de la luna, ni siquiera era medianoche. Frunció el entrecejo al advertir que también la luna había cambiado; antes sólo había media y ahora estaba llena. Tampoco las estrellas se agrupaban en las constelaciones que había aprendido a identificar tras siglos de observación. Todo resultaba ajeno.
¿Qué sucedía? Por un momento se preguntó si el largo tiempo pasado entre las locas lo habría afectado hasta el punto de haber perdido la razón también. Fuera cual fuese la explicación, los sentidos le indicaban que no se encontraba en Aguas Profundas, y las desconocidas estrellas corroboraban que ni siquiera estaba en Toril.