»Por último, y como era de esperar, una noche Cordelia me anunció que se marchaba. Me explicó que Heidi le había rogado desde el principio que ingresara en la comunidad pero que ella, por respeto a nuestro pacto, había insistido en seguir viviendo conmigo. Sin embargo, anunció solemne, había llegado la Hora de la Separación, y juro que pude ver las mayúsculas cuando hablaba, como si las estuviera fonando en tipos negros. Me lo contaba desapasionadamente, con tono seco y mecánico, sin rastro de sentimentalismo ni de pena o disgusto en sus ojos azules, que me observaban con una mezcla de desprecio e indiferencia, y en los que ya no pude entrever matiz alguno de afecto. Con aquella voz no se podía discutir. Su tono, sereno y decidido, me impresionó e impidió que la rebatiera, que intentara convencerla para que se quedara. Hablaba como quien ya no tiene tiempo, como la que ya ha superado la fase del debate y no está dispuesta a discutir por mera cortesía porque ya ha tomado una decisión inamovible e inapelable. Traté de conservar la calma, como si habláramos de algo interesante pero que no nos concernía personalmente, porque sabía que ya hacía tiempo que la había perdido y que me estaba enfrentando a lo inexorable.
»No se llevó nada, excepto sus cuadernos. Dejó su ropa, sus cédés, sus deuvedés, sus libros, incluso sus álbumes de fotos. Dejó toda su vida tras de sí y no hubo forma de convencerla de que hacía una locura.
»No habían pasado diez días siquiera desde que Cordelia se había ido cuando empecé a echarla de menos tan desesperadamente como si me hubiesen amputado un miembro y a culparme por mi pasividad, por el hecho de no haber hecho nada para retenerla. El cuaderno que había leído me había dejado bastante claro que no se había marchado a un simple centro de meditación, que en la casa de Heidi se movían asuntos más turbios, aunque una especie de nebulosa mental me impedía adivinar o ver nada más claro que eso, pero sabía bien que no se trataba de una simple sospecha, que mi intuición no erraba, que Cordelia estaba en peligro y que yo no podía quedarme cruzada de brazos esperando a la debacle. Llamé al número que figuraba en el folleto que los de Thule Solaris dejaron en el herbolario, el cebo a partir del cual se había desencadenado toda aquella extraña historia de seducción. Era un número de móvil. Un mensaje grabado me comunicó que el propietario había restringido las llamadas entrantes. No tenía manera de localizar a Cordelia, pues, como ya te he dicho, ella no me dijo nunca dónde estaba la casa de Heidi, y eludía todas mis preguntas sobre el particular. Pero la isla es pequeña, y yo contaba con pistas para localizar la casa. Me senté a la mesa de la cocina y, bolígrafo y papel en mano, hice una lista de toda la información que Cordelia me había dado sobre la casa, salpicada inadvertidamente en sus conversaciones, y que podía ayudarme a localizar su emplazamiento.
»Como ya te he dicho, habíamos comprado una furgoneta de segunda mano para organizar la mudanza de Taroconte a Buenavista y para movernos por la isla, y en esa furgoneta se desplazaba Cordelia hasta la casa. Yo casi nunca la utilizaba: solía ir al herbolario en bicicleta y, algunas veces, si hacía un día muy bueno, incluso andando. Tenía mi coche, pero apenas lo usaba. Así pues, la casa de Heidi no podía estar muy cerca de Buenavista, ya que, de lo contrario. Cordelia habría ido y vuelto en bicicleta, como yo. Y me llamaba la atención que no llevara el coche, sino la furgoneta, que era más resistente, lo que implicaba que probablemente no iba a un sitio urbanizado. Además, tu hermana se había comprado unas botas de montaña muy duras porque, según me explicó, para llegar a la casa había que atravesar por un largo camino sin asfaltar. Había mencionado alguna vez que Heidi usaba un Land Rover para recorrer el camino hasta la carretera y las hectáreas de terreno alrededor de la casa. Las ruedas de la furgoneta y las botas de Cordelia solían traer adheridas cacas de oveja. Además, traía mucho hinojo cuando iba allí, lo usábamos para cocinar. Me decía que en casa de Heidi el hinojo crecía salvaje.
»Otra pista me la dieron las mantas. Cuando Cordelia iba a pasar algunas noches en aquella casa para uno de los que ella llamaba sus retiros de meditación se llevaba siempre mantas, incluso en verano, porque decía que, de noche, podía hacer mucho frío.
De forma que concluí que estaba buscando una casa que se encontraba en un lugar de la isla no muy cercano a Buenavista en el que había ovejas y crecía hinojo, una casa rodeada de hectáreas de terreno a la que se accedía a través de un camino sin asfaltar, situada en algún lugar de la isla que podía ser muy frío de noche, incluso en verano.
»Esta isla no es tan grande, y además no hay tantas villas rodeadas de terreno. Un agente inmobiliario, probablemente, tendría localizadas todas las grandes villas de Tenerife. O un cartógrafo, quizá. Y entonces se me iluminó una bombilla en la cabeza, como en las películas. En Tenerife habíamos conocido a un chico que era el encargado de buscar localizaciones de rodajes. No sé si lo sabes, pero en esta isla se ruedan muchas películas. Es barata, hay muchos paisajes diferentes (desierto, paisaje tropical, playas) y muchas zonas sin urbanizar. Manuel, que así se llamaba el chico, se conocía la isla palmo a palmo porque llevaba años ayudando a diferentes equipos de rodaje de todos los países en la tarea de buscar localizaciones, trabajando para la Tenerife Film Comission. Llamé a Manuel y quedamos a la noche siguiente en un bar del Puerto.
»Resultó casi increíble lo de prisa que Manuel dedujo dónde podía estar la casa de Heidi. En el valle de la Esperanza, el único lugar de toda la isla en el que hacía frío de noche incluso en verano, que está sembrado de hinojo y en el que se pastorean ovejas. Manuel me dijo que no había tantas villas allí, y que a él se le ocurrían dos o tres que respondían a la descripción. Pero una en particular parecía ser la que yo estaba buscando.
»Addis Abeba, me explicó, había sido la sala de fiestas más grande de la isla en los años ochenta. Se trataba de una macrodiscoteca que abría hasta bien entrada la mañana, y a ella acudían coches desde todos los puntos de la isla. Al estar tan aislada, la música podía atronar tanto en el interior como en los jardines y la piscina sin molestar a vecinos que pudieran denunciar a la policía. Tras conocer un momento de esplendor, la discoteca había acabado cerrando por historias poco claras de peleas y tráfico de drogas. La villa que la había albergado se encontraba tan oculta en una de las hondonadas del valle que resultaba casi imposible reparar en ella si uno no iba buscándola expresamente. Se trataba, por tanto, del sitio ideal para alguien que no quisiera llamar la atención sobre sus actividades. El habría estado encantado de llevarme hasta allí, pero a la mañana siguiente tenía que acompañar al norte a un equipo inglés. Sin embargo, me dejó unas indicaciones muy precisas de cómo llegar, acompañadas de un mapa cuidadosamente dibujado. Se notaba que estaba acostumbrado a entregar y seguir instrucciones parecidas. Por si acaso, me dijo, lo mejor sería que preguntara en una gasolinera que me indicó. Estaba muy cerca de la casa, prácticamente a la entrada del camino.
»No me fue nada difícil encontrar la gasolinera y, tal y como me había dicho Manuel, la entrada a la antigua discoteca estaba prácticamente al lado. Allí había una garita con un vigilante jurado que me preguntó, en un español de acento cerradísimamente alemán, a quién estaba buscando. Le dije que buscaba a Heidi Meyer. El vigilante llamó por radio a alguien con quien se comunicó en alemán explicando que una mujer joven, sola, preguntaba por Heidi. No entendí lo que le respondían pero en cualquier caso me dejó pasar, indicándome que para llegar a la casa debía dejar el coche en un aparcamiento que encontraría a escasos doscientos metros. El camino, me advirtió, estaba sin pavimentar. Dejé el coche en una pequeña zona asfaltada que supuse era el aparcamiento y que se hallaba al lado del camino, en la que había aparcados otros dos o tres vehículos. Después me dispuse a recorrer el sendero que serpenteaba hacia el horizonte. Desde allí no se veía casa alguna pero supuse que, tal y como me había advertido Manuel, probablemente estaba disimulada entre la vegetación. Reconocí en los arbustos el hinojo que Cordelia solía traer a casa esparciendo su penetrante olor a través del viento de la mañana. Por fin, al cabo de unos quince minutos, divisé la casa, enorme, situada justo en la zona más honda del valle, al abrigo del viento, del frío y de miradas no deseadas.
»En el porche me esperaba una mujer madura, muy blanca, de unos cincuenta y muchos años y aspecto distante, pelo rubio, ojos de color azul acerado, facciones angulosas y rectas y una nariz puntiaguda y trémula, como un hociquito. Era esbelta, de figura armoniosa, y aún resultaría bastante guapa, pero de una belleza pálida y venenosa, ese tipo de atractivo nórdico, altivo y correcto que podía, pese a su edad, excitar todavía algún deseo pero difícilmente suscitar simpatías. Se presentó a sí misma como la «gestora de la comunidad». Yo sabía que se trataba de Ulrike porque tu hermana me había hablado de ella, y me había explicado que hacía veinte años llegó a la isla con Heidi, que juntas levantaron la casa y que, desde entonces, Ulrike administraba las finanzas de su amiga. Pregunté por Cordelia y aquella dama de hielo me dijo que estaba en su semana de retiro espiritual y que no deseaba hablar con nadie. Con voz clara y firme pero átona e incolora, se ofreció a enseñarme la finca.
»En el jardín se veía a muchos hombres y mujeres, algunos sentados en la postura del loto y otros rastrillando el huerto con los labios apretados y los ojos bajos. Transmitían una cualidad inmóvil, como de espera sin pensamiento, sin esperanza ni deseo. No vi en ellos vivacidad ninguna, sólo la carga enorme de su sumisión. Me llamó la atención el hecho de que prácticamente todos ellos eran rubios, muy blancos y con aspecto de extranjeros; parecía que Heidi no quisiera a morenos entre sus discípulos. Varios perros y gatos se paseaban a sus anchas o dormitaban al sol, como si aún recordaran la paradisíaca convivencia entre humanos y animales.
»—¿Quién vive aquí? —le pregunté a Ulrike.
»—El grupo. —Lo dijo sin énfasis, con la misma naturalidad con la que diría «el sol sale por el este», como si mencionara un hecho cotidiano de sobra conocido y le sorprendiera que yo hubiese preguntado por él.
»—Pero... ¿qué es el grupo? ¿Una iglesia, una secta?
»—No —me respondió muy tranquila, como si la pregunta no la hubiera ofendido lo más mínimo—, una secta es un grupo de personas que dependen de un líder y tienen que pagarle algo. No pueden pensar de manera diferente de él. Nosotros sólo somos amigos de Heidi.
»—Pues en el pueblo dicen que son ustedes una secta.
»—Hoy día en el mundo hay muchas tensiones, mucho miedo, muchas mentes enfermas, porque sin la relación vital con El Todo la vida no es más que una serie de temibles accidentes, y puede que sea ésa la causa de que nos tengan miedo. Heidi no puede recibirte hoy, pero si la conocieras te darías cuenta de que no tiene nada que ver con lo que sería la líder de una secta. Es muy tranquila, entiende a cualquiera que tenga problemas y ayuda a todos siempre. Nos muestra cómo podemos mejorar la mente de la gente. Y ésa es la base para mejorar el mundo.
»—¿De qué viven ustedes?
»Ulrike alzó la estrecha cabeza y sus fosas nasales se dilataron como las de una fiera que olfatea el peligro.
»—Comemos muchas veces nuestros propios alimentos, y algunos de nosotros vivimos del dinero de Heidi. La financiación de los cursos de meditación se realiza de forma individualizada; cada cual paga su cuota. Pero, para atender a quienes no tienen los medios económicos suficientes para pagarlos, se usan diferentes sistemas de apoyo, normalmente a través de la caridad de algún miembro adinerado, o de préstamos que se realizan entre amigos, sin intereses, porque la usura no encaja en el espíritu de la virtud.
»—¿No le pagan nada a ella?
»—Algunos amigos que vienen de vacaciones pagan cincuenta euros diarios por la comida, pero los que viven aquí no pagan, puesto que, como ves, la comida viene del huerto y los residentes trabajan en él. —La voz helada y controlada dejaba entrever una emoción subterránea que pugnaba por manifestarse: resentimiento, agresividad...
»—¿Y qué hacen todo el día, aparte de trabajar en el huerto?
»—Meditamos, escribimos, oramos... Escribimos reflexiones que vienen del Todo, de la energía que estamos creando. Ella dice que es más fácil sentirse libre de una tensión cuando se está escribiendo.
»—¿Ella? ¿Quién es ella?
»—Ella —pronunció el pronombre con tono solemne, como la sacerdotisa que se refiere a la divinidad—, Heidi. Heidi nos anima a escribir. Yo, por ejemplo, ahora mismo estoy escribiendo sobre mis otras vidas. He hecho regresiones y las he visto.
»Me impresionaba su mirada fija, como los ojos de cristal de una muñeca antigua, el tono mecánico de su voz, sus modales ceremoniosos v la fría sonrisa impresa en su delgado rostro de vestal. A medida que la señora peroraba yo iba lomando cada vez más conciencia de que la situación era grave. Ulrike me enseñó el huerto, los lavaderos, el gallinero, la piscina, que era más bien una alberca de agua sucia en la que no nadaba nadie, a excepción de algunos renacuajos, y el espacio de meditación, un antiguo establo remodelado, con suelo de pino y colchones por todas partes, que despedía un intenso olor a viciado que el incienso no lograba hacer desaparecer. Sin embargo, no quiso enseñarme el interior de la casa, pues allí, me dijo, estaban los dormitorios, y ésos eran espacios privados de cada residente. Imaginaba a Cordelia en aquel lugar, sin poder disfrutar siquiera del modesto lujo de la soledad, y el corazón se me encogía.
»No había rastro de tu hermana por ninguna parte.
»Finalmente, Ulrike me anunció agriamente que daba la visita por terminada porque en breve procederían a comer. Durante un largo momento que no podría haberse medido con un reloj, nos miramos fijamente y ella sostuvo mi mirada sin pestañear. Desde el fondo de un rostro que parecía una máscara refulgían los gélidos ojos azul cobalto, cortantes, hostiles.
»Regresé una semana después, pero el guardia se negó a dejarme pasar.
»Había perdido a Cordelia, con el mismo dolor de la rama joven a la que la arrancan de la planta que la alimenta. Sentí que algo había muerto en mi interior, que se había ido con ella. «Ahora que no la tendré, todo será distinto, yo misma seré diferente», pensé. Esa certeza me golpeó de repente, como si hubiera ido tranquilamente por la calle y me hubiera caído una maceta en la cabeza. ¿Qué podía hacer, si mi vida se partía en dos? En un terremoto el suelo se había abierto bajo mis pies y una grieta me había apartado de la mitad de mi casa, incapaz de regresar a la habitación en la que se guardaban mis pertenencias más queridas.