—Buenas noches.
Quiso decir algo más, pero las palabras se le helaron en los labios. Impotente y mudo, la contempló desaparecer por el pasillo.
La angustia flotaba en el aire, en el silencio. Gabriel, habitualmente frío y contenido, no podía evitar que una inquietud sorda y cerval le encogiera el estómago. El silencio hervía de movimientos, estaba lleno de sonidos extraños, el murmullo monótono del mar, lejanos ladridos de perros, grillos, el chirrido de alguna cigarra, algo que podría ser el insistente croar de un sapo, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la madera, el quejido de unos postigos lejanos abriéndose y cerrándose de nuevo en la oscuridad, la noche desgranando una sucesión de notas chirriantes y quejumbrosas... Desde la habitación de Helena le llegaba un rumor débil y sordo, su respiración trabajosa, sus movimientos en la cama. El olor salino del mar y el de la tierra del jardín se mezclaban con otras fragancias de flores nocturnas, y esos aromas secretos, cálidos, parecían vivos, como si hablaran. Quizá se mezclaran también con la esencia de Helena, el perfume floral de su piel, y el almizcleño de su sexo, de su sudor. Helena tampoco dormía, estaba seguro. Pensó en avanzar hacia el pasillo y entrar en su cuarto. No esperaba que ella le dejara meterse en su cama, pero sí que le permitiera entrar. Conversarían, hablarían otra vez sobre Cordelia.
Un extraordinario tumulto de ideas se agitaba en su interior. Se trataba de una sensación casi física, como una resaca. Gabriel pensaba en Cordelia con una mezcla de pena y remordimientos. Luego en Helena. Apenas la conocía como para sentirse tan unido a ella, con una intensidad y una vehemencia tan extraordinarias, pero lo cierto es que Helena era el único hilo que aún podía mantenerle unido a su hermana. Ella había tocado ima cuerda secreta que anteriormente sólo había pulsado Cordelia, y que ahora sentía vibrante y palpitante en él. En la oscuridad, recreaba el pasado y desenterraba momentos que creía perdidos para siempre en los sótanos de la memoria, exhumaba tesoros largamente olvidados, recuperaba determinadas imágenes de Cordelia: sentada a una mesa, dibujando princesas y dragones; de Cordelia a los doce años, tímida, con trenzas; de Cordelia a los catorce, repentinamente guapa; del pelo rubio de Cordelia y de su minifalda roja y azul; revivía la entonación de su voz de segunda soprano, la menor inflexión de su acento escocés, el timbre de campanillas de su risa, los amplios gestos de sus manos lunares de dedos larguísimos y nudosos, su olor mareante a ámbar (ignoraba el nombre del perfume que ella usaba en la adolescencia, pero lo habría reconocido entre otros mil si una mujer lo hubiera usado cerca de él), momentos recuperados en lo que tenían de imperecedero, puesto que, desde que él tenía el poder de conjurarlos y revivirlos, no se habían perdido. El pasado no se podía borrar.
Fue una noche de sueños extraños, de alegorías informes, en los que se deslizaban fantasmas aún más terribles que la misma realidad de la desaparición de Cordelia y de los cadáveres en el agua. Unos dedos blancos trepaban por las cortinas y las hacían temblar. Bajo tenebrosas formas fantásticas, sombras mudas se agazapaban disimuladas en los rincones de la habitación. Velos y velos de fina gasa oscura se fueron levantando y, poco a poco, la luz entró en la habitación: la cama, el armario, la mesa, la silla recuperaron sus formas y sus colores mientras la aurora rehacía el mundo en su antiguo molde. Fuera de las sombras irreales de la noche, resurgía la vida real, Punta Teno, la casa de Helena, y a Gabriel le invadió un salvaje deseo de que los párpados se abrieran sobre un mundo nuevo que hubiera sido creado en las tinieblas, sobre una casa en la que Cordelia estaría despertando en la habitación contigua; un mundo en el que el pasado ocuparía poco o ningún lugar, un mundo en el que los dos hermanos no se habrían distanciado jamás, en el que ni Ada ni Patricia habrían existido nunca, en el que Helena dormiría con él cada noche. Cabriel volvió a dormirse evocando esa idea y, cuando de nuevo abrió los ojos, la habitación estaba bañada de luz amarilla. Comprobó la hora en la pantalla de su iPhone. Las diez y media.
En la cocina, una nota de Helena: «
I'll be back at 14.30.
We can go for lunch then. If you wanna call me, my number is...
»
¿Lunch?
¿A las dos y media? Gabriel nunca se acostumbraría a aquellos horarios. Envió un mensaje a Patricia desde el iPhone. No le apetecía mucho hablar con ella, sabía que no haría sino preguntar cuándo iba a regresar, y él no se sentía en condiciones de responder. De hecho, una voz agudísima le decía, desde el fondo de algún desván perdido del subconsciente, que no quería volver a Inglaterra.
Helena había dejado una bandeja con zumo de naranja, tostadas, fruta y café, y un juego de llaves. Gabriel desayunó en silencio armándose de valor para la empresa que tenía pensado acometer, una expedición en la que iba a necesitar de todo su coraje pese a que el objetivo se hallara a pocos metros de distancia. Había pensado en inspeccionar el cuarto de Cordelia.
Al abrir la puerta, la habitación le pareció silenciosa y lúgubre como una tumba tras los postigos cerrados. Desplazándose silenciosamente como por una cámara mortuoria, Gabriel la atravesó y, al abrirlos, inundó la habitación una luz límpida que tenía el tono y la transparencia del mar. Cuando se hicieron visibles los contornos de los muebles y los objetos, lo que más impresionó a Gabriel fue el escrupuloso método obsesivo que reinaba, centímetro a centímetro, en la estancia. En el tocador se alineaban tai ros y frascos cuidadosamente colocados por tamaños. Los libros de la estantería parecían ordenados por orden alfabético y la cama estaba hecha. Al abrir el armario, vio las camisetas dispuestas con pulcritud y clasificadas por colores en las baldas, los pantalones y las camisas colgando arregladamente, los zapatos lustrados y en hormas. Aquella simetría y regularidad neuróticas, tan parecidas a las que Patricia se empeñaba en imponer en la casa que compartían, le inspiraba inquietud y desazón. Si Cordelia se estaba preparando para el desorden final, para la gran nada, para la desaparición, ¿por qué lo había dejado todo tan bien estructurado, hasta los objetos más insignificantes? Un esfuerzo maníaco que a Gabriel le resultaba inútil y ridículo, una tarea estéril que expresaba un triste deseo inalcanzable: el de poner orden en el gran desorden que siempre había campado en la cabeza de Cordelia.
Y, sin embargo, aquella habitación era Cordelia, el alma de Cordelia. La lámpara, la mesilla de marroquinería, la estantería de madera antigua, la colcha, el cenicero, la pirámide de cuarzo en la mesilla de noche, el tapiz que decomba una de las paredes... No armonizaban mucho entre sí, pero cada objeto de la habitación era especial. Se notaba que allí nada había sido adquirido en una tienda. Cada detalle tenía el acabado artesano que hacía pensar en Cordelia recorriendo mercadillos o tiendas de antigüedades por toda la isla. Gabriel tuvo la impresión de que aquellos objetos no los habían comprado los dueños de la casa, porque la decoración de esa habitación en nada recordaba, por ejemplo, a la de la cocina, sino que Cordelia los había elegido uno a uno a partir de su propio y muy personal criterio estético. Aunque pudieran parecer disonantes si uno buscaba una uniformidad estética entre ellos, la relación que se establecía entre todos era de una armoniosa y coherente discordancia.
En el armario, al lado de los zapatos, había una vieja caja de galletas de latón. Dentro había una carpeta azul marino sujeta con una goma que contenía fotos. Gabriel vio sus propios ojos. Los dos incisivos de más que le sacaron cuando tenía catorce años. Llevaba unos pantalones azules que no recordaba, y su propia sonrisa. Era él, de niño. La carpeta estaba llena de fotografías de infancia suyas y de Cordelia. A Gabriel le resultó muy duro pensar que ella le había dejado allí, que no había contado con él para su nueva vida. Prefirió imaginar que quizá su hermana pensaba volver.
Examinó los títulos de los libros, ordenados alfabéticamente por autores: Blake, Borges, Certeau, Cirlot, Eliade, T. S. Eliot. Gilbran, Hesse... Blake siempre había sido el poeta preferido de Cordelia, desde los catorce años. Le extrañaba que no se hubiera llevado el libro consigo. Se trataba, además, de un ejemplar muy caro de sus obras completas, antiguo, de guardas de tela y cantos dorados, que Gabriel reconoció de inmediato. Cordelia lo había comprado a los quince años en una librería de viejo, y había estado ahorrando meses para poder adquirirlo, tras convencer al dueño de la tienda de que le permitiera pagarlo a plazos. Lo abrió. Muchos de los versos estaban subrayados: «
To see the world in a grain of sand, and to see heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hands, and eternity in an hour.
» Entre las páginas encontró una rosa seca que podía llevar, a juzgar por su estado, años aprisionada en el interior del libro. Y billetes del ferry Tenerife-Las Palmas-Las Palmas-Fuerteventura.
Gabriel inspeccionó uno por uno todos los demás libros, sacudiéndolos como esteras a las que se quita el polvo en busca de algún otro papel o nota que Cordelia hubiera dejado entre las hojas. Nada.
Encendió el ordenador. No le pidió clave. Buscó en la carpeta «Mis documentos». Nada. Vacía. Cordelia, evidentetemente, había limpiado el contenido antes de partir. Revisó los cajones de la mesa en la que se hallaba el ordenador: Clips, gomas, lápices, un estuche para guardar cedes. Joy Division, Bauhaus, Japan, Dylan, Tom Waits, The Gyuto Monks, David Byrne, Galaxy 500, Bill Evans, Coltrane, Rull is Thomas, Infinity... Allí había unos veinticinco cédés con los nombres de los grupos o intérpretes cuya música contenían escritos con una caligrafía pulcra que Gabriel reconoció como la de su hermana, las mismas letras picudas que recordaba de las postales y las cartas que le había enviado cuando estuvo en París en su viaje de fin de curso. La misma letra de la última carta, la de la despedida.
En el cajón de la mesilla había unas gafas de sol de diseño antiguo, una pluma Montblanc sin tinta que debía de ser carísima —se extrañó de que Cordelia la hubiera dejado allí—, un cepillo de pelo —con algunos cabellos rubios todavía prendidos entre las púas, lo que hizo que se le empañaran los ojos—, una caja de aspirinas, un diccionario de bolsillo inglés-español, unos auriculares y un bote pequeño de crema hidratante de Guerlain. Nada más.
Tenía la impresión muy vivida de que allí, escondido bajo la aparente pulcritud de la habitación de Cordelia, le esperaba un mensaje importante, un detalle que había pasado por alto, como en esas sopas de letras que a primera vista parecen una maraña informe y sin sentido de caracteres y en las que después, en una ojeada más detenida, uno va descubriendo palabras. La intuición de una fractura, de una distancia, de un radical desencuentro entre lo que se veía y lo que estaba. En algo no había reparado, tenía esa impresión muy clara, pero ¿en qué? ¿Qué pista se le estaba escapando?
Llamó al número que Helena le había dejado y le preguntó dónde estaba la tienda. «En la plaza —dijo ella—. Te doy el nombre de la plaza y el número.» Le proporcionó también un número de radiotaxi porque la casa estaba algo alejada del pueblo. «No te preocupes —le dijo—, aquí todos los taxistas entienden el inglés.» «Hablo español», le recordó Gabriel. «Sí, bueno, como quieras.»La encontró en el mostrador de la tienda, ocupada en etiquetar productos con una máquina que parecía una grapadora gigante. Se había soltado el pelo y el sol arrancaba destellos a la espesa cabellera castaña y rizada, que relumbraba como un aura rojiza alrededor del rostro de Helena. Sonrió cuando le vio, y a él la sonrisa se le coló en lo más profundo.
—¿Tienes hambre? —le preguntó ella.
—Sí, mucha. Supongo que no debería tenerla, pero me siento capaz de comerme un caballo entero.
—Es lo normal, el mar da hambre. Si esperas media hora a que cierre, puedo llevarte a un guachinche maravilloso.
El guachinche estaba a unos cuantos kilómetros de Buenavista, mirando al mar. Les fueron trayendo un plato tras otro y Helena le iba explicando el nombre de cada manjar: garbanzas compuestas, conejo en adobo, papas con costillas de cerdo, piñas de maíz. El vino del país era afrutado y blanco. A los dos vasos, Gabriel empezó a sentirse feliz de estar allí. La vocecita que le instaba a quedarse se iba haciendo más y más insistente. De alguna manera le parecía que todo lo que había vivido con Patricia era irreal, como si hubiera estado bajo el influjo de un hechizo y, de pronto, al caerse el velo del encantamiento, la carroza volviera a ser calabaza y el palafrenero un ratón, mientras que la verdadera vida, la única digna de ser vivida, transcurría allí, en aquella tierra de arena negra.
—Verás —dijo Helena—, tengo algo más que contarte.
—¿Más todavía?
—Sí. Y es largo de contar.
—Hay algo que no me atreví a contarte cuando hablamos el otro día. No es que no me atreviera, en realidad, es que lo omití porque..., bueno, porque era una de tantas historias que nos sucedieron durante esos años y porque, si la incluía en el relato, iba a crear, ¿cómo se dice?, una desviación. O sea, que pensé que iba a alargarme demasiado, o a apartarme de lo importante, de lo que debías saber urgentemente. Creo que también la omití porque pensé que aquél no era quizá el momento de que lo supieras, no quena... no quería... No sé cómo explicarlo, no quería liarte la cabeza llenándotela de historias... difíciles, por decirlo de alguna manera.
—¿Quieres decir que hay algo más de Cordelia que no me has contado? ¿Tenía problemas serios con las drogas o algo así?
—No, qué va. no tiene nada que ver con eso. Es sobre otro asunto.
—Soy todo oídos.
—Mira, Gabriel, a ver por dónde empiezo... Evidentemente, sabes que tu madre era canaria.
—Sí, claro.
—Y ¿qué más sabes de ella?
—Que trabajaba en un hotel en Londres, que allí conoció a mi padre, que estaba en viaje de negocios. Que él tenía treinta y cinco y ella aún no había cumplido los veintiuno, que se enamoraron, que se casaron, que nací yo...
—Y ¿nunca te preguntaste por qué no conociste a tus tíos, a tus primos o a tus abuelos? ¿Por qué nunca viniste a visitar Canarias, su pueblo de origen? ¿Por qué ningún familiar de tu madre asistió al funeral o se puso en contacto con vosotros después de su muerte?