Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
En resumen, la añagaza de Klessheim sirvió para mantener al regente fuera del país durante la invasión. Después, intentando dar un matiz de honorabilidad a la palabra del Führer, que había asegurado, en el último momento y ya en la estación, que el ejército se retiraría en cuanto hubiera un gobierno de su confianza, la Wehrmacht se retiró pero entraron las SS y Veesenmayer, el embajador extraordinario del gobierno alemán, se convirtió en el auténtico
gauleiter
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de la provincia. Finalmente, tras largas consideraciones, fue nombrado primer ministro el general Dome Stojanovich, que gozaba de la confianza de Hitler
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. Y así mismo, y presionado por el rapto de su hijo mayor, que fue sacado del palacio envuelto en una alfombra, por un comando al mando del coronel Otto Skorzeny, el mismo que rescató a Mussolini del Gran Saso. El regente fue obligado a dimitir, jurando el cargo Ferenc Szálasi, fiel partidario del Führer.
En la noche que se llevó a cabo la ocupación de Hungría, se celebraba una recepción en la legación de España. Al recibirse la noticia, el encargado tuvo un susto mayúsculo, temiendo que los invitados se quedasen, sin más, en los locales en calidad de exilados. El ministro del interior Keresztes-Fischer, que estaba jugando al bridge, comentó: «No me opongo.» Sin embargo, aquella misma noche, fue detenido por la Gestapo, junto con su hermano. El único que se resistió fue el arzobispo primado Justiniano Serédi que se opuso desde el principio a adoptar las leyes de Nuremberg que promulgó el gobierno
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. Pronto pagaría esta resistencia con su vida. La presión se tornó insoportable. La veda de la caza del judío se había abierto. La gente denunciaba a sus vecinos de toda la vida y los «flechacruces»
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campaban por sus respetos. Las unidades del ejército magiar que estaban en Budapest se unieron a ellos y en las primeras semanas fueron deportados más de doscientos mil judíos.
El cinismo de Adolf Eichman llegó a límites insospechados. En el hotel Astoria, convertido en cuartel general de las SS, era recibido Joel Brand, un pequeño judío miembro de la Waada
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de gran influencia en los círculos internacionales, y se le ofrecía una alternativa increíble.
Sin ni siquiera ofrecerle un asiento, el jerarca nazi lo recibió con estas palabras:
—¿Usted sabe quién soy? Yo realicé las «acciones» del Reich alemán en Polonia y en Checoslovaquia. Ahora le toca a Hungría. Le he enviado a buscar para proponerle un negocio. Antes he reunido información sobre usted y sobre las organizaciones que representa: la Joint
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y la
Sochnuth
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y he sabido que todavía disponen de grandes fondos. De modo que estoy dispuesto a venderle a usted un millón de judíos. ¿Me entiende usted? Mercancías por sangre o sangre por mercancías, como lo prefiera. Puede escoger este millón usted mismo. Puede sacarlos de Hungría o de Polonia o de los campos, de donde quiera. Y le dejo seleccionar. ¿Hombres capaces de engendrar hijos?, ¿mujeres fecundables?, ¿ancianos, niños? Siéntese y hable
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. Usted me entregará diez mil camiones americanos y yo le entregaré esta basura.
Pulsando el panorama, Leonard Pardenvolk decidió, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, maniobrar para ver de salvar a Gertrud de un final cantado ya que era
vox pópuli
que al igual que en Italia los nuevos fascistas, los «flechacruces» actuaban persiguiendo judíos con más encono y vesania que los nazis.
Para ello acudió a la embajada de España y, tal como le indicó su socio Nicolai Esquenatzi, preguntó por don Ángel Sanz Briz, jefe temporal de la legación española en Budapest.
El inteligente y audaz diplomático español había llegado a Hungría como encargado de negocios, cargo que ya ocupara en la embajada española en El Cairo. Pronto corrió la voz entre la comunidad hebrea que, desde el mismo, usaba todas las estratagemas y argucias posibles para arrancar judíos, al principio con antecedentes sefardíes, luego de cualquier origen, de las garras de los alemanes, siguiendo instrucciones del gobierno de Madrid. La cantidad de gente que aguardaba a ser recibida era inmensa, pero los buenos oficios de su socio consiguieron abreviar la espera y a los tres días, el 2 de marzo de 1944 a las diez de la mañana, se entrevistaba con el diplomático. La estancia era reducida y más lo parecía, atestadas como estaban sus paredes de legajos, carpetas y documentos que se apilaban en el suelo, desbordadas las estanterías, ocupándolo todo. El aspecto del encargado de negocios produjo a Leonard una grata impresión. Debería de rondar la treintena. Rostro de nobles facciones, mirada limpia y, sobre todo, una sonrisa afectuosa que invitaba a la confidencia. Por una vez, Leonard bajó la guardia y en vez de explicar el discurso que tenía preparado, prefirió contar la verdad. La entrevista duró una hora, cosa excepcional en aquellas circunstancias.
—Voy a hacer todo lo que pueda para ayudarle, señor Pardenvolk. En principio solamente está en mi mano el ayudar a judíos sefardíes expulsados de España en 1492 o anteriormente. Caso de ser ésta su situación, no he de negarle que el asunto sería más fácil. De todos modos, si ése no es su caso nos moveremos en otros terrenos por ver de proteger a usted y a su esposa que, por lo que me cuenta, está en una situación precaria.
—¡Me da usted la vida, excelencia!
—¡Por favor!, llámeme Ángel.
—Realmente le cuadra más llamarlo así.
Leonard, emocionado, tomó las manos del diplomático entre las suyas, a través de la pequeña mesa, e intentó besárselas.
—¡Por Dios! ¿Qué hace usted, Leonard?
Llorando, el anciano respondió:
—Hace tanto tiempo que lucho que ya no tengo fuerzas. Los judíos únicamente nos realizamos a través de nuestros hijos. Yo ya soy un árbol seco a quien han arrancado las ramas.
—Según lo que me ha contado no tiene la certeza de ello. Tenga fe. Mientras no sea evidente no desespere. Esto se está acabando.
Leonard dio todos los datos que le demandó Sanz Briz y salió esperanzado de la reunión.
Al cabo de pocos días sonó el teléfono y una voz le invitó a pasar de nuevo por la legación.
Fue como el preludio de su salvación y un rayo de esperanza iluminó su pecho. Le dijo a Gertrud que tenía un asunto pendiente que resolver con el jefe de la delegación española en Budapest y salió de su casa a pie y mirando de no tropezar con alguna de aquellas bandas de asesinos que campaban por la ciudad. Llegó a la embajada, las colas eran las de todos los días. Se acercó al empleado que daba los números y le dijo que le habían llamado a su casa para citarlo a las once. El individuo tomó un telefonillo interior y habló con alguien. En tanto esperaba, Leonard observó el comportamiento de los que hacían cola. Su pueblo era un pueblo resignado. Estaban allí ordenados y silenciosos aguardando sin crear el menor problema ni saltarse un turno. De no haber tenido el complejo que arrastraban desde siglos, quizás las cosas no hubieran sido tan fáciles para los alemanes. Discretos, vistiendo ropas que a la legua se veía que no eran habituales, como disfrazados y queriéndose acoplar a las circunstancias para confundirse con el entorno, así permanecían horas y horas. La voz del conserje le sacó de sus ensoñaciones:
—Don Ángel le espera.
El hombre arrancó y Leonard fue tras él.
Avanzaron por el estrecho pasillo y en un instante se encontró ante la puerta del despacho del diplomático.
Unos golpecitos en la hoja de madera y, luego de despedir al ujier, el agregado de negocios de la embajada se dirigió a él afablemente.
—Hemos tenido suerte, Leonard. Ahora hemos de ver cómo «vestimos al muñeco».
En tanto se sentaba, Leonard preguntó extrañado:
—¿Qué dice usted de un muñeco?
—No me haga caso, son modismos de mi pueblo, «vestir el muñeco» en este caso quiere decir arreglar un poco las cosas para darle visos de verosimilitud. Y por cierto que muchos de estos aforismos vienen de sus antepasados españoles.
—¿Por qué dice mis antepasados?
—Porque parece ser que tiene usted realmente antepasados sefardíes.
Leonard estaba sentado al borde de su silla con los ojos totalmente abiertos aguardando aquella extraña revelación.
—Mis abuelos provienen de los Países Bajos y mi apellido Pardenvolk no admite dudas.
—Realmente cuando me dio usted sus datos pensé, como tantas otras veces, fabricarle un árbol genealógico que justificara su ingreso en la Embajada, pero la costumbre me inclinó a no romper la rutina, e indagar por si había suerte y encontrábamos un dato que nos ayudara.
—No entiendo. ¿Qué quiere decir lo de ingreso en la Embajada?
—Tenga calma. La única manera que mi gobierno considera segura para proteger vidas y haciendas es dar la nacionalidad española a todos aquellos que puedan justificar sus orígenes. Cuando conseguimos esto, solicitamos del gobierno húngaro un cupo y nos lo dio de doscientas personas que hemos convertido en doscientas familias y de esta manera hemos fabricado falsas familias de miembros ilimitados en base a un apellido. En su caso no nos haría falta si usted figurara en las listas como Pardenvolk, porque su caso es real, pero ahora se llama Broster. De cualquier manera nos vendrá muy bien para poder utilizarlo para una nueva familia.
—Perdóneme, excelencia, pero no comprendo.
—Llámeme Ángel, ya quedamos el otro día.
—Está bien, don Ángel, pero no entiendo nada.
—En estos momentos tenemos varios edificios en cuya entrada hay un cartel que dice «ANEXO A LA LEGACIÓN ESPAÑOLA». En ellos están refugiadas más de cinco mil doscientas personas de las que únicamente unas ciento noventa son sefardíes.
Usted me servirá de base para crear otra familia numerosa. En estos edificios se le dará alojamiento, comida y servicios médicos hasta que pueda sacarlo del país.
—Pero ¿en qué se basa para decirme que tengo antecedentes sefardíes?
—Verá usted, Jorge Perlasca, un amigo mío de la legación italiana, es un verdadero sabueso olfateando papeles y viejos documentos. Me ayuda en unas cosas y yo intento hacerlo en otras. Él se ocupó de bucear en sus papeles poniéndose al habla con un contacto excelente que tiene en Amsterdam.
Aquí el diplomático hizo una pausa para encender un cigarrillo y ofreció otro a Leonard.
—Gracias, cuando salí de Berlín hice una promesa que me ha ahorrado muchos sinsabores, el encontrar algo de tabaco es un problema insoluble.
Sanz Briz prosiguió:
—Hace más de cinco siglos, un antepasado suyo emigró desde España, que entonces, para el caso que nos ocupa podríamos decir que era Castilla, a los Países Bajos. Allí casó con la hija única de un joyero y como era costumbre cambió su apellido para adecuarlo al país de acogida. En ocasiones la gente tomaba el patronímico del oficio que realizaba y en otras adecuaba su apellido español al idioma de su nuevo país. Él hizo lo primero.
—Mi apellido es Pardenvolk. ¿Qué relación puede tener con un apellido español?
—Su apellido perdió, imagino que con el tiempo, una A. De manera que en principio debió de ser Paardenvolk.
—Y ¿qué relación pudo haber?
—Según me ha contado Perlasca, su patronímico era Caballería y en holandés Paardenvolk es «hombre de los caballos». Luego, al ser complicado, imagino que renunciaría a una «A» de manera que lo más parecido a Caballería era Pardenvolk, además, y esto creo que es una casualidad, su suegro era tratante en piedras preciosas y, según me explicó usted, el negocio de su familia siempre fue la joyería.
Leonard estaba asombrado.
—Su nombre era David, que es, como sabe, un nombre semita, o sea que su ancestro que huyó de España como tantos otros, allá para 1390, fue David Caballería y su ciudad de origen fue Toledo. Pero ahora tenemos un problema. Es por lo que le he dicho que deberemos «vestir al muñeco». Ahora usted se llama Hans Broster y no podemos alegar que ha entrado en Hungría con pasaporte falso. Por tanto hemos de adecuar su documentación a sus datos actuales y usaré su verdadero nombre para fabricar otra familia y ayudar así a otras personas que están en parecido aprieto.
La fascinación de Leonard iba en aumento.
—Lo que haga usted me parecerá perfecto —dijo algo confuso por la noticia que acababa de recibir.
—El martes próximo les pasará a recoger por su casa mi buen amigo Jorge Perlasca que es quien ha encontrado, como le he dicho, sus orígenes. Tome lo imprescindible porque de lo que se trata es de salvar la vida. Que nadie que lo vea partir sospeche que usted y su esposa se van definitivamente. Le acompañarán a una de las casas de acogida y allí quedará a cargo de un jefe de misión, el suyo se llama Adela Quijano.
—¿Una mujer?
—La mía.
—¿Quiere decir su esposa?
—Es muy tozuda, si no le permitiera hacer algo, no me dejaría andar en este juego, además no la puedo contradecir, está en estado de buena esperanza
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—¡ Adonai le bendiga, señor! Mi pueblo jamás olvida. Somos un pueblo perseguido y por eso sabemos agradecer tanto a quienes nos ayudan, aunque no sé cuándo podremos hacerlo.
—Olvídese de esto. De lo que se trata es de salvar a cuantas más gentes mejor.
—Si me permite, quisiera colaborar un poco en su tarea.
—Y ¿cómo quiere ayudarme, Leonard?
—Verá, pude sacar de Berlín unos pocos brillantes escondidos en la cinta de un sombrero tirolés, quisiera entregárselos.
—Le agradezco el gesto, pero no acepto nada para mí. Creo que lo que hago es cumplir con mi obligación. Hay personas que consiguen resultados mucho más destacados. ¿Ha oído hablar de Raul Wallenberg
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el agregado cultural de la legación sueca? Lo que nosotros hacemos, multiplíquelo por diez. Yo no valgo tanto.
—La historia les dará el lugar que merecen, ¡que Jehová los ayude en su tarea! Pero, perdone que insista, quisiera colaborar. Soy un viejo que ha perdido a sus hijos, y mi vida, si no fuera por mi mujer, no tendría sentido.
—Está bien, cuando lo alojemos en nuestra casa le admitiré el donativo por los conductos oficiales.
—Quisiera hacerlo ahora. Es peligroso andar por las calles con esta mercancía.
—¿No me querrá decir que lleva encima algo de valor?