Por supuesto, Gabriel era incapaz de plantearle a Patricia un ultimátum. En primer lugar, la propia imagen que de sí mismo se había construido no le permitía exponer una exigencia como sería la de pedirle a Patricia que se abstuviera de hablar con Shaun mientras él estaba delante, por una cuestión de respeto. Una petición similar le haría quedar como un hombre celoso, o como un egoísta incapaz de compadecerse ante el sufrimiento ajeno. Y el Gabriel construido se negaba a aceptar al Gabriel primordial. En segundo lugar, temía en el fondo que, si obligaba a Patricia a elegir entre él o Shaun, ella se decantara por el ex novio, que debía de seguir obsesionado con ella si tanto la llamaba, por mucho que Patricia insistiera en reiterar que eran sólo amigos y que el interés sexual del uno por el otro había decaído hacía tiempo, ya cuando vivían juntos. A veces Gabriel llegaba a preguntarse si de alguna manera perversa no se sentiría atraído por Patricia precisamente porque el fantasma de Shaun parecía sobrevolar su relación, si no sería la competencia la que lo excitaría, si no era demasiada casualidad que se hubiera enamorado primero de una mujer casada y después de una mujer que evidentemente no había sabido romper el vínculo que la ligaba a su primer novio, el único amante que había conocido hasta que se enamoró de Gabriel. Pasados seis meses, sin embargo, Shaun dejó de llamar por recomendación, al parecer, de su terapeuta, que le había dicho que su dependencia de Patricia era enfermiza y que debía aprender a superarla, o eso le había contado ella a Gabriel cuando le refirió la que —por decisión del ex novio o del psicólogo que lo trataba— fue la última conversación telefónica entre Shaun y ella.
Al cabo de un año, sin embargo, cuando parecía que la alargada sombra de Shaun se había ido desvaneciendo —si bien la de Liz aún oscurecía la conciencia de Gabriel—, una tarde, cuando Gabriel se disponía a abrir la puerta principal del edificio en el que estaba su apartamento, sintió que alguien lo observaba, y al darse la vuelta reparó en un hombre alto, rubio, que le miraba fijamente. Habían pasado más de quince años pero no cabía duda: se trataba de Shaun.
Gabriel no supo cómo reaccionar y precipitadamente introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y se coló a toda prisa en el edificio como una rata asustada escapando de un gato.
Una semana después, se volvió a repetir la escena. Gabriel con la llave en la mano y Shaun plantado allí, en la acera de enfrente, como si llevara un rato esperándole. Aquella vez decidió escuchar lo que fuera que Shaun tuviera que decirle, pero mientras avanzaba hacia él de repente Shaun le dio la espalda y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Gabriel dudó sobre si debería seguirle o no, pero casi inmediatamente desechó la opción. Apenas le conocía y no tendría sentido iniciar una aproximación. No entendía bien si pretendía intimidarle o si quería hablar con él y en el último momento se había arrepentido. De todas formas, por lo que le había contado Patricia acerca de la exagerada timidez de Shaun, su fobia social, sus depresiones, su terapia y su medicación, Gabriel no pensaba que tuvieran gran cosa en común ni mucho de lo que hablar. Tampoco, en el poco tiempo en el que habían convivido en Oxford, habían hecho muchas migas. De hecho, si lo pensaba, no entendía cómo Patricia se había enamorado de dos hombres tan diferentes entre sí. O no. Al fin y al cabo, tenían la misma estatura, ambos eran rubios, vestían con un estilo similar y habían recibido una educación parecida. En lo poco que recordaba de Shaun en Oxford, Gabriel tenía la impresión de que era considerado un chico atractivo. Muy atractivo, de hecho. Y era bastante educado pese a lo reservado de su carácter. Podía entender que Patricia se hubiera enamorado de él entonces. Pero el Shaun que se había plantado frente a él ya no era el chico guapo de antaño. Había adelgazado sensiblemente, se le marcaban los pómulos y las arrugas de forma que a distancia Gabriel había pensado que casi se le podía ver la calavera bajo el rostro. También aquella expresión de intenso sufrimiento o de demencia le disuadió de seguirle. Nunca le contó a Patricia lo que había pasado, y no podía explicarse bien a sí mismo por qué había decidido no hacerlo. Quizá se había asustado, quizá estaba ya harto del tema Shaun y no quería siquiera hablar de él.
Dos años después, cuando ya su compromiso de boda era firme, se planteó muy en serio contactar con Shaun, preguntarle qué era lo que estaba buscando cuando se presentó aquellas tardes: ¿recuperar a Patricia o advertir a Gabriel? Quería hablar con Shaun sobre Liz, quizá esperaba que le dijera algo así como «A mí tampoco me soportaba, era muy fría conmigo, y también Patricia insistía en que todo eran imaginaciones mías», o «¿Te dijo ella que me enfadaba porque quedaba con sus compañeros a la salida del trabajo? No, en realidad me enfadaba cuando descubrí que había entrado en mi cuenta de correo», o «Me sentía agobiado y controlado, harto de que me llamara seis veces al día y, por otra parte, también extrañamente necesitado y dependiente de su afecto, era como una droga», o «De alguna manera Patricia conseguía siempre invertir la carga de la prueba: si yo pensaba que Liz tenía celos, eso era porque yo era celoso; ella nunca era demasiado controladora, sino que yo era un egoísta». Si era verdad que había sido Shaun quien había dejado a Patricia, tenía que haber alguna razón, y quizá la razón era la misma por la que Gabriel pensaba a veces que debía dejarla. Y si Shaun le diera las mismas razones, Gabriel no se sentiría tan culpable por sentir lo que sentía. Ya no pensaría que era él el egoísta, el evasivo, el distante, sino que era ella la excesivamente dependiente, agobiante, controladora... Tantas palabras le venían a Gabriel a la cabeza... Sus pensamientos eran demasiado numerosos para no empujarse, contradecirse, estorbarse. Pero finalmente nunca llamó a Shaun. Pensó que esa idea no era sino una locura que se le había ocurrido en un momento de desesperación y que su sensación de claustrofobia era simple y llanamente el miedo al compromiso propio de quienes han sido dañados en una época muy temprana de sus vidas. El clásico dilema del erizo. Los erizos tienen púas en su lomo; si se acercan el uno al otro, las púas de cada uno dañarán al otro. Quizá Gabriel, como un erizo, se replegaba en sí mismo para no verse dañado, y de ahí sus dudas.
Desde Canarias, sin embargo, la situación se veía de otra manera. De una forma mucho más simple, clara, precisa y tajante: él no era feliz con Patricia, se sentía atraído por otra mujer y, por tanto, no tenía sentido que se embarcara en un matrimonio que estaba irremediablemente abocado al fracaso. No hacían falta más explicaciones ni sobreanálisis.
No habían reseñado hotel siquiera. Helena sugirió que buscaran información en el iPhone. En Puerto del Rosario, la capital de la isla, debía de haber una oficina de turismo o algo similar. Aparecían varias. Tres de ellas en Puerto del Rosario. Otra en Corralejo y otra en Caseta de Fuste. Y la oficina de información del Patronato de Turismo, que estaba en el mismo aeropuerto.
—Por lo que recuerdo —dijo Helena—, Fuerteventura es más pequeña que Tenerife, y está mucho menos poblada. Creo que Tenerife tiene doscientos veinticinco mil habitantes, y Fuerteventura no llega a los ochenta mil. Yo estuve en esta isla hace años, con mi novio, antes de conocer a Cordelia. Recuerdo que vinimos a pasar el fin de semana a las playas del norte de la isla y alquilamos un coche porque aquí no se podía depender del transporte público, aunque hay guaguas, o las había. Cuando avanzabas con el coche apenas veías casas. Y las que veías eran todas parecidas entre sí, encaladas, blancas, de una planta casi siempre. Nada parecido a la villa de las fotos. Si Manuel pudo localizar la casa de Heidi con tanta exactitud, es seguro que cualquier guía que conozca bien la isla sabrá emplazar esa torre que aparece en las fotos. Una villa tan singular, sola en medio de un paisaje agreste, no es una cosa que se vea todos los días. Esa especie de castillo tiene toda la pinta de ser antiguo, quizá sea un edificio protegido o algo así.
Gabriel sacó de la mochila las fotos que había impreso.
—Si te fijas en ésta, aquí, ¿ves?, Heidi está en una tumbona y, al fondo, ¿lo ves?, está la torre. Eso quiere decir, creo, que la casa de Heidi está cerca de la casa grande. Me interesa que veas esta foto, mira. —La imagen mostraba una ventana desde la que se veía el mar—. Esta parece ser la habitación. Pero sólo muestra la ventana, no parece que haya muebles. Quizá la tomó desde la cama. Es decir, sabemos que la casa tiene una ventana que da al mar y que se encuentra bastante cerca de la casa de la torre. Una vez localicemos la casa de la torre, no debería ser difícil localizar la de Heidi.
—Pero ¿a qué crees que vendrá esa obsesión por retratar la casa de la torre? Es como si fuera muy importante para ellas.
—Si te fijas, también ha fotografiado la playa, muchas veces.
—La playa está desierta, mira, ni un chiringuito, ni una sombrilla, nada. Y es raro, tratándose de una playa de arena tan blanca y con un mar tan tranquilo como el que se ve aquí, que no esté urbanizada.
La oficina de turismo del aeropuerto era poco más que un expositor con una chica que lo atendía. Gabriel y Helena esperaron pacientemente a que un grupo de jóvenes muy bronceados, recién desembarcados del mismo avión que los había llevado a ellos a la isla, preguntaran por los albergues y pensiones en El Cotillo. A Gabriel le pareció que hablaban un español muy curioso, hasta que se dio cuenta de que en realidad se expresaban en una extraña mezcla de italiano y español. La chica que les informaba, una mujer pequeñita con el tipo de belleza exótica que Gabriel empezaba ya a asociar a la mujer canaria —cabello negro y rizado, ojos muy oscuros, pómulos altos y labios carnosos— los escuchaba pacientemente. Cuando todos se hubieron marchado, Helena y él se dirigieron a ella. Helena habló en español y Gabriel no entendió bien lo que decía, aún no se había acostumbrado del todo al sonido de la lengua de su madre. Desde que estaba en Canarias pensaba a menudo, como estaba pensando ahora, en lo triste que era que no pudiera entender bien el idioma de su infancia, el idioma en el que ella le había hablado tantas veces. Pero su tía no hablaba español, y no había habido en Aberdeen mucha oportunidad de practicarlo. Cordelia, sin embargo, se había empeñado siempre en leer libros en español e incluso había contado una temporada con la ayuda de un profesor particular, ayuda que consiguió después de mucho suplicar a la tía. Ella siempre estuvo más interesada en mantener sus recuerdos, sus memorias, su identidad, sus raíces, pero él actuaba de una manera completamente diferente: si algo le dolía, prefería enterrarlo en el olvido. No quería pensar mucho en sus padres, no le llevaba a nada. Sumido en estas reflexiones, iba viendo cómo la chica de la mal llamada oficina examinaba las fotos y sonreía. Después dijo algo que Helena tradujo.
—Te lo he dicho: es una casa conocida. Por supuesto, ella sabe perfectamente dónde está.
Gabriel se dirigió a la chica en español:
—¿Puede darnos un plano o algo para que podamos llegar?
—No es tan fácil —le explicó ella modulando con mucho cuidado las palabras y la entonación, según reparó Gabriel, de forma que su discurso se hizo mucho más inteligible que cuando hablaba con Helena—. Hasta allí sólo se puede llegar en todoterreno. La casa está en la península de Jandía, en la playa de Cofete, que no resulta de muy fácil acceso. La pista, porque no es una carretera, que lleva hasta allí estaba sin asfaltar hasta hace poco, ahora han asfaltado un tramo pero sigue siendo muy peligrosa. No recomendaría a alguien conducir por allí si no conociera muy bien el lugar. Lo sensato es ir en todoterreno porque la pista está llena de curvas y bordea unos acantilados muy altos. Alguien que no conozca bien la zona se arriesga a un accidente si conduce por allí. Sé que hay
tour operators
alemanes que organizan visitas guiadas a Cofete, pero ahora mismo no sabría ponerlos en contacto con ninguno. La casa no tiene ningún valor arquitectónico ni histórico, y está casi en ruinas, pero, ya se sabe, con toda la leyenda, siempre hay alguien interesado en visitarla, por el morbo...
—¿La casa tiene una leyenda?
—¿No la conocen?
—No, sólo tenemos las fotos. La señora que aparece en ellas es mi madre. Ella solía venir a Fuerteventura a menudo y estas fotos estaban en su cajón. Nos pareció bonita la playa y el paisaje y quisimos venir a verlo. Mi mujer y yo estamos en viaje de novios, recorriendo las islas... —El propio Gabriel estaba sorprendido de su capacidad de inventiva y su imaginación.
—Ya... O sea, que no saben nada. Pues la casa, según se dice, sirvió de refugio y de base de operaciones a militares nazis durante la segunda guerra mundial, y quizá también después. Esa es la leyenda de la casa, al menos. Se habla de pasadizos subterráneos que conectan la casa con el mar y que servirían para permitir que repostaran en la isla los submarinos alemanes pero yo, si le digo la verdad, no podría decirle cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en esa historia. Si les interesa mucho visitar la casa, puedo buscarles el teléfono de algunos
tour operators
que organizan visitas, pero el caso es que creo que trabajan sólo con alemanes, no estoy muy segura...
—Y ¿no conocerá usted a alguien que pueda hacer de guía?
—Sí, claro... —la chica sonrió—. En la isla hay muchos que le podrían ayudar, ahora que estamos en temporada baja y que encima hay crisis... Pero, como le digo, hace falta que sea alguien que conozca la zona. Mire, tengo una conocida, Chayo, que trabaja en el Archivo Histórico del Cabildo Insular. Su sobrino hace de guía a veces, y vive en Morro Jable, cerca de la playa de Cofete. Por lo que sé, estudió historia o algo así, y me suena a mí que algo escribió precisamente sobre el despoblamiento de Cofete... ¿O fue la tía la que lo escribió? En fin, no me acuerdo, pero no creo que el sobrino ahora, en invierno, tenga mucho trabajo. Quizá pueda llevarlos hasta allí. Si no, siempre pueden alquilar un Land Rover, pero ya les digo que no se lo aconsejo. Mejor que no conduzcan ustedes si no conocen el terreno. —La chica consultó su reloj—. A estas horas, Chayo estará en la oficina. Si quieren, la llamo.
Gabriel y Helena intercambiaron una mirada rápida y no necesitaron de palabras para entenderse.
—Sí, por favor, llámela —dijo Gabriel.
La chica cogió el teléfono y mantuvo una conversación en español en el transcurso de la cual garrapateó unos números en un papel. Cuando colgó, se lo pasó a Gabriel.