A pesar de lo desagradable de la perspectiva, tendría que aceptar la invitación a la mesa del conde.
Aterrizó en un sendero que rodeaba la mayor parte de la fortaleza y, transformado en niebla y después en elfo, encontró la forma de llegar al estudio. Le gustaba la estancia, aunque siempre había preferido los bosques al aire libre a los lugares cerrados; la biblioteca, sin embargo, parecía menos solitaria que otras partes del castillo, y en esos momentos Jander no deseaba recordar su condena a la soledad. En cuanto entró captó un aroma dulce y cosquilleante: sangre humana.
Azuzado por el hambre, siguió el olor por las puertas dobles; junto al estudio había un dormitorio convencional, amplio y lujoso, cuya única ventana, guarnecida por pesados cortinajes de terciopelo rojo, se hallaba abierta en ese momento a la líquida luz de la luna. Los rayos plateaban la estancia y arrancaban brillos opacos a los candelabros, de bellas formas pero manchados de óxido, y revelaban los perfiles elegantes de las mesas y demás muebles. La misma cama había sido, sin duda, un sueño de lujo, pero ahora los ricos lienzos estaban podridos y los doseles corroídos por las polillas.
Jander no prestaba atención a la decoración; contemplaba con tristeza la figura que la luz lechosa transformaba en un delgado y joven fantasma.
Estaba junto al ventanal y miraba nostálgicamente el oscuro panorama. Una lágrima le resbaló por la mejilla y brilló al rayo de luna como una perla sobre alabastro; parecía temerosa pero resignada. Jander se aproximó lentamente y la mujer no se percató de su presencia. La siguió con la mirada mientras ella se alejaba de la ventana y se sentaba en el lecho. Era una tentadora combinación de niña y mujer; la forma de las caderas y el pecho hablaba de madurez, en tanto el pálido rostro redondeado era prácticamente el de una chiquilla de enormes ojos rebosantes de temor y rodeados de largas y rizadas pestañas. El tono rosado de sus mejillas y el rojo intenso de la dulce boca provocaron un estremecimiento voraz en el vampiro. —Mi señora —le dijo.
La joven contuvo el aliento y retrocedió; trató de cubrirse instintivamente y, tras un esfuerzo, retiró las ropas de la cama; sólo llevaba una fina camisa. Respiró profundamente e hizo acopio de valor.
—Su excelencia, el conde Strahd von Zarovich, me envía para complaceros —anunció con dulce y juvenil voz—. Debo deciros que nadie me ha tocado aquí —señaló la garganta con un dedo—, ni aquí —colocó el hueco de ambas manos sobre el montículo de la ingle. La sangre le tiñó las mejillas y bajó los ojos, mientras el largo cabello negro le oscurecía los rasgos—. Éste es el regalo de mi amo a su reciente amigo —concluyó, temblorosa.
Jander sintió que el hambre se tornaba acida sin llegar a desaparecer. Sabía que los vampiros saciaban otros apetitos en sus mansas víctimas. Strahd se divertía a costa de ellas pero él odiaba semejantes prácticas. ¿Acaso no era suficiente despojarlas de su fluido vital sin necesidad de violarlas física ni espiritualmente? Deseaba con ardor devolver a aquella joven sana y salva a su familia, pero la mandíbula superior le temblaba y los incisivos ya se alargaban estimulados por la dulce fragancia de la sangre. El hambre lo atravesaba, y la conciencia, como siempre, se sometía a la implacable necesidad de nutrirse con el rojo líquido transmisor de vida. Se sentó en la cama y acarició las ropas.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —inquirió con voz suave.
—Natasha —repuso sin mirarlo aún.
—Ven aquí, Natasha —le dijo con dulzura.
Ella se acercó, y sobre el olor de la sangre, Jander percibió el aroma metálico del miedo. Suavemente, con gran lástima, le apartó de la frente el oscuro cabello; la muchacha cerró los ojos entre violentos estremecimientos.
—¿Cómo te trajo Strahd aquí?
—Mandó el carruaje al pueblo —repuso tras humedecerse los labios—. Me conoce y ordenó a mi padre que me enviara. Tenemos que obedecer a nuestro señor en todas las cosas.
—¿Sabías a qué venías?
—No —murmuró, al tiempo que sacudía la cabeza con los ojos ribeteados de lágrimas. De pronto, su control se quebró—. ¡Sí! ¡Oh, dioses! ¡Por favor, por favor, no me hagáis daño! ¡Permitid que vuelva a casa! Haré lo que queráis pero no me convirtáis en otra como vos; por favor, por favor…
—¡Pobre chiquilla! —musitó—. Mírame, Natasha. —La orden serena atravesó la histeria de la muchacha, que levantó la mirada hacia los hipnóticos ojos plateados—. Ya no te doy miedo, ¿no es cierto?
—N… no —repuso; ya comenzaba a perderse en aquella mirada.
—Bien. ¿Confías en mí, Natasha? ¿Confías en que no te haré más daño del estrictamente necesario?
Asintió lentamente, sus ojos marrones prendidos en los de él. Poco a poco, Jander le tomó el pálido rostro entre las doradas manos y le inclinó la cabeza hacia un lado. La yugular quedaba a la vista, latiendo rítmicamente bajo la luz plateada que entraba a raudales en la habitación. Con un movimiento rápido, desnudó los colmillos y los hundió en la apetitosa carne de la garganta.
Tan pronto como probó la sangre, el sabor lo dominó por completo. Bebió copiosamente, olvidado ya de la juventud e inocencia de la muchacha y consciente sólo de la corriente de vigor, cálida y renovadora, que el alimento le proporcionaba. Le costó un gran esfuerzo dejar de nutrirse antes de desangrarla por completo, pero reaccionó a tiempo. Se lamió el líquido pegajoso adherido a los labios mientras acostaba a la joven sobre las almohadas; su respiración era superficial, y se había quedado muy pálida, pero aún conservaba la vida.
Se levantó y se acercó a la ventana. La luna, menguante ya pero grande todavía, proporcionaba un fantástico telón de fondo blanco a una bandada de murciélagos que se agitó repentinamente. Se quedó mirando un momento el paisaje de verdes oscuros y púrpuras y después cerró las contraventanas y se aseguró de encajarlas bien.
Volvió a sentarse en la cama, con gesto pensativo. En Aguas Profundas tenía suficiente con una liebre por noche, y sin embargo ahora había estado a punto de matar a una joven para saciarse. Durante siglos había procurado mantenerse lo más alejado posible de la verdadera naturaleza de su maldición: la necesidad de cazar seres humanos y alimentarse de su sangre. En cierto modo había renegado de su condición pensando que, si utilizaba a los animales y tomaba de los hombres lo estrictamente necesario, no sería tan perverso como los demás vampiros. Ya no podía huir más de sí mismo y aborrecía su persona, pero esa emoción tan desgarradora no saciaba su apetito.
El peso de la verdad se aposentaba a plomo en su corazón. Se tapó el rostro con las manos y profirió un suspiro apesadumbrado, de cualidades mortales.
—Anna —gimió quedamente—, Anna, ¡cuánto te añoro!
—¿De verdad?
El sol lucía en el cielo, y Jander yacía tendido en la cama. Levantó la mirada para ver quién hablaba y se encontró con los cariñosos ojos de Anna; estaba de pie, con las morenas manos en las caderas y el cabello castaño rojizo, enrojecido por el sol, derramado sobre la espalda. Sus ojos reían plena y cálidamente.
—¿De verdad me añoras? —repitió.
Jander, consciente de su falso estado de sueño, no pudo evitar responder a la pregunta.
—Más que a la vida, queridísima. Se acercó entonces a él y lo envolvió en un cálido abrazo saturado de perfume de jabón y de luz de sol sobre la piel, y nada más. Después se acercó a la ventana y abrió los cuarterones con gesto amplio. El sol entró a raudales y envolvió a Jander en un río de luz. «Es tan real —se dijo—, tan dulcemente real…». Vio entonces las descuidadas salas luminosas y alegres, los muebles limpios y la decoración en perfecto estado. Enlazados de la mano, los dos amantes bajaron las escaleras deteniéndose a escudriñar en habitaciones que hablaban de cariño y atenciones.
En el exterior, dos alazanes blancos los aguardaban. Cuando se acercó a uno de ellos, el animal relinchó con afecto. Jander descubrió que llevaba una manzana en la mano; se la dio al caballo y éste la masticó agradecido. Montaron y salieron a galopar en la hermosa tarde de finales de primavera. Jander miró por encima del hombro y vio el castillo, un hogar hermoso, cuna de una familia grande y noble.
Pocas y felices horas después, las sedientas monturas abrevaban en el lago Tser mientras los jinetes descansaban tumbados bajo un gran árbol, embriagándose del olor de la tierra fresca y de los rayos del sol filtrados por las hojas. Jander escuchaba la música del agua y el trinar de los pájaros.
—¿Por qué vienes a mí de esta forma? —preguntó.
Ella tenía la cabeza apoyada en su pecho y la torció para mirarlo; le escrutó los ojos pensativamente.
—¿Deseas que no lo repita más?
—¡No! Sólo lamento que no sea real.
—¿Quién dice lo que es realidad y lo que es ilusión? Estamos juntos. ¿No te parece suficiente? Además… —su voz adquirió un tono burlón— no quiero que te olvides de mí.
—Jamás —replicó al tiempo que le tomaba la mano y le besaba la punta de los dedos.
—Sin embargo, me has olvidado. Sabes por dónde empezar a buscarme pero aún no lo has hecho. Jander, amor mío, véngame. —Cambió de pronto, y sus prodigiosos ojos se llenaron de lágrimas—. Por todo lo que perdimos a causa de mi locura…, ¡
véngame
!
Jander salió del sueño con un sobresalto, completamente desorientado. Estaba caliente hasta la incomodidad y sentía una ligera náusea. Se había quedado dormido en la habitación después de tomar la sangre de Natasha. Las contraventanas seguían bien cerradas para evitar la luz mortal del sol, pero algunos rayos se filtraban y le provocaban desasosiego. Todos sus sentidos estaban alerta otra vez, y el regreso a la triste realidad lo obligó a cerrar los ojos con resentimiento.
Después de comprobar que Natasha descansaba pacíficamente, el elfo regresó a la biblioteca para investigar entre los tomos de Strahd. Al principio, la superabundancia de libros lo desbordó. Había pasado tantos años encerrado en una gruta, sin más compañía que la de los locos de los que se alimentaba, que se sentía cohibido en aquel lugar colmado de historia y literatura. Cada uno de los volúmenes era una joya, y se concedió unos momentos para admirar la manufactura de las cubiertas de piel. En algunos estaba grabado lo que supuso sería el blasón del conde, un gran cuervo negro, y otros tenían símbolos diferentes, entre los que encontró uno increíblemente hermoso que se repetía en varios tomos y que representaba un enorme estallido de luz solar.
—Bien, podría empezar por el principio —se dijo, y comenzó a ojear los títulos de una de las estanterías:
Escudos de armas del linaje Von Zarovich; Piel y acero: historia de los ba’al verzi; Leyendas del círculo; Cuentos de la noche; El Arte de Kaliman Kandru; Barovia: del año XV al presente
.
Se entusiasmó con tanta variedad y sacó unos cuantos ejemplares; formó una pila junto a una silla y escogió un título al azar:
Piel y acero: historia de los ba’al verzi
. Vio una calavera ensangrentada en la cubierta y frunció el entrecejo; dudaba de encontrar allí alguna clave sobre Anna… aunque tal vez la encontrara. Lo abrió, inhaló la fragancia mohosa del antiguo documento y comenzó a leer.
En nuestros tiempos de civilización,
escribía el autor de la introducción, muerto ya hacía mucho
, nos resulta difícil concebir una sociedad que contaba entre sus miembros con asesinos libres y prósperos. En el turbulento siglo octavo de nuestro país, ser asesino, es decir, ba’al verzi, suponía un rango semejante al que gozan los políticos o los artistas populares hoy en día. Cada uno se ponía un precio y recibía fuertes sumas de dinero por parte de otros a cambio de protección.
Los ba’al verzi vestían alegres y adornados ropajes con el distintivo, la calavera sangrante, situado en lugar bien visible. Utilizaban como arma una hoja de gran belleza y terrible significado cuya empuñadura fabricaba el propio ba’al verzi con la piel de su primera víctima, que debía ser una persona de él conocida, según exigía la tradición, para desalentar a quienes no poseyeran la fortaleza necesaria y alejarlos así de los secretos que protegían a la secta…
Jander se estremeció y estuvo a punto de tirar el libro a la alfombra; después cogió otro:
Palabras de sabiduría
, y se zambulló en él ansioso por sacudirse de la mente la imagen del puñal de los
ba’al verzi
. La treta funcionó porque se trataba de una colección de poesía sacra dedicada a un dios olvidado tiempo atrás.
Porque el sol me pertenece, y la luna, y todo lo relativo al amor y a la luz. Porque la mañana es mía, y el mediodía y todo lo relativo al día y a la noche.
Prestadme atención, hijos e hijas.
Oíd la sabiduría en las aguas,
escuchad la risa del río,
y para siempre florecerán la alegría y la paz.
Los poemas, bastante sencillos, tampoco le proporcionaron clave alguna para el enigma de su hermosa Anna. No obstante, le serenaron el ánimo y le recordaron que aún quedaba belleza en esa tierra oscura adonde la traidora niebla lo había llevado.
La enclaustrada biblioteca carecía de ventanas, de forma que Jander no tenía idea del tiempo que había pasado y, cuando regresó a ver a la joven, lo sorprendió que ya hubiera caído el ocaso. Natasha dormía como si fuera una no-muerta. Se inclinó sobre ella y la muchacha gimió en sueños y se dio la vuelta; tenía la garganta lastimada, pero el color ya le volvía a las mejillas.
—Son tan atractivas cuando duermen… —le dijo al oído una voz acariciadora—. Espero que la hayáis encontrado de vuestro agrado. —Tenía a Strahd junto al codo, y sonreía vagamente.
—Un poco joven para mí; y sin embargo no es fácil establecer la edad apropiada cuando ya se han cumplido los setecientos años —bromeó, sorprendido y sin querer admitirlo. Había estado solo tanto tiempo que se había olvidado de lo silenciosos que son los vampiros.
—¿Setecientos años? —inquirió Strahd ceñudo; se tomó las palabras de Jander como una chanza—. ¡Ah, comprendo! Tenéis en cuenta los transcurridos como ser vivo.
—Sí, en efecto —admitió—, pero sólo fueron doscientos; hace quinientos años que me convertí en vampiro.
—Semejante edad me resulta inconcebible —comentó Strahd tras un largo silencio—. Yo acabo de cumplir el primer siglo; me hacéis regresar a la infancia. ¡Cuánto tengo que aprender de vos!
Al ver la sed de conocimientos en los ojos de Strahd, Jander dudó que el papel de viejo sabio reportara ventajas en ese lugar. Por suerte, Strahd cambió de tema. —¿Tenéis apetito, amigo mío?