Helena se quedó mirando a Gabriel de hito en hito con un extraño brillo en los ojos fijos que él no supo interpretar.
El policía compuso una expresión contrita, como para subrayar lo triste de la desaparición de la chica. Luego se dirigió a Helena en un español veloz y atropellado, con un fortísimo acento canario, componiendo un acelerado discurso del que Gabriel no podía traducir una sola palabra, excepto los nombres de Heidi y Ulrike, que salpicaban de cuando en cuando el monólogo. Rayco hablaba con una atiplada vocecilla de contralto que resultaba curiosa en aquel corpachón de buen comedor y que contrastaba con el timbre cansado, ronco y profundo de la voz de Helena. La intimidad entre ambos resultaba cada vez más evidente. Al hablar, la cabeza de Rayco se inclinaba hacia la de Helena de tal manera que en algún momento llegaron a tocarse, y Rayco subrayaba sus afirmaciones dando de vez en cuando pequeños golpes a la chica en el antebrazo, como si punteara su discurso. Por fin, Helena se volvió hacia Gabriel e intentó traducir lo que le había dicho.
—Me está contando que han venido agentes de todas partes. La Guardia Civil, la Policía Nacional, Scotland Yard, la Bundespolizei y la Interpol. A los españoles, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, les tienen prácticamente apartados del caso, ya te lo he contado en comisaría, ¿no?, y están, como comprenderás, bastante molestos por todas esas injerencias. La policía ha interrogado prácticamente a todos los familiares de los que vivían en la casa.
Rayco continuó hablando en español durante unos cinco minutos. Cuando miraba a Helena, una llama tierna y burlona le iluminaba los ojos. Seguía rozando de vez en cuando el antebrazo de ella con su dedo índice y, a cada rato, le dirigía largas miradas a Gabriel, como si quisiera marcar como propio el territorio del cuerpo de aquella mujer. Luego se dirigió a él:
—Al parecer, Heidi obligaba a todos los miembros del grupo a llevar un diario.
—De eso ya me había hablado a mí Cordelia —confirmó Helena—. Ella escribía también en el suyo, pero no se trataba de un diario personal, sino de una retahíla de incoherencias, como ya te conté. Cada día debían enseriarle a Heidi sus anotaciones.
—Eso es típico de sectas, creo.
—Pues parece que uno de los miembros llevaba un doble diario —siguió explicando Rayco—, uno era el que enseñaba a Heidi y otro lo iba escribiendo en folios de papel que escamoteaba, porque incluso el papel estaba racionado. Este chico escribía en una letra minúscula para aprovechar al máximo el espacio, e iba anotando lo que sucedía en el día a día de la casa. Normalmente escondía los papeles en la sala de meditación, debajo de una baldosa suelta, pero cuando supo que el final había llegado, los dejó en un escondite relativamente accesible, en el colchón de su cama, con la esperanza de que quedara como testimonio para el futuro. Por lo visto se trata de un texto muy confuso. El chico no tiene nada clara la autoridad de Heidi y ni siquiera parece creer ya mucho en lo que ella cuenta y, sin embargo, decide inmolarse de todas formas, no intenta escapar. Es ridículo...
—No tanto —repuso Gabriel—. Se le llama Síndrome de Indefensión Aprendida. Es lo mismo que experimentan las mujeres maltratadas, una especie de resignación ante su destino. También se encuentra en miembros de sectas o en víctimas de torturas. Así se explica por qué los prisioneros de los campos de concentración se dejaban conducir mansamente a la cámara de gas como corderos al matadero, sin oponer una última resistencia, pese a que todos sabían que no iban a ducharse. Iban a morir de todas formas, así que ¿por qué no gritar en el último momento?, ¿por qué no salirse de la fila v dejar que los abatiera una bala, lo que siempre sería una muerte más digna? Por cansancio físico y mental. De ahí la insistencia en la secta en los ayunos purificadores, como ellos los califican y en las vigilias, que en realidad no tienen otro fin que debilitar al acólito para que sea más fácilmente manipulable.
—Parece que hayas leído mucho sobre el tema —dijo Helena interrumpiendo a Gabriel.
—Leo mucho, en general.
—Como tu hermana.
—No parece que a mi hermana le haya senido de mucho.
—Quizá porque no leía los libros adecuados...
Rayco interrumpió el conato de discusión y retomó la charla en español acelerado e incomprensible durante unos largos minutos que a Gabriel se le hicieron eternos. Los cuerpos del policía y la chica ejecutaban una curiosa danza sincronizada: cuando él cruzaba una pierna, ella hacía lo mismo; cuando ella echaba la cabeza hacia atrás, él copiaba el gesto casi inmediatamente; cuando él se acercaba a ella, ella respondía y se acercaba a su vez a él. Rayco dirigió una mirada a Gabriel y luego cuchicheó algo en el oído de la morena, lo que hizo que ella estallara en la primera carcajada que Gabriel le había visto soltar en los días que llevaba allí, y que le iluminó el rostro como una corriente eléctrica. A Gabriel no le cupo va entonces la menor duda de que aquellos dos eran amantes, y se sintió profundamente incómodo. Una extraña rabia ciega y frenética se iba haciendo hueco en su interior y le ahogaba. En ese momento, Rayco volvió de nuevo la cabeza y la atención hacia él.
—Por lo que el chico contaba en el diario, Ulrike, evidentemente, era la amante de Heidi. No era algo de lo que ambas hablaran mucho, pero en el grupo se daba por hecho. De todas formas, la Meyer predicaba el ascetismo y el celibato, así que la naturaleza de la relación entre las dos nunca se discutía. Pero de pronto apareció tu hermana, que se convirtió en su discípula amada, en su elegida, y Ulrike pasó a un segundo plano. Heidi pasaba horas con Cordelia y le dedicaba atenciones especiales que no tenía con ningún otro miembro del grupo. Se sentaba a su lado en el refectorio y la dejaba ponerse a su derecha en las sesiones de meditación, un privilegio de honor que hasta entonces había estado reservado a su segunda de a bordo. Al parecer, a Ulrike se la veía verdaderamente celosa. Pero Heidi no podía prescindir de ella porque era la que controlaba toda la ingeniería financiera y jurídica del grupo; eso no lo decía en el diario, eso lo ha comprobado la policía. De forma que los últimos días de Thule Solaris debieron de estar marcados por la discordia.
—Y ¿eso aceleró la decisión de Heidi del suicidio ritual?
—No sólo eso. Uno de los miembros del grupo era un millonario suizo, principal accionista de una compañía farmacéutica, que había estado donando a Heidi cantidades astronómicas. Este hombre tenía hijos mayores que, al descubrir el asunto, habían movido a los mejores abogados, detectives y psicólogos del mundo para denunciar a Heidi y declarar incapacitado al señor en cuestión. Abogados y detectives rastrearon el pasado de la Meyer y descubrieron que en su juventud había pertenecido a un grupúsculo neonazi, y que tenía una orden de búsqueda y captura pendiente en Alemania por difusión de propaganda o ideología nacionalsocialista. Así que Heidi se vio venir el final del negocio y convenció a los discípulos de que unos ovnis iban a venir a recogerlos. Sólo tenían que lanzarse al mar, suicidarse, y los ovnis captarían su espíritu y los llevarían a otra dimensión. Probablemente se trató de una huida hacia adelante de Heidi. Vio que el negocio se acababa y decidió acabarlo ella, de la forma más expeditiva posible.
—Pero eso no tiene ninguna lógica...
—Gabriel —Rayco parecía casi enfadado—, ¿de verdad esperas que alguien que cree en los ovnis actúe con lógica? Según el diario del chico, los acólitos del grupo estaban convencidos rie que el cuerpo no es sino una envoltura.
—This mortal coil...
—¿Eso es de Hamlet? —dijo Helena.
—Sí. —Gabriel se sorprendió cuando ella identificó la cita tan rápidamente.
—Pues eso, que Shakespeare ya decía lo mismo, que el cuerpo no es más que una envoltura mortal —dijo Helena traduciendo para Rayco.
—Y lo importante es el alma. Bueno, eso lo creen la mayoría de las religiones. A mí mismo me educaron en ese principio. Y también me educaron en una religión en la que su líder se suicidaba para renacer al cabo de tres días, porque ¿qué hace Jesucristo al entregarse sino suicidarse? En fin, pareces muy sorprendido de que a Heidi le resultara tan fácil convencer a su grupo de que se suicidaran, pero yo no lo veo tan complicado. Ellos creían que unos seres superiores vendrían a recogerlos y los llevarían a otra dimensión. Estaban preparados para el viaje final.
—Y ¿cómo lo hicieron? El suicidio, quiero decir.
—Eso no ha quedado tan claro, y en el diario no lo especifica. Casi seguramente consumieron algún tipo de drogas alucinógenas en la que iba a ser su Última Cena. Después se dirigieron a alguna playa. En esta isla, las zonas de aguas fuertes son las puntas, porque están expuestas, y porque las playas no cuentan con rompeolas. Quizá fueron a Garachico, donde el mar es bravo y arrastra hacia dentro, o más al oeste, hacia Buenavista. Incluso puede que lo hicieran aquí mismo, en los alrededores de Punta Teno. Si habían decidido arrojarse al mar desde algún acantilado de por allí, se entiende que no hayan aparecido la mayoría de los cuerpos, es posible que nunca aparezcan. La corriente puede haberlos llevado mar adentro, y se los habrán comido los peces.
—Y ¿eso te hacía tanta gracia? ¿De ahí la carcajada que has soltado cuando él te hablaba? —Gabriel se dirigía esta vez a Helena. Estaba enfadado, pero no porque Helena fuera capaz de reír ante la perspectiva de que el cuerpo de Cordelia estuviera en esos momentos navegando a la deriva por el Atlántico, sino porque se sentía fuera de lugar, relegado ante la intensa camaradería que aquellos dos parecían compartir.
—No, no me reía por eso —dijo ella, muy seria—. Rayco acababa de gastarme una broma. Te entiendo, perdona, sé que no es momento para risas.
—Disculpa, no debería haberte hablado así. Perdóname, estoy un poco tenso. Y cansado.
—Sí, deberíamos pensar en volver a casa. Ya es tarde.
En el camino de vuelta, Helena siguió refiriéndole detalles de la investigación. La policía estaba segura de que Heidi estaba viva en alguna parte y de que se había marchado con una mujer, pues un testigo fiable decía haberla visto al día siguiente de la tragedia en una gasolinera de Tenerife.
Otros testigos aseguraban que Heidi y esa otra mujer estuvieron ese mismo día en un bar situado en la carretera que se dirige al aeropuerto. La otra mujer era alta, rubia y de pelo corto. Pero el caso era que tanto Ulrike como Cordelia eran altas, rubias y de pelo corto. El coche de Heidi, un Porsche Cayenne muy llamativo —únicamente había matriculados un número limitado de Cayenne en la isla, y entre ellos sólo uno era color amatista: el de Heidi—, había aparecido en el aparcamiento del aeropuerto, pero no constaba ninguna salida a nombre de Heidi, de Ulrike ni de Cordelia, aunque podrían haber viajado con pasaportes falsos.
Rayco continuaba clavándole a Gabriel aquellas miradas de soslayo cargadas de intención. Gabriel se avergonzaba de sus propios celos. ¿Cómo podía sentirlos en esas circunstancias, a un mes de casarse con Patricia y con la posibilidad de que Cordelia hubiera muerto pendiendo sobre sus cabezas como la famosa espada? Pero era como si su mente actuara en dos tiempos, a medias entre el presente y el pasado, un pasado en el que él no estaba comprometido y su hermana aún vivía, y como si la noticia de la desaparición de Cordelia sólo hubiera penetrado en la capa más superficial de su conciencia, dejando toda una profunda región adormecida en la ignorancia.
Cuando por fin llegaron a la casa de Helena, Rayco y ella se fundieron en un estrecho abrazo. Después, Gabriel oyó cómo ella le daba las gracias, una de las palabras que él podía entender en español. A continuación, el policía le tendió la mano a Gabriel y él se la apretó con una mueca agria que intentaba ser una sonrisa.
Cuando entraron en la casa no pudo contenerse y por fin le preguntó a Helena lo que llevaba toda la noche preguntándose a sí mismo.
—Rayco y tú... sois muy amigos, ¿no?
—Sí, mucho, nos conocíamos antes de que nos instaláramos en Punta Teno.
—Yeso de Rayco, ¿es un apodo?
—No, es su nombre. Un nombre guanche. Los guanches eran los pobladores originarios de la isla. Ya nadie habla su idioma, pero se han conservado los nombres y los topónimos. Aunque, ahora que lo dices, mira, nunca lo había pensado, sí que suena a nombre de policía, es gracioso. Verás, entre los muchos trabajos de camarera que tuve en el Puerto, hubo un verano en el que trabajé en un bar de ambiente que ya cerró. El dueño del bar, que, por cierto, adoraba a Cordelia hasta el punto de la veneración, tuvo algún tipo de asunto con Rayco, que por entonces era más o menos su novio oficial. Rayco y yo hablábamos mucho, pero nunca ine dijo a qué se dedicaba. Cuando volvimos aquí me lo encontré por la calle y le reconocí. Resulta que vive con su madre y en el pueblo no saben que es gay, me hizo mucha gracia.
—¿Es gay?
—Pues claro, ¿no lo has notado?
—Y ¿en qué lo tenía que notar?
—En cómo te miraba, por ejemplo. En el coche no te quitaba los ojos de encima. Y cuando echamos aquellas risas era porque él había hecho un chiste sobre lo guapo que eras. Lo siento, entiendo que te parezca fuera de lugar, pero el sentido del humor isleño es así, muy franco, muy abierto...
Gabriel sintió que el corazón se le ensanchaba, como si de pronto una mano invisible hubiera levantado un peso que llevaba aplastándole el pecho desde el principio de la noche.
—Bueno, a veces no soy muy perspicaz para esas cosas...
—Sí, en eso te pareces a tu hermana. Ella tampoco se daba nunca cuenta de las pasiones que despertaba. —El hermoso rostro de Helena se contrajo en una expresión de sufrimiento. Sus ojos brillaban de tal manera que Gabriel pensó que iba a echarse a llorar, pero luego se repuso—. Es muy tarde, me voy a dormir. Mañana por la mañana debería pasarme por el herbolario. Han sido muy amables, me han dicho que me tomase el tiempo que quisiera, pero creo que debería ir a trabajar. Además, me vendrá bien. Si quietes, puedes ir a la piava por la mañana, y luego hablamos por la tarde. No sé si tiene sentido que te quedes mucho tiempo más, no sé si el cuerpo de Cordelia acabará por aparecer, no sé los trámites que hay que hacer en estos casos...
—Tienes razón, lo hablaremos mañana.
—Buenas noches.
Helena se acercó a él y le dio un beso en la mejilla leve como una caricia. Gabriel sintió que entre los dos se abría lodo un mundo de matices turbios e inexpresados, algo tan frágil como un cristal finísimo que los separara, una muralla invisible que un solo gesto, una sola palabra, podría derribar.