No podía explicárselo, de modo que se limitaba a dar las gracias y a proseguir en otra parte.
Se levantó, se desentumeció y echó una ojeada a la habitación. Al menos allí había logrado algo. Había restaurado el dormitorio; carecía de opulencia, pero ahora resultaba confortable. Los muebles estaban limpios y la cama tenía cortinajes azul celeste e índigo; una cómoda silla de lectura animaba un rincón junto a la ventana, cuyas persianas selladas se ocultaban tras unas graciosas cortinas… Se quedó mirando la ventana con nostalgia. La luna debía de estar llena esa noche; un momento espléndido para visitar el jardín.
El pedazo de tierra infestado y agonizante que había descubierto hacía casi un cuarto de siglo ya pertenecía a la historia. Lo había atendido con diligencia podándolo, plantando y experimentando con variedades de flores, y ahora rebosaba de vida, exuberante como un oasis verde; un verdadero tributo a la belleza recuperado únicamente gracias a su esfuerzo. Se sentó en el muro y lo contempló feliz; le proporcionaba una cierta sensación de paz.
Otra vez llegaba el otoño, el tiempo de la poda y de la preparación para el sueño invernal. Se arrodilló al lado del rosal blanco que crecía a la puerta de la capilla y lo examinó con atención. Quedaba una última flor, que la luz de la luna teñía de un tono ultraterrenal. Se inclinó despacio a aspirar la dulce y limpia fragancia y a acariciar los aterciopelados pétalos, suaves como las mejillas de Anna sobre las suyas. Cerró los ojos e inhaló profundamente, con una sonrisa melancólica.
Al retirarse, abrió los ojos y volvió a mirar la flor. La sonrisa se le borró de pronto; el brote que segundos antes se abría pujante acababa de secarse y morir, y los pétalos cayeron lúgubremente al suelo como un reproche silencioso.
Atónito y horrorizado, se alejó del rosal y se dirigió hacia un macizo de violetas nocturnas. Alargó un dedo dorado con aprensión y tocó las corolas moradas. Languidecieron ante sus ojos, y el color pardo de la muerte se extendió por las verdes hojas. La destrucción de las plantas se le clavó en el vientre como una navaja.
¿Qué le ocurría? Sin previo aviso, sus manos cariñosas resultaban fatales para las flores. El vampiro apretó los puños y se los llevó al pecho, como para impedirse causar más víctimas entre la inocente flora. Se apoyó en el muro de piedra, agradecido por la sensación fría y tosca de la insensible piedra inanimada bajo sus manos asesinas.
Casi con lágrimas en los ojos, se asomó al bajo muro, hacia la neblina blanqueada por la luna que se movía despacio alrededor del risco. De vez en cuando había zonas claras por las que asomaban los perfiles jaspeados de las rocas, y por un momento pensó en diluirse en la bruma. Abandonó la idea al momento porque no mitigaría su sufrimiento en absoluto; no moriría jamás.
De pronto añoró hondamente los colores del día; la paleta nocturna era bellísima, pero limitada. El índigo y el negro tinta del cielo y la tierra, el blanco perla de la luna, el verde oscuro de los bosques y campos… eran los únicos tonos que podía contemplar. ¿Qué había pasado con el azul celeste, con el rosa, el malva, y toda la delicada gama de la luz de la mañana? Habían desaparecido de su vista.
Cerró los ojos con fuerza para rememorar los matices diurnos. «Anna —pronunció en silencio—, vuelve, por favor; te echo tanto de menos…».
No sabía muy bien qué esperaba que sucediera si su ansiedad lograba devolverle los sueños dolorosos y felices en que disfrutaba de gloriosos amaneceres y tardes saturadas de sol. Se concentró y forjó una imagen mental de Anna, alta, bellísima, con la espesa mata de cabello cobrizo y ondulado sobre la espalda, con los ojos castaños rebosantes de carcajadas retenidas…
Anna
. Levantó los párpados y se quedó sin aliento.
Tenía ante sí a la mujer que había evocado. Durante un instante, el nombre de Anna resonó en su mente, pero se desvaneció enseguida, tan pronto como la miró de cerca. Tenía, efectivamente, ojos oscuros y ondas cobrizas, pero su delgada figura era muy pequeña para tratarse de Anna. Los ojos tenían el mismo tono pero la expresión era totalmente distinta, y los labios gruesos exhibían una sonrisa sarcástica al mirarlo.
—¡Ah, Jander! —ronroneó Strahd al tiempo que entraba en el campo de visión del elfo—. Permitidme que os presente a mi amiga, la señorita Katrina Yakovlena Pulchenka. Trina, éste es Jander Estrella Solar, un visitante de reinos lejanos.
Al principio, Jander creyó que la joven que Strahd llevaba del brazo era una vampira recién creada, pero emitía un curioso olor a ser vivo. Strahd le puso una mano posesiva en el hombro y se cernió sobre ella. La joven iba vestida al estilo de la aldea, pero no le sentaba bien; su pequeño cuerpo parecía perdido en el traje.
Sin embargo, carecía de fragilidad, tanto en la expresión como en la actitud, y sus brillantes ojos captaban todo con rapidez. No parecía presa del temor, rasgo sobresaliente en Barovia.
—Es un placer conoceros, Jander —dijo con voz agradable, pero demasiado llena de suficiencia como para resultar atractiva—. Strahd me ha hablado mucho de vos. —Acarició la mano del conde, que aún reposaba en su hombro—. ¿Te parece bien que…?
Strahd asintió. Jander captó una sonrisa salvaje en el instante en que Trina arqueó la espalda como asaltada por un terrible dolor en las entrañas; sorprendentemente, las contorsiones no le arrancaban gritos de dolor, y el elfo contempló fascinado el proceso de transformación del rostro de la joven, que se alargaba hasta tomar forma de hocico lobuno mientras sus extremidades se prolongaban y se flexionaban en estilizadas patas de lobo. Los dedos de los pies y las manos se contrajeron y acortaron hasta formar afiladas zarpas. Los poderosos músculos se hincharon hasta reventar la ropa que los confinaba, y, antes de transcurrido un minuto, una loba moteada de gris y marrón apareció en el lugar de Trina con unos restos de ropa ahora inservibles. Con la lengua colgando, estrechó los ojos y relajó las orejas.
—Trina vive en la aldea, donde tiene un pretendiente muy fogoso. Dispone de poco tiempo libre y, por lo tanto, prefiere acudir a visitarme en forma de lobo —explicó Strahd. La loba miraba de un lado a otro y se deshizo de las prendas antes de acercarse al elfo a olisquearlo curiosa, con el hocico aleteante—. Es la primera mortal que entra en el castillo de Ravenloft por voluntad propia desde hace más de cien años —añadió el conde—. Su sangre no me sirve porque el sabor a lobo la estropea para mi paladar.
—Entonces ¿por qué os molestáis?
Strahd hizo un gesto de precaución.
—Tened cuidado, Jander. Entiende absolutamente todo lo que decís. —Trina lanzó un penetrante aullido como para confirmarlo—. Su compañía me es más grata que la de las esclavas. Es una persona casi tan despiadada como yo, un logro difícil de alcanzar. —Rió sin humor—. Las ideas sobre el bien y el mal le intrigan, pero tiene el carácter de los lobos del bosque: carece de todo escrúpulo. Es una espía excelente y una divertida compañera en el lecho. —Volvió la atención hacia la loba—. Vamos, querida; antes fui yo tu huésped y ahora es el momento de devolverte el favor.
Jander se quedó mirando mientras se alejaban: el vampiro alto y elegante y la calculadora y amoral mujer loba, cuyas siluetas se perfilaban contra la luz de las antorchas a medida que avanzaban hacia el castillo. Sacudió la cabeza ante la escena. ¿Qué pensarían de Trina las esclavas del conde, y cómo reaccionaría ante ellas la mujer lobuna?
Sintió la punzada del hambre, pero hizo caso omiso. Estaba harto de aquel lugar; las excursiones a Vallaki y a la aldea no le proporcionaban paliativo alguno, y los proyectos a los que se había dedicado durante los últimos años se reducían a insignificancias. Se sentó en el frío suelo del mirador y apoyó la cabeza contra la pared.
—Me has olvidado —dijo la voz dulce y limpia que tanto temía y ansiaba.
No quería abrir los ojos, no quería estar despierto y que la mente le jugara una mala pasada.
—Dioses queridos, Anna. ¡Jamás! Lo sabes muy bien —susurró.
Oyó entonces el crujir de las ropas y captó el suave perfume de la piel cuando ella se sentó a su lado, pero mantuvo los ojos cerrados.
—Mírame, amado mío —requirió con tono suave y amable, como la brisa entre los árboles en una cálida tarde de verano.
—No; no puedo.
—¿No te atreves a contemplar lo que tu olvido ha hecho de mí?
Jander emitió un suave grito de dolor en respuesta; se volvió despacio y, con esfuerzo, abrió los plateados ojos.
Y volvió a gemir, pero de horror esta vez.
Anna tenía peor aspecto incluso que en el asilo. Su cabello lustroso estaba sucio y enredado, el rostro lleno de suciedad y la ropa putrefacta. En sus ojos había una expresión lúcida, de agonía cuerda, que era lo más insoportable para el vampiro.
—Anna —susurró, desbordado por sentimientos de culpa—, ¿yo te he hecho esto?
—No descansaré hasta que no me vengues —respondió suavemente, mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos preñados de sufrimiento—. Eres mi única esperanza. ¿Por qué no has buscado mi compañía durante los últimos diez años?
—Porque —musitó, tratando inútilmente de desviar la mirada— es muy doloroso.
—¿Creías que yo no sufría, mi amor? —Le acarició la mejilla—. A mí también me hacía daño vivir como una mujer demente, Jander. ¿Dónde fue a parar todo? Yo tenía juicio, pensamientos, sueños… ¿Dónde fueron a parar cuando me volví loca? ¿Qué les sucedió? —Jander se separó un poco.
—¡No sé cómo ayudarte! —gritó, furioso por su impotencia y por la de ella. Se levantó, dio unos pasos y se volvió de espaldas a Anna—. ¡Nadie te conoce, nadie me proporciona la mínima pista!
—Tienes que encontrarlas tú, y también al causante de mi destrucción —replicó dulcemente—. Lo que necesitas saber está más cerca de lo que crees.
Jander se giró con una pregunta en los labios, pero Anna ya no estaba. Parpadeó, sorprendido por la repentina desaparición. El cielo ya se tornaba gris por la proximidad de la aurora. Durante unos segundos no deseó otra cosa que quedarse allí contemplando el este mientras el sol se levantaba con todo su esplendor, su belleza, su dolor… Así, todo terminaría… pero nada quedaría resuelto.
Cerró los ojos y regresó al castillo, aplastado bajo el peso de la determinación.
Trina se aburría.
Jander lo sabía porque suspiraba sin cesar y se removía inquieta a su espalda, pero él siguió concentrado en su trabajo.
Estaba subido en una escalera, con un afilado cincel, limpiando las décadas de suciedad que se habían depositado sobre las letras grabadas bajo el fresco. La inscripción ya no era totalmente ilegible; ahora se distinguían algunas letras: EL REY GLOBIN HUYE AN_E E_ _OD_R D_L SAN_O S_M_O__ DEL L__A__ D__CU_R_O. Con una paciencia de la que sólo los muertos son capaces, comenzó a limpiar la «T» de «ANTE».
El fresco en sí mismo se encontraba en un estado lamentable, pero Jander distinguía una figura de gran fuerza sobre la colina, con los brazos extendidos ante una horda de criaturas amedrentadas. Sólo se le ocurría pensar que se trataba de una estampa de Strahd victorioso sobre un ejército que en algún tiempo había amenazado Barovia.
—¡Dioses, Jander! ¿Cómo podéis soportarlo?
Trina, en forma humana, lo miraba con un gesto de asco en la naricilla respingona.
—Pequeña loba —le dijo con un amago de sonrisa en la voz—, prefiero trabajar que perseguir inocentes sólo por divertirme.
Strahd lo habría tomado como una ofensa, pero Katrina se limitó a comentar:
—Bueno, creo que eso es lo que me corresponde hacer. Soy una mujer loba.
—No todas las criaturas lobunas son perversas —replicó Jander con aire ausente y estrechando los ojos a medida que la «T» tomaba forma bajo sus delicados dedos—; al menos, no en el lugar de donde procedo.
—¡Qué gracioso! —exclamó ella, dando palmadas por el chiste.
—Es cierto.
—¡No! ¿
En serio
?
—En Toril hay buhos lobo, osos lobo e incluso delfines lobo, y algunos son verdaderos paladines de la justicia, cariñosos, obedientes y defensores de la ley. Una vez, fui amigo de un delfín lobo que me salvó la vida.
—¿Qué es un delfín lobo?
Jander hizo una pausa, sorprendido, y después encogió los hombros. Barovia estaba tierra adentro, de modo que Trina nunca debía de haber visto el océano. Sintió lástima por ella y, de pronto, una gran melancolía lo invadió al recordar las hermosas costas de Bienhallada.
—Un delfín es una especie de pez muy grande, aunque tiene la sangre caliente y sus hijos nacen vivos, no de huevos. Los delfines lobo se transforman en seres humanos.
—¡Parecen unos animales muy extraños! —exclamó asombrada—. ¿Y ese delfín lobo estaba en deuda con vos?
—No, sencillamente vio que estaba en un apuro y acudió a ayudarme.
—¡Qué tontería! —comentó con el entrecejo fruncido—. Podría haberse tratado de una trampa para cazarlo y venderlo después.
Jander se detuvo los segundos necesarios para lanzarle una mirada a la joven.
—No todo el mundo piensa como tú —le dijo.
—Eso está bien —ronroneó, mientras Jander retomaba la tarea con otra letra—. Explicadme cómo llegasteis aquí.
—De una forma nada especial: me trajo la niebla.
—Así llega todo el mundo. ¿Es que nadie ha llegado jamás por medios mágicos?
La charla de la mujer loba lo entretenía de vez cuando, pero ahora acababa de tocar un tema sumamente escabroso y su paciencia comenzaba a agotarse.