—Este es el número de Virgilio, el sobrino de Chayo. Si necesitan un hotel, puedo proporcionarles también unos folletos. Lo mejor sería, si quieren visitar la playa de Cofete, que se alojaran en Morro Jable. Allí están los mejores hoteles de la isla.
—¿Y eso dónde está?
—Hacia el sur. Puede llevarlos un taxi.
Fue Helena, por supuesto, la que llamó al tal Virgilio.
—No puede quedar con nosotros hoy, pero se ofrece a llevarnos a Cofete mañana. El tiene su propio vehículo. Ahora tenemos que pensar qué historia podemos contarle para justificar que estamos buscando la casa desde la que se hicieron estas fotos.
—La que he contado, ¿no? He encontrado las fotos en el cajón de mi madre fallecida.
—Demasiado melodramático y poco verosímil. Además, no recuerdo que hayas dicho que tu madre hubiera fallecido.
—Lo he dado a entender.
—Bueno, pues yo no lo he entendido así. Mejor decir..., déjame pensar..., que hace tiempo que no tienes contacto con tu madre después de una pelea familiar, que sabes que está en Fuerteventura y que hace tiempo te envió estas fotos. Y que has venido a buscarla porque no tienes su número de móvil ni ella tampoco tiene correo electrónico.
—Vale, me llamó hace unas semanas y dijo que iba a quedarse aquí una temporada. Y se me ha ocurrido venir a buscarla.
—Suena bastante falso, pero plausible.
—No se me ocurre cosa mejor.
—Pero, si ve las fotos, ¿no reconocerá a Heidi? Su cara ha aparecido en todos los diarios y en la televisión.
—La foto de los diarios era en blanco y negro, y estaba tomada hace tiempo. No es tan fácil asociar ese rostro al de estas fotos si no estás advertido de antemano. No creo que sume dos y dos, pero correremos ese riesgo.
Entre los hoteles que se anunciaban en los diferentes folletos que la chica de la oficina de turismo les había proporcionado, Gabriel escogió uno de los más caros. Podía permitírselo, por supuesto, pero en realidad lo que le había impulsado a tomar la decisión era una foto que se veía en el folleto en la que aparecía la terraza de la habitación, más grande que el salón de su apartamento de Londres, y en la que una pareja compartía un desayuno con el mar de fondo. No pudo evitar la imagen que le asaltó de él mismo y Helena ocupando el lugar de esa pareja. Sabía que la escena era irrealizable en la realidad por muchas y variadas razones: su compromiso, la inminencia de su boda, la desaparición de Cordelia que les tenían tan preocupados y, por tanto, no especialmente predispuestos para una aventura romántica y, sobre todo, el hecho innegable de que en ningún momento Helena había hecho la más mínima señal o signo de interés hacia Gabriel. Por todo esto, insistió en reservar dos habitaciones pese a las protestas de Helena, que habría elegido un hotel menos lujoso. Un taxi los llevó hasta allí.
—¿Me dejarías invitarte a cenar? No puedo estar en un sitio tan idílico con una mujer tan guapa y dejar pasar la oportunidad de cenar en un sitio bonito cerca de la playa.
—Ya me estás pagando el hotel, y además, la verdad es que estoy muy cansada y además no llevo en la mochila nada que ponerme para una cena formal.
—Pues hagámosla informal... Ahora, en serio, estoy muy tenso con toda esta historia de mi hermana y me parece que si ine quedo en una habitación de hotel, dándole vueltas a la cabeza, va a ser imposible que duerma. Creo que nos vendría bien a los dos intentar pasar un rato agradable, si esta noche poco más vamos a hacer...
Estaban solos, ele pie, una junto al otro, sin rozarse siquiera, separados por la distancia de un cabello, tenue como el aire, tan tenue que habría bastado un movimiento levísimo para hacerla desaparecer. Pero ninguno de los dos se movió.
Con la sensación de que había creado un lazo inasequible al disimulo y la desconfianza que había regido desde la juventud sus relaciones personales, Gabriel se sintió invadido por una sensación de paz e intimidad que había logrado que su alma retraída se expandiera como si se estuviera sumergiendo en un baño profundo y cálido. Todos los elementos habían acudido en su ayuda como un ejército que se alza por una causa justa. Latía bajo esa calma una cualidad tan pura, tan sobrenatural, que ningún sufrimiento mundano que hubiese que pagar por conseguirla parecía, en ese momento, un precio demasiado alto. Como el viajero que ha sorteado el abismo, podía asomarse a él y medir la profundidad en la que no había caído. Estaba enamorado, pero aún no estaba perdido. La impresión que le produjo encontrarse por un segundo al borde de aquel descalabro hizo que volviera, dando tumbos y semiaturdido, al terreno de la realidad: debía llamar a Patricia. Tomar una decisión, aunque fuera anunciar que rompía su compromiso, pero no seguir manteniendo una farsa.
—Voy a llamar a un taxi.
El restaurante se lo había recomendado el recepcionista del hotel y era un sitio pequeño, de arquitectura colonial, bonito y no tan caro como podría haberse esperado. Para acabar de componer el cuadro romántico, les dieron una mesa con vistas al mar con una velita en el centro. Sólo habría faltado un violinista paseándose entre las mesas para que la escena hubiera parecido sacada de una película de los años cuarenta, excepto porque la heroína no llevaba una melena ondulada y cuadrada ni un vestido de Schiaparelli, ni el galán un esmoquin. Ambos llevaban vaqueros y unas camisetas blancas muy parecidas. Gabriel le dejó a ella escoger la cena. Al fin y al cabo, la comida era típicamente canaria y él no tenía ni remota idea de las especialidades culinarias de las islas. Un camarero muy amable anotó los platos y les abrió una botella de vino blanco que Helena había escogido.
—Malvasia, es el vino típico de las islas. Te va a encantar.
—Está buenísimo —confirmó Gabriel tras probarlo—. Tienes mucho gusto para los vinos.
—No es una cuestión de paladar, en realidad. Olvidas que he trabajado como camarera durante años. Así es fácil saber elegir vinos. De hecho, es agradable cambiar de posición por una vez. Que sea a mí a quien le sirvan.
—Lo curioso es que no tienes aspecto de camarera.
—¿Ah, no? ¿Las camareras tienen que tener algún aspecto en particular? ¿Deben ser rubias y voluptuosas? —Helena sonreía, y Gabriel se preguntó si estaría coqueteando.
—No, no me refiero a eso. Me refiero a que a ti... te veo demasiado inteligente como para que seas camarera o dependienta toda la vida.
—Supongo que has intentado que fuese un halago, pero ha sonado terriblemente clasista.
—¿Ves como eres demasiado inteligente? En fin, lo que no acabo de entender es cómo una chica como tú no ha intentado estudiar otra cosa. Y no pretendo ser clasista, no sé si me entiendes.
—Bueno, en realidad trabajé de camarera a partir de una serie fie casualidades que se fueron enlazando. Llegué a Tenerife para pasar un verano, y llevo aquí viviendo diez años, ya ves. Y sí, también he pensado en estudiar a veces, o en montar un negocio, pero la vida te va llevando donde quiere...
—¿No eres canaria?
—No, claro que no. Claro que tú no lo has notado... Pero si hablaras más español lo notarías en seguida. Mi acento, mi manera de hablar, no son canarios. En realidad nací en Madrid, y me crié en Alicante.
—Y ¿cómo acabaste aquí?
—Ya sabes, una larga historia.
—¿De las que se pueden contar?
—Pues sí, claro, supongo... Como ya te he dicho, nací en Madrid. De mi padre biológico no me acuerdo mucho. Guardo la memoria de una bronca muy grande cuando mi madre le dijo que se iba. Luego ella se fue a trabajar a Dénia, un pueblo de Alicante, en la temporada turística, de camarera. Ya ves, debe de ser cosa de familia. Y allí conoció a otro hombre. Se casó con él y montaron un restaurante. Yo pasaba más tiempo allí que en mi casa. Cuando era muy cría, me sentaban a una mesa a dibujar o a mirar la televisión. A partir de los catorce años, ayudaba todos los fines de semana a servir mesas. Así que desde pequeña aprendí a defenderme en alemán y en inglés porque la mitad de nuestra clientela no hablaba español. El inglés lo aprendí también en el colegio. A los quince años empecé a salir con un chico alemán y con él perfeccioné el idioma. Por supuesto que yo soñaba con ir a la universidad, tener una vida diferente de la que mi madre había tenido, pero acabé dejándome llevar... Y a los dieciocho me fui a vivir con mi novio, el alemán, y empecé a trabajar de recepcionista en un hotel. Luego me peleé con él pero no quería volver a casa de mi madre. Entonces, uno de los alemanes que trabajaban de animadores en el hotel más grande de Denia me habló de una oferta de trabajo en el hotel Botánico, en Puerto de la Cruz. En fin..., ya sabes que en la isla hay muchos alemanes, y yo tenía experiencia en hostelería, así que el puesto me venía que ni pintado. Se suponía que era un trabajo temporal, para verano. El mismo hotel te proporcionaba el alojamiento, de modo que en dos meses podías hacer dinero como para subsistir el resto del año. En principio tenía que trabajar en el restaurante del hotel, pero acabé llevando a grupos de niños al Loro Parque, porque la chica que habían contratado para hacerlo les había fallado. Se me dan bien los niños, así que a mí me encantaba el trabajo.
—¿Te gustan los niños?
—¿Qué? ¿Tampoco tengo pinta de que me gusten?
—No, no quería decir eso.
—Pues sí, me gustan... Les proponía juegos en el autobús, canciones y esas cosas para que no se aburrieran, y se me ocurrió la idea de comprar una soga para que todos fueran amarrados a ella, como en un juego, en lugar de ir en fila, así controlaba mejor a los grupos. En principio iba a quedarme sólo dos meses, pero cuando el contrato acabó, vino la relaciones públicas a proponerme que me quedara allí, fija. Yo no tenía ninguna razón para volver a Denia, así que decidí quedarme seis meses más. No voy a contarte cómo se fueron liando las cosas, pero el caso es que me fueron ofreciendo mejores puestos en el hotel y... llevo viviendo aquí diez años.
—¿Y no echabas de menos tu casa? ¿No querías volver? Al fin y al cabo, para trabajar como camarera o en la hostelería, podrías haber seguido trabajando en el restaurante de tus padres, ¿no?
—No me llevaba bien con mi madre, y además..., bueno, había otro problema.
—¿Con tu padrastro?
—¿Cómo lo has adivinado?
—No sé, intuición.
—Pues sí, mi padrastro. La forma en que me miraba... Se le iban los ojos detrás de mí. Me buscaba detrás de la barra y se restregaba a la mínima con la excusa de que allí se estaba muy apretado. Siempre me estaba mirando donde y cuando no debía, siempre diciéndome frases de doble sentido. Yo estaba harta de él, pero mi madre hacía como que no se enteraba, o puede que de verdad no se enterara, o tal vez no quisiera enterarse... No sé... Recuerdo que se lo conté a mi primer novio, el alemán, que era él como muy cartesiano, muy racional, muy... muy alemán, y ¿sabes lo que me dijo? Dijo que no le extrañaba, porque yo soy clavada a mi madre, pero en la versión joven. Como esos anuncios de publicidad que para vender un detergente te dicen eso de «Nuevo Mistol, fórmula mejorada». —Helena rió al ver la sonrisa de Gabriel—. En realidad no es tan gracioso, no era una situación nada graciosa, por eso me fui.
—Lo siento, no quería...
—No, no te preocupes. Yo soy la que ha hecho el chiste. O en realidad lo hizo Jan, en su día. La verdad es que mi padrastro no hizo nada, nunca me tocó, sólo eran sus miradas lo que me ponía tan nerviosa. Y la estupidez de mi madre, que no hacía nada por parar aquello.
—Supongo que en casos así la esposa es la última en enterarse.
—O que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Es una expresión española. Es curioso, porque esa historia de mi padrastro nunca se la conté a Cordelia. Aunque la verdad es que ella nunca preguntó. Ella tampoco contaba nada, o casi nada, de su vida anterior a Tenerife. Era como si las dos hubiéramos nacido aquí, cuando nos conocimos. La verdad, me gustaba esa sensación de tábula rasa, de página en blanco. La mayoría de la gente cuando te conoce quiere saberlo todo sobre ti, de dónde vienes, qué has estudiado, qué historias amorosas has vivido... Cordelia no era así. Ella sólo se fijaba... se fija en lo esencial. Estaba hablando de ella en pasado, ya ves...
Se interrumpió. Los ojos se convirtieron en una bola oscura y brillantísima en la que la pupila no se diferenciaba del iris. Al principio Gabriel pensó que era un efecto de la luz de las velas, hasta que se dio cuenta de que Helena estaba llorando. Le cogió la mano y ella no la retiró.
—Tranquila, estamos ya muy cerca, lo presiento...
—¿Cerca de qué?
—De encontrarla. Quizá. O de saber qué le ocurrió.
—¿Y si no estamos cerca? ¿Y si Heidi no está aquí? ¿Y si está, pero con Ulrike? ¿Y si descubrimos que Cordelia se ahogó con los demás?
—Sinceramente, Helena, preferiría tener la certeza de que está muerta a vivir el resto de mi existencia con la duda de no saber si está viva.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo puedes?
Retiró bruscamente la mano y se la llevó a la cara para apartar la lágrima que ya empezaba a rodar por la mejilla, adoptando la expresión de la esposa de un soldado acostumbrada a enfrentarse con valor a la desgracia y a la pérdida repentina, con indomable valor y resignada ecuanimidad. Acto seguido cogió la copa de vino y apuró el contenido de un trago. Gabriel entendió entonces que no había la más mínima posibilidad de que pasaran la noche juntos.
Cuando llegó a la habitación de su hotel empezó un furioso diálogo interno. Tenía que aceptar lo evidente: no quería volver a Londres y no quería volver con Patricia. La conciencia no le avergonzaba porque su conciencia se negaba a aceptar la menor responsabilidad en el posible daño que pudiera causar a su prometida. El Gabriel esencial rehusaba seguir otro código que no fuera el de obedecer a sus sentimientos, y esa certeza le proporcionaba la forma más profunda, apacible y misteriosa de disfrutar de la compañía de Helena. Era como si de repente ella le hubiera rediseñado e inventado una futura vida, tanto interior como exterior, con la simple magia de su presencia. Y él no podía dejar de sentirse hechizado por alguien que le adivinaba con tanta claridad como si le estuviera alumbrando por dentro. Pero resultaba completamente ridículo que una atracción hacia una mujer con la que ni siquiera se había acostado pudiera dar al traste con un compromiso serio. Probablemente Helena había servido de catalizador para sacar a la superficie algo más hondo: que Gabriel, en realidad, nunca había querido casarse con Patricia; que no había hecho sino seguir los pasos por donde ella le llevaba porque se sentía confuso y resentido tras el abandono de Ada; que en realidad deseaba escapar de la opresión de su cómoda jaula de oro londinense, de la densa atmósfera de satisfacción personal y soberbia autocomplacencia que emanaba de Patricia como de una caldera de gas con fugas; que Patricia formaba parte del inacabable peaje que Gabriel había ido pagando a la ofendida diosa de la respetabilidad desde que pasó lo que pasó en Edimburgo, aquella historia que su hermana no le había perdonado nunca; que Helena había alterado por completo su forma de ver las cosas; que, de pronto, era como si Gabriel hubiera obtenido un nuevo y extraordinario ángulo de visión, como si su mente hubiese eclosionado desde un capullo de verdades aceptadas y, como el gusano transformado en mariposa, acabara de ver una luz nueva, liberado para emprender el vuelo hacia una nueva aventura.