La joven se dirigió a su amante herido sin hacer caso del dolor que le atenazaba la espalda, se arrodilló junto a él y le meció la cabeza sobre el regazo; acarició amorosamente el sedoso cabello cubierto ahora de sudor, y el muchacho abrió los párpados.
—Anastasia —balbuceó—, Jander…
—Sss, no hables. Voy a llevarte a casa para curarte la espalda. ¿Crees que estás en condiciones de dar unos pasos?
—¡Escúchame! —exclamó con apremio y desesperación—. El elfo… esta noche… le juramos amistad, ¿recuerdas? —Anastasia asintió confundida—. Es un vampiro… No podemos… —El esfuerzo era excesivo, y se desplomó entre sus brazos, inconsciente otra vez.
A Anastasia se le puso la carne de gallina, pero no a causa del frío aire preñado de lluvia. ¿La criatura dorada que los había rescatado esa noche era un muerto viviente? Parecía imposible. Sin embargo, Petya no habría regresado al pueblo si no lo hubiera considerado de suma importancia. Miró de nuevo la espalda de su amante, y un odio renovado le llenó el corazón. Tal vez Jander Estrella Solar fuera un vampiro, pero, al sopesar el experto trabajo de su padre, supo que preferiría ponerse a merced de la dorada criatura no-muerta antes que en manos de su progenitor.
Un relámpago colosal iluminó el patio con un resplandor tan intenso que la deslumbró; el trueno que siguió resultó ensordecedor, y el suelo tembló bajo sus pies. Una cortina de agua comenzó a caer del cielo cubierto de nubes, y las gotas le golpeaban la espalda. Petya despertó con la lluvia, entre toses y quejas de dolor. Por fin, con ayuda de la muchacha, logró ponerse en pie y alcanzar la puerta. Anastasia vio la delgada silueta de su madre recortada contra la luz de la casa, y sonrió para sí.
Hubo otro relámpago, y otro trueno arrollador. Se decía que Strahd controlaba incluso los fenómenos atmosféricos gracias a sus poderes mágicos. «El anillo de niebla que rodea el pueblo lo obedece —le había explicado la vieja comadre Yelena hacía mucho tiempo—. Lo ha puesto ahí para tenernos un poco ciegos. El viento y la lluvia son su ira, y los truenos y relámpagos, su espada vengadora».
Anastasia apenas veía a través de la espesa y fría lluvia y temblaba convulsivamente mientras se acercaba a la casa dando tumbos. «Si la tormenta es la cólera de Strahd —pensó en un momento de humor negro—, debe de haber recibido muy malas noticias».
La tierra permitía soñar a Jander, aunque la evasión a través del sueño no era como la de los humanos; los elfos dormían pocas horas y, siempre que necesitaban descansar o reponerse, controlaban el grado de relajación. No obstante, aquella primera jornada en Barovia, mientras esperaba la embestida de la noche, se permitió soñar.
Localizó fácilmente la cueva de la que Eva le había hablado. Era oscura y profunda, un lugar de reposo ideal para una criatura que moriría bajo los rayos del sol. Confiaba en la palabra de
madame
Eva, pero prefería descansar con ligereza a dormir profundamente. En caso de que se tratara de una trampa, los vistanis se encontrarían con un vampiro despierto sin esperarlo; estaba dispuesto a oponer resistencia.
Se guareció en el fondo de la tierra, lejos de la entrada, encogió las rodillas hasta el pecho y, arropado en sus propios brazos, apoyó la cabeza en la piedra desnuda y cerró los ojos.
Jugaba a su juego preferido: recordar la luz del sol. Se imaginaba que la luminosidad dorada se extendía hacia él desde la boca de la gruta llenando huecos y grietas e infiltrándose entre las piedras; entonces sintió un dolor en el pecho. Había repetido ese juego miles de días y siempre se preguntaba si tendría la valentía de salir al exterior a bañarse en los dorados rayos. No era el temor a la muerte lo que se lo impedía, sino el miedo al daño que podría infligirle.
En Toril existía una criatura conocida como muerte carmesí, un repulsivo monstruo gaseoso devorador de sangre que aparecía en las leyendas unido a los vampiros. Algunos decían que se trataba del alma de un vampiro asesinado condenado a errar, y la idea de convertirse en algo semejante lo impelía a ocultarse en la noche y en las sombras, alejado siempre de su añorado sol.
Su apellido hacía referencia a la luz, y ésta era lo más desgarradoramente hermoso que conocía: los rayos dorados que transformaban el color de cuanto rozaban. Cuando era un ser vivo, gozaba del día, amaba las cálidas caricias del sol y su fiero resplandor.
Durante la adolescencia en Bienhallada, él anunciaba la aurora al son de la flauta y sus amigos solían hacerle bromas: «¿Crees que no llegará el alba si no la anuncias con tu flauta, Jander?», le decían. Ahora, en cambio, estaba condenado para siempre a disfrutar de la luz sólo con el pensamiento, a recordar su caricia.
En sueños miró hacia la entrada y distinguió una sombra que tapaba la luz del sol. Retrocedió, disponiéndose a atacar, pero la silueta dio un paso y la identificó enseguida.
Era Anna.
No llevaba el horrible sayo marrón del manicomio, sino un corpiño y una falda que acentuaban su belleza y la madurez de su figura femenina. Parecía total y verdaderamente real, pero comprendió al momento que sólo estaba viva en su imaginación. Anna miraba el interior, con las pupilas dilatadas por la oscuridad, y sonreía.
—¿Por qué no vienes conmigo?
Porque era un sueño, porque deseaba reunirse con ella más que cualquier otra cosa en setecientos años, el Jander soñador se levantó y salió a la luminosa mañana baroviana.
—Esto es mucho mejor, ¿verdad?
Anna enlazó sus suaves dedos en la estilizada mano de Jander y le sonrió de nuevo. ¡Dioses, qué hermosa era! Su rostro besado por el sol se transformaba en un remanso de vividas expresiones; sus labios eran maduros y prestos a la sonrisa, y sus ojos tenían el tono castaño, cálido y resplandeciente de los de los venados. Jamás la había visto así en vida; la muchacha enajenada de tez pálida y expresión inmutable que él recordaba era una mera sombra de ese ser radiante.
Tan transportado estaba por la visión que tardó varios minutos en darse cuenta del milagro: no olía la sangre; el delirio había desaparecido junto con el vampiro y ahora, una vez más, sólo quedaba Jander Estrella Solar, un elfo dorado. Sintió el calor del sol en el cabello y, cuando se volvió hacia ella, la muchacha entornó los ojos y miró hacia otro lado.
—¡Cómo te brilla el pelo! —rió, pestañeando.
Él también reía a carcajadas libres y tintineantes, posibles únicamente en una garganta viva. Le besó los labios encendidos en busca de su dulzura, conmovido hasta la médula porque no deseaba la sangre. Ella respondió como siempre había soñado, con una dicha que, sin embargo, lo tomó por sorpresa.
—Anna —musitó mientras le acariciaba el espeso cabello con sus delgados dedos—. No tenía intención de hacerte daño, mi amor. Lo lamento tanto…
Ella sacudió la cabeza con una sonrisa espléndida y los ojos llenos de vida y calor.
—Vamos, Jander Estrella Solar. ¿Crees que no lo sabía? Tú resplandecías a través de las tinieblas de mi locura.
—Anna. —La estrechó aún más—. Dime quién te lo hizo.
—Debes descubrirlo por ti mismo. Es una prueba que tienes que superar —repuso con amplia sonrisa.
—¿Una prueba? No comprendo…
Desapareció bruscamente, y Jander advirtió que estaba solo en la caverna otra vez. Se sobresaltó y salió del sueño al oír un ronco gemido en el exterior. La cueva era negra como la boca de un lobo, y un óvalo ligeramente menos denso señalaba la entrada. Sintió su propio temblor; conocía bien los ensueños y las pesadillas, pero lo que acababa de experimentar participaba de las cualidades de ambos. Le dolía haber visto a Anna otra vez, aunque hubiera sido producto de su ardiente imaginación. No obstante, deseaba que volviera a suceder.
Un caballo relinchó y pateó el suelo en el exterior, y un segundo ejemplar relinchó también. Jander olía el calor de los animales y percibía sus efluvios mezclados con cuero engrasado, metal y el heno dulce que habían comido. La nostalgia se superpuso a la curiosidad. ¿Por qué habría caballos allí?
«Será mejor tomar precauciones», se dijo mientras olisqueaba otra vez; no percibió olor humano en las cercanías y salió de la cueva con cautela.
Los animales no tenían nada de especial, excepto su color negro como el carbón, sin una sola mancha clara que ensuciara el manto oscuro, aunque mostraban el rosado interior de los ollares al husmear al vampiro. Era evidente que actuaban bajo el efecto de un encantamiento poderoso, porque no se espantaron cuando el ser no-muerto se acercó y les acarició el cuello, lustroso y oscuro como el ébano. En algún tiempo, amaba a los caballos, y ellos a él, y los echaba de menos profundamente.
Con una última caricia, dejó a los animales y se acercó al vehículo al que estaban enganchados: un carruaje grande, espacioso, bien construido y elegante. El interior estaba tapizado en piel roja, y las ventanas tenían cristales auténticos. «Sólo un personaje acaudalado podría despilfarrar tanto en una carroza semejante», observó; dio la vuelta al vehículo para apreciar la calidad de la madera y la simetría de las ruedas.
En la parte delantera había un sitio para el conductor, pero estaba vacío y las riendas perfectamente atadas y extendidas sobre el asiento. En el negro y rojo se destacaba un sobre blanco; lo tomó y reconoció al instante la fina textura del papel. El sello de cera roja que lo lacraba tenía forma de ave, pero tan minúscula que no pudo identificar de qué especie se trataba. Rompió el lacre y comenzó a leer:
Al visitante de mis tierras,
Jander
Estrella Solar
,
el conde Strahd von Zarovich, Señor de Barovia, envía saludos.
Estimado señor: os ruego aceptéis mi humilde hospitalidad y acudáis a mi mesa esta noche en el castillo de Ravenloft. Muchas son las preguntas que deseo haceros, como creo vos a mí. Me complacería satisfacer vuestra natural curiosidad sobre estas tierras en la medida de mis posibilidades.
El carruaje os conducirá al castillo sano y salvo. Os ruego aceptéis mi invitación; quedo a la espera de vuestra llegada, que aguardo con gusto desde ahora.
Conde Strahd von Zarovich
.
Jander dobló la nota con cuidado mientras pensaba. Debería haber sabido que los vistanis comunicarían al señor del lugar la fascinante nueva de que un elfo había caído en Barovia; no podía reprochárselo a ellos, pero le preocupaba su propia resistencia a aceptar la invitación. ¿No era eso lo que quería? ¿Quién mejor que el señor de aquel lugar horrible respondería a sus preguntas?
Desdobló el papel para leerlo otra vez y tratar de descifrar un significado oculto. Sería como meterse en la guarida del lobo con la garganta descubierta, aunque tal vez fuera el lobo quien se llevara una sorpresa. No podía rehusar. Strahd terminaría encontrándolo, de ello estaba seguro.
—Bien —dijo a los caballos, que giraron las orejas en su dirección—, vamos a devolveros al establo y a conducirme a mí ante el amo.
Al acercarse a la portezuela del carruaje, ésta se abrió sola; tras un momento de duda, entró y, en ese mismo instante, se cerró de nuevo y los caballos se lanzaron al trote en una dirección predeterminada. Jander se arrellanó entre los cojines, increíblemente cómodos, y resolvió que, al margen de lo que aguardara al final del trayecto, disfrutaría del viaje hasta allí.
Los caballos trotaban por el sendero y continuaron al paso cuando alcanzaron el camino. Cruzaron sobre el río y, en esta ocasión, Jander apreció la impresionante vista de la cascada; pasaron tan cerca que las ventanas quedaron salpicadas de gotas.
El ya conocido anillo brumoso los envolvió, lo cual trajo a la memoria de Jander la niebla que lo había transportado de Aguas Profundas a Barovia. Se encontró de pronto con el rostro pegado al cristal y deseando contra toda esperanza que el extraño fenómeno lo devolviera a casa otra vez. Las brumas duraron unos cien metros y se disiparon tan repentinamente como habían aparecido. Miró por la ventanilla hacia la vaporosa masa gris y sacudió la cabeza.
Los animales adoptaron un paso rápido y cómodo y lo mantuvieron con regularidad en dirección norte, hacia las montañas. Al cabo, aminoraron la marcha sin abandonar el ritmo continuado; el camino giraba hacia el este y se bifurcaba un poco más adelante.
Jander se quedó mirando la carretera que se abrió a su izquierda. Una enorme puerta se adivinaba en la distancia; una gran plancha de hierro, al parecer, flanqueada por colosales estatuas de piedra que parecían desprovistas de cabeza. Los portones permanecían abiertos, y, al aproximarse, comprobó que, de estar cerradas, impedirían el único acceso al pueblo por el oeste.
El repiqueteo de los cascos proseguía sin sobresaltos y, en pocos minutos, Jander avistó al frente el castillo de Ravenloft. Un frío dedo de temor le recorrió la columna vertebral, sensación ajena a un vampiro que nada había temido de otros seres, vivos o muertos, durante siglos.
Sin embargo, quizás allí encontrara la clave de la identidad de Anna, la bella y vulnerable Anna conducida a la locura por la crueldad de…
alguien que consideraba esos parajes como su propia tierra
. Apretó los puños; tal vez el señor del castillo le proporcionase las respuestas.
Los caballos lo llevaron hasta la verja y se detuvieron. Se apeó y, al contemplar la fortaleza, comprendió por qué los animales se habían detenido. Entre dos guardianes de piedra medio derruidos se abría la entrada: un puente levadizo de troncos en estado precario colgaba de unas cadenas viejas y oxidadas, y el foso cavado debajo se hundía tenebroso hasta unos trescientos metros de profundidad. Dos revulsivas gárgolas lo miraban desde sus eternas perchas en lo alto de los muros, y el gesto de los rostros pétreos no suavizaba su aspecto en absoluto.
El elfo acarició a los animales por última vez… por darse gusto a sí mismo, ya que a los asustados brutos no debía de procurarles el menor placer; se alejaron al galope arrastrando el vehículo tras de sí.
Jander estudió el puente levadizo y concluyó que no ofrecía seguridad. «En ciertas ocasiones —se dijo mientras se transformaba en murciélago para salvar la sima por el aire— ser vampiro tiene ciertas ventajas». Al llegar al otro lado adoptó de nuevo su cuerpo élfico y prosiguió.
Atento a cualquier posible ataque, atravesó un pasaje de acceso con techumbre, de suelo húmedo y resbaladizo e impregnado de olor a podredumbre, pero no sucedió nada. La verja de la entrada estaba elevada y daba la sensación de que llevara un tiempo ya en esa posición; también aquí la madera comenzaba a pudrirse. Llegó a un patio amplio y oscuro y levantó la mirada hacia la mole del castillo de Ravenloft.