Ya no podía soportarlo más. Se dio la vuelta y se alejó en silencio de los muelles hacia el corazón de la ciudad que los hombres llamaban Aguas Profundas; también había sido su hogar durante cierto tiempo, antes de que la pasión por los viajes lo arrastrara a la perdición.
Raramente se aventuraba en la ciudad, cada vez más poblada, demasiado para su gusto, y residía en una pequeña cueva alejada de la urbe donde aún encontraba árboles y silencio. Allí solazaba su innato amor élfico por la belleza y la naturaleza plantando y cuidando un reducido jardín de flores nocturnas. Esa noche, sin embargo, una necesidad imperiosa lo había llevado a merodear por las inmediaciones del muelle. Se movía en silencio absoluto, con un propósito certero, sin que las botas de piel gris resonaran sobre los guijarros. Pasó de largo ante tabernas, comercios y prostíbulos sin prestarles atención, en dirección al rincón más sórdido de la población, donde las almas más torturadas de Toril lloraban por sus vidas sin sentido, que transcurrían entre la mugre y el dolor. Torció por una esquina, los afilados rasgos descarnados por el hambre y la capa gris flotando a la espalda.
El dinero podía comprar remedios para casi todo en Aguas Profundas. Había clérigos para las heridas o magos para la buena fortuna, aunque, en ocasiones, los dioses no escuchaban las plegarias de sus sacerdotes y los encantamientos salían mal, horriblemente mal.
Antiguamente, los desgraciados acosados por enfermedades mentales que la magia no podía curar eran encerrados y aislados en sótanos o expulsados a las calles. Algunas personas especialmente crueles llegaban incluso a hacer «desaparecer» a los inoportunos familiares dementes. Hoy en día, en cambio, en el civilizado año de 1072, existía un lugar para los desquiciados sin esperanza.
Cerca ya del gran edificio de madera y piedra, Jander se estremeció; incluso desde fuera, sus sensibles oídos sufrían la tortura de la confusión procedente del interior. En su opinión, el horror de los manicomios superaba el de los castillos encantados porque en ellos se escuchaban vívidamente los lamentos de los condenados. No le gustaba acudir allí para alimentarse y lo hacía sólo una vez cada algunos años, siempre que la sed de sangre no se aplacaba con la de animales. Se preparó para lo que le esperaba dentro y se acercó a la puerta.
El asilo constaba de dos salas principales: una para hombres y otra para mujeres; en las celdas individuales encerraban a los internos cuya virulencia impedía la convivencia en la sala común, o a aquellos pocos seres patéticos cuyo sexo original había sufrido tales deformaciones que ya no se distinguía. Jander, por principio, nunca entraba en las celdas de aislamiento; a pesar de ser vampiro no podía soportar tanto sufrimiento y tanta fealdad.
En primer lugar, una mera neblina deshilachada se colaba en la sala de las mujeres entre las rendijas de los tablones de la puerta; después tomaba color azul, plata y oro y, luego, un ser que podía confundirse con un ángel se materializaba en el lugar de la neblina.
Las antorchas situadas en los candelabros de pared, lejos del alcance de los residentes, proporcionaban iluminación suficiente, porque muchos lunáticos sentían horror de la oscuridad y la luz se hacía necesaria. El suelo estaba cubierto de paja y jergones carcomidos; había bacinillas pero eran pocos los que las utilizaban. Una vez cada varias semanas, los cuidadores designados trasladaban a los internos y mojaban las salas con cubos de agua, medida que contribuía escasamente al saneamiento del infecto lugar.
Con la gracia de un gato, Jander se abrió paso entre las dementes esparcidas por el suelo; volvía la cabeza de un lado a otro mientras sus argentinos ojos escrutaban el escenario. Algunas se apartaban a su paso y corrían a ocultarse en los rincones, otras ni lo percibían, y un tercer grupo llegaba incluso a arrastrarse hacia él servilmente; apartaba con delicadeza a estas últimas.
Hacía casi medio siglo que no iba por allí y no reconocía a ninguna. Había mujeres de aspecto bastante normal, ancianas cuyo juicio se había trastocado poco a poco hasta abandonarlas por completo; otras, sin embargo, eran monstruosidades desfiguradas, víctimas de sortilegios malogrados o de maleficios deliberados, que aullaban angustiadas y se acurrucaban en los rincones. El espectáculo más lamentable era el de aquellas que permanecían cerca de la cordura, que habrían podido vivir fuera con un poco de ayuda por parte de los familiares, ayuda que nadie se había molestado en prestarles.
La creciente población de Aguas Profundas había incidido en el aumento de reclusos, tanto en número como en variedad. La mayoría eran humanos, aunque de vez en cuando se reconocía la forma agazapada de un enano o un halfling; gracias a los dioses no había elfos. En un rincón de aquel lugar frío y húmedo, una mujer arañaba sistemáticamente el muñón sangrante del brazo con una mano cubierta de escamas; las extremidades inferiores también eran de reptil y terminaban en garras de hombre lagarto, aunque su inexpresivo rostro era totalmente humano. Otra, que yacía casi a los pies del vampiro protegiéndose la cabeza con los brazos, se movió al pisarla Jander sin querer, y éste dio un respingo; un rostro completamente desprovisto de rasgos, donde sólo se distinguía una ranura roja en el lugar de la boca, se volvió hacia él.
—Ya vienen, ¿sabes? —le susurró una voz en la oreja—. Todos los ojos que te miran desde el final de las antenas, que te miran y se mueven; y las bocas, las bocas…
La demente comenzó a proferir incoherencias y a chuparse los dedos. Jander cerró los ojos. Odiaba el manicomio; se procuraría el alimento necesario y se marcharía enseguida.
En realidad, esa forma de comer hacía poco daño a los pacientes; Jander se materializaba en la celda, tomaba el fluido necesario para saciar la sed de sangre humana hasta la vez siguiente y desaparecía. Casi nunca bebía tanto como para que la víctima despertara debilitada a la mañana siguiente, y los cuidadores no tenían motivo alguno para mirarles la garganta, por lo que las pequeñas e insignificantes señales nunca habían sido advertidas.
Una mujer, algo apartada de las demás, se acurrucaba en un sucio jergón de paja arrinconado contra la pared de piedra. Al principio no le pareció muy diferente de las habituales del asilo. Tenía el cabello negro y enredado, y las pálidas extremidades muy sucias; llevaba el feo sayo marrón típico de aquel agujero infernal, que no era más que un retal que protegía escasamente del frío húmedo y no proporcionaba escudo alguno contra los torpes manoseos de las desquiciadas habitantes. Miró hacia él, tal vez al notar sus ojos.
Sorprendentemente, era bastante hermosa, y un suave gemido de pena y admiración escapó de los labios de Jander. A pesar de la porquería y el desorden de sus cabellos, debían de haber sido de un cautivador tono castaño en algún tiempo; tenía grandes ojos, brillantes de llanto, y, mientras la contemplaba, las lágrimas se desbordaron sobre la suciedad de su blanco cutis, y sus labios, sonrosados como flores perfectas en un rostro de porcelana, temblaron ligeramente.
Hacía muchísimo tiempo que el vampiro no contemplaba tanta belleza y, desde luego, no esperaba encontrársela allí. Cautivado, se acercó y se arrodilló a su lado. Ella mantuvo su luminosa mirada de color castaño fija en él.
—Te saludo —le dijo con voz dulce y musical. La muchacha no respondió y se limitó a seguir mirándolo con enormes ojos tiernos—. Me llamo Jander —prosiguió en el mismo tono suave—. ¿Y tú? ¿De dónde eres? —Ella movió los labios un poco, y Jander, esperanzado, prestó toda su atención; mas ningún sonido salió de ellos. Se levantó, profundamente decepcionado, mientras ella seguía mirándolo con confianza. ¡Dioses, qué bella…! ¿Quién habría sido capaz de encerrarla en un lugar tan horrendo?—. Me gustaría sacarte de aquí —le confesó con tristeza—, pero no podría cuidarte durante el día.
Al darle él la espalda, ella contuvo el aliento y alargó la mano hacia el elfo, con los ojos otra vez llorosos.
—¡Sir! —gimió con los brazos tendidos.
Jander no sabía qué hacer. Se habían cumplido cinco siglos sin que nada hermoso se hubiera dignado rozarlo, y ahí estaba esa muchacha, radiante y trágica, que trataba de retenerlo. Tras dudarlo un momento, se sentó a su lado y la abrazó con indecisión.
—Chst, chst. —Intentaba calmarla como si fuera una niña.
La sujetó hasta que se durmió entre lágrimas, y después la dejó de nuevo en el jergón. El vampiro se puso en pie con sigilo para no molestarla y fue a aplacar su hambre en otra parte de la sala.
Sentía el corazón más ligero que durante los últimos largos y vacíos años. Había encontrado algo maravilloso en un lugar infernal, algo que no lo temía, y debía alimentarlo; sabía que volvería la noche siguiente.
Y así lo hizo, y le llevó además comida de verdad: carne del asador de un viajero y pan y fruta escamoteados a un vendedor despistado. Jander había descubierto que los vampiros tenían excelentes condiciones para el robo, aunque muy pocos se veían en la necesidad de ejercitarlo profesionalmente.
—Bien, hola de nuevo —saludó.
Ella lo miró y sus labios se curvaron en una breve y cauta sonrisa. El elfo sintió que el corazón le daba un vuelco y sonrió ampliamente a su vez. Se sentó junto a la mujer y le ofreció la comida, pero la joven miraba sin comprender.
—Es para comer —le explicó—. ¡Cómelo! —le indicó al tiempo que hacía el gesto de llevarse el pan a la boca. Todavía no le entendía; habría tomado un bocado él mismo para enseñarle, pero ya no digería sino la sangre. Alguien se arrastraba tras él y se le ocurrió una idea. Una vieja miraba el pan con ansiedad—. Mira —le dijo a la joven, y cortó un pedazo. La vieja se lo arrebató de las manos y lo engulló con voracidad. La muchacha del cabello oscuro sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Se levantó con la intención de comenzar a repartir los alimentos entre las otras internas mientras miraba al bienhechor con una sonrisa feliz.
Jander no pudo evitar la risa, aunque se sentía molesto. La muchacha estaba muy demacrada y necesitaba alimentarse; no debería repartir lo que él le había traído…
Se levantó de un salto. La encantadora demente se movía entre sus compañeras con una intención determinada, repartiendo la comida con una gracia aprendida, como si hubiera atendido a personas anteriormente. En un instante se situó junto a ella y la obligó a mirarlo.
—¡Dioses benditos! —murmuró—. Tú no naciste en esta condición, ¿verdad?
Ella le sonrió serenamente y prosiguió con su tarea. El elfo se sentía conmovido, pleno de una repentina esperanza delirante. Si había estado sana con anterioridad, ¿podría recobrar la cordura? ¿Sería él capaz de rescatarla de aquel socavón de demencia?
Una cosa era cierta: tenía que intentarlo.
Antes de conocer a su «flor», Jander no había hecho otra cosa que sobrevivir noche tras noche, procurándose el alimento a base de sangre de animales y cuidando su jardín nocturno, donde el trabajo con la tierra y el seguimiento del desarrollo de las plantas le procuraban satisfacción. Desde que se había convertido en vampiro, vivía como un marginado, lejos de todo lo que amaba en vida.
Sin embargo, el hecho de ser un muerto viviente no parecía importar a la misteriosa joven del asilo; siempre se alegraba de verlo, aunque no se expresaba más que a través de palabras fragmentadas cuyo sentido no reconocía. En el transcurso de las semanas siguientes, logró que comiera lo que le llevaba y, por fin, comenzó a ganar peso.
Una noche, hacia el principio del otoño, estaban sentados juntos y, de pronto, ella se puso en tensión y se alejó del abrazo con un rictus de preocupación en los labios.
—¿Qué sucede? —le preguntó.
Al parecer sin escucharle, la muchacha se puso en pie bruscamente muy concentrada en sí misma. Cada vez más alarmado, Jander se acercó y le tocó el vestido ligeramente.
Ella lanzó un chillido que provocó los aullidos de otras hasta formar un coro infernal. Comenzó a retorcerse las manos, y todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en algo parecido al terror puro. La enloquecida mujer miraba con frenesí de un lado a otro como buscando una salida. Gemía quedamente, igual que una bestia acorralada, y se lanzaba contra la pared para clavar las uñas entre las piedras desnudas o para golpear con desesperación el muro indomable. —¡No! —exclamó Jander.
Llegó a su lado en un momento y la arrancó de su ciego empeño; las fuertes manos doradas se cerraron en torno a sus muñecas, y la joven se resistió unos momentos entre sacudidas lastimosas, hasta caer sin fuerzas sobre el pecho de Jander. La pared había quedado manchada de huellas de sangre y una humedad cálida le corría por los dedos. La joven se había cortado las manos seriamente y tenía las palmas y los brazos pegajosos de sangre.
Jander se lamió los labios; la vista de la sangre le estimulaba el apetito, y su mirada plateada se clavó en los destellos que la luz de las antorchas arrancaban al líquido rojo. Después volvió a mirarla a los ojos, y lo que descubrió en sus profundidades lo turbó.
Una luminosidad como la llama de una vela, tan breve que dudaba de haberlo visto, refulgía allí; un atisbo de cordura, claro y brillante como el sol en el agua, que aparecía y desaparecía.
—¡Oh, pequeña mía! —exclamó angustiado—. ¿Qué te ha sucedido?
Era la primera vez que presenciaba el misterioso frenesí, pero no sería la última. El contraste entre el destrozado estado de la mujer y la serenidad de que hacía gala el resto del tiempo le causaba dolor. Solía mantenerse serena durante temporadas, meses incluso, pero de pronto, sin previo aviso, la calma interior saltaba hecha añicos e intentaba otra vez desgarrar el muro con las uñas, huir a la desesperada, escapar de un horror que la acechaba desde su mente enajenada.
Jander hacía todo lo posible por impedir que se infligiera daño; le sujetaba los brazos a la espalda o a los lados, con tanta fuerza algunas veces que la inmovilizaba por completo. Al cabo de un rato, solía tranquilizarse y recuperar el habitual estado de flor sumisa. Tras uno de esos ataques, Jander la contuvo mientras la tensión aflojaba y se permitió apoyar la cabeza entre sus cabellos, satisfecho porque la lucha había concluido. Ella se retiró un poco y lo miró; al ver que sus labios se movían en silencio, Jander se puso en guardia. La joven se llevó una mano al corazón y balbuceó una extraña combinación de sonidos; después, otro parloteo ininteligible y luego, con bastante claridad, pronunció: «Anna».