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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (19 page)

BOOK: El contenido del silencio
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También el viaje había tenido que ver en ese cambio aparentemente repentino. Los viajes, los cambios de escenario, siempre le afectan a uno, y quizá a Gabriel más que a los demás. Siempre que abandonaba Londres volvía siendo otro Gabriel, un hombre regido por otros horarios y otros protocolos, bañado por una luz más limpia y más tranquila. Cuando se desclavaba del aire extranjero que hubiera habitado para volver a casa, para enraizarse y sembrarse otra vez, dejando atrás un sueño en que la memoria feliz combaba los recuerdos, cuando regresaba a su apartamento de Londres con los ojos hondos de otros paisajes, recorriendo cada habitación y descubriendo cómo las paredes y los zócalos recobraban perfiles y color al subir las persianas, aún se encontraba lejos, aunque va estuviera en casa, porque a sus pupilas las dividían paisajes idénticos y opuestos por el vértice, y Gabriel se veía obligado a revisarse desde el antes, descubrir el motivo, la causa, el impulso, la razón y el hacia adonde, y el desde dónde, y el porqué, y el porqué del porqué para verse de nuevo y entenderse.

El Gabriel retornado desde las islas sería él mismo y la imagen de sí mismo que le llegaría a través de un tiempo al cabo del cual hubiera quedado sólo una memoria, desde otros ojos negros a los que esperaba haberse hecho presente y en los que esperaba dejar otra visión deshabitada. Los fragmentos de sí, distantes uno de otro, dispersos y recónditos, debían reintegrarse. Quería pensar en que en algún momento llegaría a Londres —porque tenía que volver a Londres— con la continuidad del darse cuenta, que cuando encontrara algún final para la historia de Cordelia la reelaboraría en casa, ubicándose, reordenándose y rescatándose en su propia historia de vida, y que allí, y sólo allí, decidiría si merecía la pena organizar el escándalo que iba a suponer la ruptura de su compromiso y la anulación de su boda.

Cuando regresara nuevamente hacia sí mismo, después de ese viaje de luces y sombras, reencontrada Cordelia o perdida para siempre —porque en muchos momentos de desánimo no albergaba mayor esperanza de hallarla viva—, el silencio de tantos años y la voz de Gabriel por fin encajarían, golpearían puertas tanto tiempo selladas hasta derribarlas, y edificarían sobre la destrucción de la infancia que supuso la separación de Cordelia a favor de su ausencia que se había hecho presencia, dolorosa presencia, en Canarias.

Al contrario de lo que Gabriel había imaginado, el hombre que estaba esperándolos a la mañana siguiente en la recepción del hotel era rubio y de ojos claros, de un color entre verde y castaño, alto y fuerte. Podría haber pasado por alemán si no fuera por el tono de la piel, de un color chocolate que no tenía nada de nórdico. Le apretó la mano al presentarse con tanta fuerza que le hizo daño, y a Helena la saludó con dos besos, uno en cada mejilla. Gabriel sabía bien que ése era un saludo común entre los españoles, pero aun así no pudo evitar sentirse molesto. El hombre se sentó en uno de los sillones apoyando una pierna sobre la otra en un gesto que pretendía ser viril y campechano, como si su dotación de macho alfa le pesara tanto entre las piernas que no supiera bien cómo acomodarla. Su porte, sin embargo, expresaba una especie de desdén aristocrático, una corteza de petulancia que contrastaba con la simplicidad y la efusión de sus modales. Gabriel sintió una corriente de antipatía que le estremeció todo el cuerpo pero procuró reprimirla. Aquel tipo se expresaba en un inglés correctísimo, tan bueno como el de Helena, casi sin traza de acento, lo que le hizo pensar que quizá podría haber estudiado en el Reino Unido.

—Así que quieren ustedes visitar la casa Winter.

—No la casa exactamente, sino más bien los alrededores. Creo que mi madre está viviendo por allí.

—¿Por allí? ¿En Cofete?

—No sé si en Cofete, pero en una casa que está cerca de la casa Winter, como usted la llama. —Le contó toda la historia que había ensayado y le pasó las fotos.

—Sí, efectivamente, ésta es la casa Winter, y ésta es la playa que hay frente a ella. Esta foto que ve usted aquí, ésta, ha retratado, aunque usted no lo vea, un cementerio.

—¿Esa playa es un cementerio?

—Pues sí. Aquí es donde enterraban antiguamente a los habitantes de la península, sin más lápida que una piedra y una tosca cruz de madera. Cuando alguien fallecía en Cofete, lo enterraban sin cura, en la playa, con uno de los familiares rezando un responso. Por aquella época entrar y salir de Cofete suponía bastante complicación, pues había que atravesar la cadena montañosa que rodea la península de Jandía. Y el camino es difícil. Así que eran los propios familiares y vecinos los que velaban el cadáver, lo trasladaban al camposanto y lo enterraban pronunciando algunas oraciones. El que más sabía se echaba adelante y recitaba la letanía. Y los de atrás, a darle la réplica. Luego, sobre la tumba, colocaban piedras y una cruz de madera con el nombre del finado y ya está, eso era todo.

—¿Y el cura? ¿No había cura? —preguntó Helena.

—No había cura. Cofete, ya lo verán, es muy pequeño, y estaba muy aislado.

—¿Los habitantes de allí no se relacionaban con el resto de la isla?

—Apenas. Se trataba de una comunidad agrícola, autoabastecida. Pero de vez en cuando alguien tenía que ir a Pájara, la población más cercana, en burro, por asuntos de importancia. Ya verán, cuando vayamos, que es fácil despeñarse por ese camino, incluso ahora que han hecho una pista que asi parece una carretera, más practicable. Imaginen el riesgo cuando se trataba de poco más que de un camino de cabras. Pues bien, el que tenía que viajar llevaba el nombre de los que habían muerto en Cofete, y así se consignaba en el registro. Pero como poca gente cae en la cuenta de que este trozo de playa es, en realidad, un cementerio, se ha dado el caso de que los excursionistas han acampado allí. La mayoría de las piedras desaparecieron hace tiempo, cuando la gente se las llevaba para construir sus casas... —Siguió examinando las fotos hasta que se detuvo en una—. Y esta torre retratada aquí es la de la casa Winter, tomada desde el sureste, si no me equivoco. ¿Dice usted que su madre vive en Cofete?

—La verdad es que no lo sé. La última vez que hablé con ella me dijo que vivía aquí, en Fuerteventura, y en la última carta me envió estas fotos. Mi madre no tiene teléfono móvil ni acceso a correo electrónico, y las cartas se las envío a un apartado de correos. Lo cierto es que no sé dónde vive.

—Mire, señor..., ¿cómo se apellida usted?

—Sinnott. Gabriel Sinnott.

—Gabriel, ¿puedo llamarte Gabriel?

—Por supuesto.

—Mira, Gabriel, la casa Winter está completamente aislada, en una zona despoblada. A unos dos o tres kilómetros se encuentra el pueblo de Cofete, pero casi nadie vive allí permanentemente, son más bien casas de vacaciones, antiguas casas de majoreros rehabilitadas, la mayoría concebidas como escapada de fin de semana. En esa zona no se puede edificar, pues se trata de un parque natural, sólo se pueden acondicionar las estructuras ya existentes. Puede que a tu madre le hayan alquilado una casa, sé de alemanes que han estado viviendo allí. Pero estas fotos no parecen haber sido tomadas desde Cofete. ¿Ves ésta? Aquí está tu madre..., porque es tu madre, ¿no?, en la tumbona, y se ve la torre de la villa muy nítida. Desde Cofete no podrías fotografiar la casa. Y esta foto, la de la ventana, ¿ves?, el mar se aprecia muy cercano, y me parece que si tomaras una foto desde una de las casas de Cofete no aparecería así... Me extraña muchísimo porque parece que hubiera una casa casi adyacente a la Winter, y te puedo asegurar, os puedo asegurar, que no la hay.

—¿Estás seguro?

—Seguro del todo, no, pero casi. No sé si ya te lo han dicho, pero mi tía ha escrito un libro sobre la historia de la península de Jandía, y creo poder decir, sin falsa modestia, que quizá sea ella uno de los isleños que mejor conocen esa zona. Y ¿sabes quién la ayudó a editar el libro?

—Tú. —Gabriel empezaba a odiar cordialmente la arrogancia de aquel sujeto.

Ajeno a él, Virgilio siguió examinando las fotos con detenimiento.

—Otra cosa que me sorprende de las fotos que me das es la cantidad de imágenes de la casa Winter, tomadas a todas horas. Dime una cosa, ¿a tu madre le interesa la historia?

—Bueno, sí... —Gabriel pensó en Cordelia—, la verdad es que sí.

—Y ¿la segunda guerra mundial? ¿Los nazis?

—Muchísimo —respondió Helena de inmediato, quitándole la palabra.

Al principio Gabriel no entendió el porqué de la intervención de Helena, hasta que de pronto recordó lo que Rayco le había dicho: que Heidi, en su juventud, había pertenecido a un grupúsculo neonazi, y que la mujer tenía una orden de búsqueda y captura pendiente en Alemania por difusión de ideología nazi.

—Veréis, quizá os lo hayan contado ya, pero se dice que Gustav Winter, el constructor de la casa, era un espía a las órdenes del gobierno nazi. Durante años se creía que esto era una leyenda, pero un historiador local, don Juan Pedro Martín Luzardo, ya ha publicado algo al respecto bastante documentado. En los últimos años, numerosos
tour operators
alemanes hacen excursiones a la casa o, más bien, a las ruinas de la casa, para explotar el morbo de esa leyenda. Se me ocurre que quizá tu madre vino a Jandía a hacer una acampada y a ver la casa, pero eso no quiere decir que viva allí.

—¿Y la foto de la tumbona?

—Bien pudo haber traído la tumbona para acampar... No sé.

—¿Y la foto de la habitación y la ventana?

—La verdad, no lo sé. Verás, la zona está desertizada, y hay algunas antiguas estructuras alrededor de la casa, antiguas residencias de majoreros. Sé que al menos hay una habitable, que fue rehabilitada, aunque dudo mucho que cuente con agua corriente y electricidad. Se nutre de un grupo electrógeno, supongo, y de un aljibe, como la misma casa Winter. Puede que tu madre se instalara en una de esas casas, o la ocupara para acampar, como los turistas que acampaban en el cementerio...

—Pero Cordelia habló de una casa, de un retiro —dijo Helena.

—La verdad es que no hay muchas casas por allí, y si hubiera una turista inglesa alojada en una de ellas, yo lo sabría, o debería saberlo.

—Mi madre es alemana —mintió Gabriel—. Vive con una mujer, su amiga, también alemana.

—Dos señoras alemanas... Tampoco me suena. Hay algunos alemanes que alquilan a veces en Cofete, pero cerca de la casa Winter... creo que no. En fin, quizá lo mejor sea que vayamos a explorar la zona. Tardaremos aproximadamente una media hora en llegar, quizá más. En el camino, si queréis, os puedo ir contando la historia de la casa Winter, es de lo más interesante. Llevad calzado resistente y un jersey. A veces hace frío. Si queréis, podéis subir a por vuestras cosas, yo os espero aquí.

Como si el deseo que sentía se fuese extendiendo por el interior del coche en oleadas, en círculos concéntricos, en el viaje a través de la isla Gabriel sintió plena conciencia de su cuerpo y de todas las sensaciones que le acercaban a Helena —los latidos acelerados del corazón, la sangre efervescente circulando por sus venas, la expansión y contracción de los pulmones que aspiraban su perfume— como quien es consciente del zumbido de los motores y la tensión de un barco en alta mar. El pasajero no tiene que preocuparse del funcionamiento del barco, de eso se encarga la tripulación. Pero Gabriel, más que pasajero, se sentía un capitán indolente o perezoso, acostado en el camarote cuando debería haber estado en la sala de mandos decidiendo qué rumbo tomar: hacia Patricia o contra Patricia. El presente, dentro de aquel vehículo, era un pequeño limbo de satisfacción en el que no había un pasado con Cordelia, sin Cordelia, con Ada, sin Ada, con Patricia, y un futuro con Patricia o sin Patricia.

Su guía, en el camino, les fue contando la extraña historia de la casa Winter.

Mecido por el motor, con la curiosa sensación de que el tiempo no tenía bisagras, Gabriel escuchó el relato como en un sueño.

7
LA HISTORIA DE LA CASA WINTER

—Lo que os voy a contar, que podría ser una novela pero es una historia real, habla de cómo se despobló una península entera y se desertizó un paraíso...

»Cofete es un pueblo, o más bien una población, que no llegó a tener en su momento más de veinticinco casas. Sus habitantes vivieron durante siglos de los cultivos y la ganadería, sin casi pagar impuestos de medianería. La aldea estaba situada en la península de Jandía, en un lugar de muy difícil acceso, por lo que la gente allí vivía muy aislada, sin relacionarse apenas con los habitantes del resto de la isla. La zona es una de las más bonitas de aquí, y se trata de uno de los pocos lugares de Fuerteventura, quizá el único, en el que el agua no escasea. Está rodeada por una cadena de montañas que ejerce un efecto pantalla frente al calor extremo, de modo que, incluso en lo más duro del verano, hay aire fresco y temperaturas más o menos agradables.

»Al inicio de la historia que os voy a relatar, Cofete era una hermosa y alegre vega con manantiales y cultivos. Imaginad la mayor propiedad rústica de todo Canarias en la época, una península entera, en un lugar por entonces casi desértico, aislado del progreso y de todo signo de civilización. Resultaba muy arduo entrar y salir de la península en camello o en burro, que eran los únicos vehículos que utilizaban los habitantes de la isla por entonces, puesto que los caballos son difíciles y caros de mantener en un clima tan seco y en un entorno tan montañoso. Así que los naturales de Cofete vivían muy a su aire. Porque la península de Jandía dependió desde antiguo de los señores de Lanzarote, y no de los de Fuerteventura, así que los medianeros de Cofete no estaban tan vigilados como el resto de los de la isla, probablemente la gran mayoría no sabían siquiera quién poseía sus tierras ni a quién estaba llegando la parte de la cosecha que cedían por arriendo, porque el propietario de Jandía nunca las visitó, sino que nombró un administrador en Canarias, que a su vez designó a un arrendatario en Jandía.

El tal Virgilio se expresaba en un inglés perfecto, de tono académico, casi doctoral, modulando la voz con elegancia, como si estuviera dando una clase. Helena parecía pendiente de sus palabras. A Gabriel le comían unos celos tiranos. En realidad, siempre había sido un hombre muy celoso, pero odiaba reconocérselo a sí mismo, y desde luego, jamás se lo habría reconocido a nadie más, encerrado como estaba en el refugio ilusorio de su contención británica.

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