Se quedó boquiabierto.
—¿Te llamas así? ¿Anna?
Ella asintió con ojos vivos.
—Yo soy Jander —repuso él, sorprendido por un ardiente deseo de escuchar su nombre en aquellos labios rosados.
Pero Anna se había retraído de nuevo, y una mirada sombría empañaba sus maravillosos ojos. Esa noche no hablaría más, pero el vampiro no se descorazonaba; quedaban muchas noches por delante para ganar la confianza de Anna y —ésa era su esperanza— ayudarla a recobrar el juicio.
El invierno era duro para los habitantes del manicomio. Jander robó unas mantas para procurar a Anna el mayor abrigo posible; esperaba poder dejárselas allí simplemente, pero los vigilantes comenzaron a sospechar con respecto a su procedencia. Hasta la primavera siguiente no logró una nueva victoria.
Se había materializado en la celda tan pronto como el ocaso se tiñó de negro. El jardín estaba en plena floración y había preparado un pequeño ramo para Anna; tal vez las flores le arrancaran la sonrisa radiante que tan escasas veces había atisbado. Cuando la neblina se coaguló para dar forma a su esbelto cuerpo, Anna lo reconoció y le dedicó una sonrisa luminosa que parecía devolverle la salud. Se acercó a él como una niña a su querido padre tras una larga ausencia. Jander depositó el fragante regalo en sus blancos brazos.
—Para ti, querida mía —dijo con voz aterciopelada y llena de ternura.
Anna enterró la cara entre las flores y después levantó sus grandes ojos mansos hacia él.
—¡Sir! —exclamó feliz; tiró el ramo al suelo y lo abrazó estrechamente.
Jander respondió jubiloso, y poco a poco se dio cuenta de que sus sentimientos hacia ella habían cambiado. Hasta el momento, la consideraba como un joven animal del bosque necesitado de ternura y cuidados a causa de las heridas, y como a tal la había atendido, negándose a aceptar la verdad que ahora se revelaba pujante. Le gustara o no, la realidad era que estaba profundamente enamorado.
Como si hubiera percibido el cambio en el elfo, Anna lo ciñó con más fuerza mientras le acariciaba con mano delicada los sedosos cabellos dorados de la nuca. Las emociones, adormecidas como su propio cuerpo durante tanto tiempo, volvieron de pronto a la vida con ímpetu; la pasión se mezclaba crudamente con la sed vampírica, el olor de la sangre lo superaba, y sucumbió al cúmulo de instintos. Con un gruñido, la besó en la garganta mientras los colmillos emergían rápidamente hacia el objetivo. Sin embargo, los clavó con dulzura en la blanca carne de la joven en un beso de amante, no de depredador. Anna contuvo la respiración un momento durante el primer pinchazo de los afilados incisivos, pero no se retiró.
Jander estaba a punto de materializarse en el asilo cuando unas voces llegaron desde el interior; se aplastó contra la puerta como una sombra azul y gris y se quedó escuchando atentamente.
—¡Qué bonita es! —decía una voz cálida y amable.
—Sí, desde luego —asintió la otra, que Jander reconoció como la de uno de los guardianes—. Así lleva más de cien años. Mi abuelo trabajaba aquí y la conocía, y no ha cambiado desde entonces.
—¿De verdad? ¡Pobre criatura! ¡Mira! ¡Parece que me entiende!
—No te dejes engañar; no entiende nada de nada desde hace años.
—Sí, eso ya me lo dijiste antes.
La voz sonaba ahora mucho más fría, y Jander sonrió para sí; cualquiera que se erigiera en protector de Anna era amigo suyo. Cambió de postura y pegó el oído a la piedra.
Lo que el guarda había dicho lo inquietaba. ¿Sería cierto que llevaba más de un siglo allí encerrada y que no había cambiado en absoluto? Repasó mentalmente las estaciones pasadas; para un vampiro, el tiempo no significaba nada, pero se quedó impresionado cuando comprendió que hacía más de una década que visitaba a la joven.
—Lathander es el dios de la esperanza —prosiguió la voz amable—, y la esperanza se renueva con cada amanecer, no lo olvides, hijo mío. ¿Cuál fue la causa de la enfermedad de esta mujer?
—Creemos que se debe a un maleficio, señor. ¿No se queda así la gente tiempo y tiempo por arte de magia? Jander se puso en tensión, y las manos, en acto reflejo, se le cerraron en puños. ¡Magia! Eso explicaba muchas cosas. Hizo un esfuerzo por contener la ira que se le acumulaba al oír hablar de las artes arcanas.
El vampiro élfico odiaba la magia, aunque en el pasado ésta formaba parte de su misma naturaleza y él todavía conservaba ciertos poderes del arte de los elfos, de los cuales la habilidad con la tierra se contaba entre los menores. No obstante, con el correr de los años, le había fallado en numerosas ocasiones de importancia y en la actualidad no le inspiraba la menor confianza, ni aun en buenas manos, y saber que probablemente el estado de Anna se debía a un maleficio mágico lo encolerizaba. Se obligó a seguir escuchando en calma.
—¿Alguna vez han intentado limpiarla?
—No. En realidad, no tiene familia ni nadie que pague por sanarla.
Jander se mordió los labios nerviosamente; si el clérigo de Lathander intentaba liberarla del encantamiento que la había mantenido con vida tantos años, podía matarla fácilmente. Al parecer, el sacerdote pensaba lo mismo.
—Yo lo intentaría, pero me asusta porque podría ser peligroso.
El guarda lanzó una risotada ruda y nasal.
—Pero, para vivir así, vale más morirse.
Jander estrechó los ojos irritado.
—Tal vez —replicó el sacerdote con tono helado— si cuidaras mejor a los que están bajo tu cargo, este lugar no sería una cloaca. Pienso hablar con tu superior.
En cuanto oyó abrirse la puerta, se fundió de nuevo con las sombras. Vio que el clérigo de Lathander salía a grandes zancadas, inhalando el aire fresco con agradecimiento. El humano era joven, alrededor de los treinta y cinco años, y de porte bastante aceptable; tenía el cabello largo, de color castaño, y vestía de hermosos tonos dorados y rosados, aunque con sencillez. Por su aspecto y por lo que le había escuchado decir, se ganó la estima de Jander. Por otra parte, el elfo siempre había sentido inclinación hacia las enseñanzas de Lathander, Señor de la Mañana, el dorado dios de la aurora y de los comienzos… al menos hasta el momento en que la gran oscuridad había caído sobre él prohibiéndole la contemplación del amanecer para siempre.
En cuanto el vigilante se reincorporó a su puesto, fuera de la sala de mujeres, Jander se transformó en neblina y entró. Fue directamente hacia Anna y la envolvió entre sus brazos con ternura.
—Magia. La magia te ha hecho esto. ¡Oh, Anna!
Traspasado de empatia por el estado de la mujer, le tomó la cara con ambas manos y la besó intensamente; al instante retrocedió, sorprendido por un dolor, y se llevó las manos al labio mordido.
Presa otra vez de un ataque, Anna chillaba y golpeaba la pared, y Jander se puso a su lado, como siempre, para tranquilizarla. Cuando la crisis pasó, lo miró con los ojos llenos de remordimiento. Jander la abrazó otra vez con precaución, aliviado, tendiendo un puente poco a poco sobre la sima que había abierto inconscientemente.
Nunca más volvió a intentar besarla. Por alguna desconocida razón, aquella muestra de cariño despertaba algo en su mente trastornada.
—¿Quién te ha hecho esto, mi amor? —susurró sin esperar respuesta, mientras la abrazaba cariñosamente.
—Barovia —pronunció con claridad; ya no revelaría nada más.
Barovia. La palabra sonaba rara en la boca del vampiro. ¿Sería el nombre de una persona, el de un lugar, o indicaría una acción o idea en el extraño lenguaje de Anna? No tenía forma de saberlo; sólo podía deducir que algo o alguien relacionado con «Barovia» era responsable de la presente condición de la muchacha. Descubriría el misterio.
Los días y las noches seguían su curso en Aguas Profundas. Pasó un año, y otro, aunque el tiempo carecía de importancia para la criatura no-muerta y la loca embrujada. Había progresado algo, aunque no mucho, pero Jander tenía la paciencia de los muertos y saboreaba las pequeñas victorias.
En pleno invierno, casi tres décadas después de encontrarla por primera vez, el tiempo comenzó a precipitarse.
Apareció en la celda cargado de mantas y alimentos tan pronto como la noche abrazó la tierra. Anna yacía acurrucada en un rincón y no lo saludó con la acostumbrada sonrisa cálida.
—¿Anna? —Tampoco se movió al oír su voz. Jander, asustado, corrió hacia ella y le acarició el pelo con suavidad—. Anna, querida, ¿qué te ocurre? —Le dio la vuelta con cuidado y el corazón le saltó en el pecho—. ¡Oh, dioses! —exclamó casi sin aire.
Anna tenía la tez arrebolada, cuando siempre estaba pálida por falta de sol. Le puso la mano en la frente y notó alarmado la elevada temperatura y la sequedad; respiraba rápida y superficialmente, y los ojos le brillaban de forma poco natural.
La mano helada del pánico le apretó las entrañas. Hacía tanto tiempo que no se enfrentaba a las enfermedades que casi había olvidado lo que tenía que hacer. Fiebre, ¿cómo se trataba la fiebre? Comenzó a temblar y, furioso consigo mismo, se obligó a mantener la calma.
Envolvió a su amada en una manta y permanecieron abrazados toda la noche mientras ella tiritaba y gemía, pero la fiebre no remitió.
La asistió del mismo modo durante los cuatro días siguientes; la obligaba a beber agua y hablaba con ella hasta que su propia garganta se secaba. Perdió todo el peso que había ganado gracias a sus desvelos, y la temperatura seguía sin descender. Finalmente, Jander tomó una decisión.
Todo su amor no lograría curarla; necesitaba encontrar a alguien que conociera la medicina, porque los encargados de aquel lugar ni siquiera se molestarían en procurar asistencia médica a una lunática enferma. ¡Ojalá conociera a alguna persona que fuera capaz de ocuparse de ella!
Recorrió a grandes pasos las calles desiertas de Aguas Profundas sin preocuparse de buscar el amparo de las sombras. Atravesó la miserable zona portuaria y llegó al refinado barrio del castillo. La población humana aumentaba constantemente y la ciudad había crecido a ojos vista desde la última vez que había estado allí. Los edificios nuevos lo despistaron por un momento, pero por fin encontró lo que buscaba.
El monumento de las Agujas de la Mañana aún resultaba atractivo. Lo habían construido hacía unos cien años, cuando Jander ya estaba allí, y el tiempo lo había erosionado un poco, pero no mucho. Era de piedra, con el pórtico de madera, sobre el cual se había grabado laboriosamente una representación del Señor de la Mañana, Lathander, consistente en un bello joven ataviado con ropas vaporosas y el sol naciente tras él. El elfo dudó un momento y llamó con apremio.
Nadie respondió, y volvió a golpear la puerta impacientemente. Abrieron unas contraventanas en el piso superior, y una cabeza asomó para ver quién llamaba; Jander no veía a su interlocutor pero hablaba con voz adormilada y chistosa.
—No hay por qué echar la puerta abajo, amigo; está abierta a todo aquel que desee entrar. ¡Pasa!
Jander no podía pisar un recinto sagrado bajo ningún concepto, ni aunque recibiera una invitación expresa.
—Imposible —repuso—. Se trata de un asunto muy urgente. Hay una persona enferma en el asilo. ¿Acudiréis?
—Naturalmente —respondió el clérigo sin dudar—; dame sólo un…
Jander ya había desaparecido y corría raudo hacia el manicomio. El sacerdote llegó media hora después con varias hierbas y objetos santos. Jander lo reconoció; era el joven clérigo cuya conversación con el celador había escuchado subrepticiamente unos treinta años atrás. Ahora debía de tener unos sesenta, aunque aún conservaba el atractivo. El cabello, largo y abundante como el elfo recordaba, se había vuelto blanco y el rostro surcado de arrugas lo miraba con expresión preocupada y amable. Jander le franqueó el paso.
—¿Cuánto tiempo lleva en este estado?
—Unos cuatro días.
—¿Por qué no me han avisado antes?
—No lo sé.
—Eres responsable de ellos —le dijo con expresión feroz—, tendrías que haber…
—No, sólo soy un… amigo. ¿Podéis ayudarla?
El clérigo iba a añadir algo, pero la ansiedad reflejada en el rostro de Jander se lo impidió.
—Voy a intentarlo, hijo.
Las horas pasaban con lentitud desesperante; el sacerdote oraba y entonaba cánticos mientras administraba hierbas a la joven inconsciente y la bañaba con agua bendita, pero todo era en vano. Por fin, con aspecto cansado y ojeroso, sacudió la cabeza, negativamente y comenzó a recoger sus enseres.
—Lo lamento de verdad. Ahora está en manos de los dioses. Yo he hecho cuanto he podido.
—¡No! —rehusó Jander sin atenerse a razones—. Sois clérigo; seguro que podéis ayudarla.
—No soy el Señor de la Mañana —replicó el sacerdote con una triste sonrisa—. Aunque tú tal vez sí lo seas. Me quedo sin respiración cada vez que veo un elfo del amanecer. Creo que tu pueblo está más próximo a la divinidad que nosotros los mortales, porque os parecéis mucho a Él.
—Eso me han dicho —respondió Jander secamente—, pero, si fuera un dios, ¿creéis que la dejaría morir?
El clérigo no se lo tomó como ofensa; se limitó a mirarlo compasivamente.
—Esta enfermedad escapa a mis posibilidades. No puedo sanarla porque lo que tiene es cuestión de magia, según tengo entendido, y tal vez esté relacionada con el hecho de que no la afecte el paso del tiempo. Si intentara hacer algo más por ella creo que la pondría en peligro de muerte.