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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (6 page)

BOOK: El contenido del silencio
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»Fue en el herbolario precisamente donde oí hablar por primera vez de Thule Solaris. Un día un chico rubio vestido de negro de arriba abajo nos dejó unos folletos en el local para que los repartiéramos entre los clientes. Recuerdo que me impresionó lo largo que tenía el pelo rubio, por la cintura, como un caballero medieval. Se trataba de unos trípticos escritos en alemán, muy bien presentados y maquetados, en los que se anunciaba un curso de meditación en una casa rural, impartido en lo que, a juzgar por las lotos, debía de ser un entorno paradisíaco. Se veía una casa con un enorme jardín, y un círculo de hombres y mujeres vestidos de blanco y sentados en posición de loto entre malas de lavanda. (Ahora sé, por cierto, que las fotos no mostraban ni la casa de Heidi ni el tipo de meditación que se practicaba allí. Supongo que las obtuvieron de un banco de imágenes, o de Internet.) Le llevé el folleto a Cordelia con la idea de que ambas nos apuntáramos al curso que se impartía durante una semana en aquella casa rural. Al final, yo no pude acompañarla, dado que mi trabajo en el herbolario era incompatible con el horario, pero también porque era demasiado caro y no podía pagármelo. Cordelia se ofreció a hacerlo, pero yo estaba cansada de vivir a costa del dinero de otros, me había sentido una sanguijuela mientras vivíamos en casa de Martin, y ahora que por fin había recuperado mi independencia económica (por escaso que fuera mi sueldo) no quería arriesgarme a perderla de nuevo. Me pareció de todas formas excelente, que ella asistiera al curso sin mí. A pesar de que no se pasaba el día en casa, no me gustaba que estuviera tanto tiempo sola, y pensaba que cualquier actividad en la que conociera a gente le sentaría bien.

»Tu hermana regresó completamente transfigurada de aquella experiencia, incluso le había cambiado la cara, te lo juro, tenía otro color de ojos, otra expresión. Hasta el tono de voz y las locuciones que utilizaba eran distintos. La antigua Cordelia transmitía una impresión de difusa fragilidad; la nueva presentaba contornos que parecían más rectos, más definidos. A cada momento cambiaba de gesto, de postura, de tono de voz, de mirada, e incluso de movimiento de cejas y de ojos: parecía que hubiera tomado anfetaminas. Cada uno de los mechones de cabello de aquella mujer era de Cordelia; la nariz, las cejas, las orejas y todas las facciones eran también los de ella, pero era como si tuviera ante mí una gemela y no a la propia Cordelia. Pequeños matices de percepción, datos captados en la brumosa periferia de la conciencia y entre un mar de menudos elementos que jamás habían sido reconocidos ni clasificados con claridad la hacían diferente. Me refiero a esas indefinibles distinciones percibidas vagamente en reacciones lógicas o mediante esa facultad que llamamos intuición. El lenguaje que manejaba, por ejemplo, no era el de la Cordelia que yo había conocido. Por pedante o enrevesada que Cordelia pudiera ser, nunca la había oído emplear expresiones como el «Todo Cósmico Universal» o la «Fuerza Mística». Podía imaginar a Cordelia en actitudes para mí desconocidas e incluso aceptar imprevistos y profundos cambios de modo de pensar, pero en aquella mujer que estaba frente a mí casi nada me recordaba a la chica que había salido de mi casa ocho días antes. A medida que la observaba, me parecía que iba cambiando incluso el color de los ojos (más azules) y el cabello (aún más rubio), y que tanto las facciones como las líneas de su cuerpo se iban haciendo más angulosas. Mi asombro era tanto más profundo y desconcertante cuanto que mi razón se resistía a admitir que dichos cambios se hubieran operado de una forma tan repentina y no de un modo más lento y gradual, como habría sido lo normal. Fue entonces cuando la verdad empezó a hacerse visible en las profundidades de mi conciencia, como cuando buceas y ves un brillo en el fondo que poco a poco se va convirtiendo en un objeto. Pero sólo más tarde me atrevería a aventurarme hasta el fondo para recuperarlo. Porque por entonces sólo albergaba una difusa sospecha.

»Desde que regresó del curso de meditación, una o dos veces por semana Cordelia cogía la furgoneta y se marchaba a aquella casa, ya que había intimado con la psicologa que dirigía el grupo. De pronto, Cordelia sólo veía a través de los ojos de Heidi. Cada conversación incluía a Heidi de una manera u otra. Heidi dice, Heidi opina, el otro día Heidi me dijo... Incluso una vez, en una conversación, se refirió a ella como «el ser espiritual más elevado de la tierra». Cordelia parecía muy orgullosa de que Heidi le prestara a ella especial atención. «Heidi dice que pocas veces ha conocido a una alumna tan perceptiva como yo», decía, y parecía que se hinchaba de orgullo al contármelo. Me acostumbré a que esas conversaciones se repitieran todos los días; las anécdotas que me contaba variaban poco, los comentarios menos, y las frases de efecto, nada de nada. Casi podía anunciarse qué iba a decir y cuándo lo diría. Me hablaba de un mundo de paz y felicidad, decía que notaba que su vida adquiría un nuevo sentido, que el grupo la apoyaba v compartía sus valores. «Heidi me trata como a una persona instruida», me decía, «cita a autores o usa palabras técnicas dando por supuesto que los conozco o las entiendo, conmigo no necesita detenerse en explicaciones como hace con los demás», me decía, orgullosa de que tan elevado ser espiritual la tratase como una persona culta y leída. A menudo me repetía que Heidi le había enseñado a ver el ascetismo como una senda escarpada pero accesible, porque (y esto lo repetía como un mantra) «nuestro yo esencial está siempre dentro de nosotros, no hay más que saber llamarle para que acuda». «La virtud», añadía citando a Heidi, «empieza por un esfuerzo ligero, si bien contrario al hábito adquirido. Al día siguiente el esfuerzo es menos costoso, y su eficacia mayor». Así, siempre con el nombre de Heidi prendido a flor de labios, Cordelia dejó de fumar, de beber alcohol, de comer carne, de consumir alimentos enlatados o envasados y de usar vestimentas de fibra sintética, buscando, según ella, el equilibrio estable del alma. Vivía convencida de que la virtud era cuestión de arte, de habilidad, que se hallaba a través del ayuno y el ascetismo, de las lecturas adecuadas, de la meditación. A mí al principio me gustó el cambio, en lo que significaba de dejar las drogas, pero después me asusté. Porque, poco a poco, la vida de Cordelia se separó de todo lo que la había condicionado y dado sentido hasta entonces para ir girando alrededor del grupo de Heidi mientras yo permanecía en una órbita externa, como si una fuerza centrípeta me hubiera expulsado de los alrededores emocionales de mi mejor amiga, de mi hermana.

»Cordelia, lo veo ahora, era una presa fácil. Sin familia, extremadamente sensible, desesperadamente necesitada de amor, de que la vieran, de que la admiraran, de que la entendieran, siempre se había sentido atraída por figuras paternas, siempre se había enamorado de hombres mayores, siempre en busca del padre que no había tenido. Y Heidi, evidentemente, era la madre que tampoco había tenido. Era una pieza fácil, tu hermana, ya te digo, pero también valiosa. Porque Cordelia tenía dinero. Heidi debía de saberlo desde el principio, y fue tejiendo a su alrededor la tela de araña, lenta pero inexorablemente.

»Por supuesto, tu hermana intentó hacer proselitismo. Una y mil veces me animó a que asistiera a una de las reuniones del grupo, pero una fuerza interna muy poderosa me decía que no debía acudir. Yo pretextaba los horarios de la tienda y mi propio cansancio, hasta que dejó de insistir. En cierto modo la entendía, porque comprendía su necesidad de asidero, de refugio. Yo incluso compartía esa urgencia. Cuanto mayor era mi experiencia del mundo, más aumentaba aquella ansia de fe pero, a la vez, más disminuía mi capacidad para creer a ciegas. Deseaba ver lo invisible pero no me sentía con fuerzas para hacerlo.

»Me temo que en algún instante Heidi previno a Cordelia contra mí. Eso es lo que suelen hacer en ese tipo de grupos respecto a familiares o amigos muy cercanos que puedan mostrarse reticentes a sus ideas. Ya partir de cierto momento, todo fue secretismo. Dejó de pedirme que la acompañara, y se volvió más reservada, más distante. Cuando le preguntaba dónde estaba la casa de Heidi, me respondía con evasivas. Tampoco me hablaba mucho de lo que hacían en los retiros, ni de sus actividades.

»La transformación de Cordelia prosiguió inexorablemente a lo largo de los meses. Empezó a adelgazar a ojos vista, y se le marcaron unas ojeras casi negras. Cambió las camisetas y las minifaldas por unos blusones holgados, siempre oscuros, en los que parecía que su delgado cuerpo flotara. Solía llevar en la mano una especie de rosario que no hacía sino toquetear, como si se tratara de un tic obsesivo. Y se enganchó a las runas, esas piedras con signos que se usan como método de adivinación. Llevaba siempre un juego de runas consigo, en una bolsa colgada de un cinturón que le recogía el blusón a la cintura, y las consultaba obsesivamente, a todas horas. A menudo desaparecía una semana entera para ir a alguno de aquellos retiros y volvía siempre más delgada, más pálida, más... ¿cómo decirlo? Flotante, etérea. Poco a poco se iba enajenando de todo, no sólo de mí, sino de su entorno, y de sí misma, de su propia humanidad, de su propio sentido de pertenencia al mundo. Los ojos le brillaban con una luz opaca, como si siempre mirara hacia otra parte, hacia un mundo cuya existencia no se manifestara en objetos.

»Después empezó a hablar del fin del mundo. Decía que el cambio climático destruiría el planeta en poco tiempo. Esa afirmación no parecía excesivamente disparatada, dado que era la misma tesis que sostenían y sostienen numerosos grupos ecologistas, algunos de ellos muy respetados. Pero más tarde empezó a decir auténticas barbaridades. Decía que cuando llegara el fin del mundo sólo los seres espiritualmente preparados podrían viajar a otra dimensión, porque una nave los recogería para llevarlos a la Última Tierra de Thule. Entendí con el tiempo que se refería a una nave espacial, y entonces me di cuenta de que tu hermana estaba perdiendo la cabeza. El problema es que, como quizá sepas, aquí en Tenerife es fácil creer en ovnis, esta isla es uno de los lugares más mencionados en los estudios sobre ufologia. Son incontables las historias sobre avistamientos e incluso contactos con extraterrestres que han tenido a Tenerife por escenario, y en el Parque Nacional del Teide se organizan incluso expediciones ufológicas. Así pues, no había forma de rebatirle las ideas a Cordelia, ella estaba segura de que los extraterrestres existían y que de alguna manera habían contactado con Heidi. Tu hermana estaba cada día más extraviada, y cuando me vaciaba su alma, cuando me iba enseñando las diversas piezas del rompecabezas que componían su mundo interior, esperando quizá que fuera yo capaz de resolverlo, de colocarlas en orden, yo no entendía nada, y no podía sino fijar en aquel rostro excepcional una mirada llena de esperanza, creyendo que debería suceder un cambio, un milagro, pero no el milagro que Cordelia buscaba, no. Yo simplemente quería que tu hermana recuperara la cordura.

»Empezó a alejarse de mí con un movimiento lento, discreto, irresistible y regular, como el gato de Cheshire, que en el cuento de Alicia se desvanecía en el aire poco a poco. Primero se difuminaron los ojos azules, que pasaron de ser vivaces e inquisitivos a descoloridos y casi transparentes cuando dejaron de mirarme, de fijarse en mí. Después, todo su cuerpo se disgregó, sus miembros adelgazaron, sus rasgos se confundieron, incluso su aroma se alteró cuando dejó de usar el perfume de ámbar que siempre había llevado y empezó a oler a tina extraña mezcla de hinojo e incienso. Por fin, se fue su espíritu. Porque Cordelia podía estar en casa, pero su espíritu no estaba, estaba con Heidi. Cordelia iba de una habitación a otra impregnada de Heidi, marcada por ella, pensando en ella, y así atravesaba la casa como una sombra, como un recuerdo, con una sonrisa fija e inexpresiva en los labios y la cabeza en otra parte.

»Al final, sabía que Cordelia acudía casi a diario a la casa de Heidi mientras yo estaba trabajando en la tienda, pero me sentía impotente. Por último, desesperada, una mañana colgué en la puerta de la tienda un cartel que decía «Vuelvo dentro de una hora» y me fui a casa a media mañana, cuando sabía que ella no estaría allí. Me puse a registrar su habitación, cosa que no había hecho jamás en todos los años en los que habíamos compartido espacio juntas. Encontré en un cajón un cuaderno lleno de notas garrapateadas, de anotaciones sin sentido que venían a componer una especie de historia o leyenda mágica. Hablaba de que el cosmos se creó del enfrentamiento entre el frío y el calor, y de que cuando los bloques de hielo cósmico chocaron con el Sol, se crearon los planetas. Decía que la Tierra había tenido cuatro lunas y que durante el período cuatrilunar había surgido una raza blanca de semidioses de grandes poderes físicos, intelectuales, psíquicos y mágicos, creadores de la civilización de Hiperbórea, cuva capital era la isla de Thule. Pero, paulatinamente, cada luna fue cayendo, y en los períodos que siguieron a la destrucción por el cataclismo lunar surgieron las razas inferiores. Al destruirse Hiperbórea, los thulianos viajaron al sur, a Europa, y de ellos descenderían los modernos indoeuropeos. Pero algunos se escondieron bajo tierra, esperando que la energía de la Fuerza Mística de Vryl fuera redescubierta para así poder salir de su civilización subterránea, y reconquistar el mundo.

—Es curioso... Lo de esconderse bajo tierra. Algo así venía a decir Manson. Que habría un cataclismo y que los negros se harían con el mando. Pero los blancos se esconderían bajo tierra y, llegado el momento, saldrían a la superficie y recuperarían el poder. Creo que todas las historias de apocalipsis que cuentan los líderes de sectas con intenciones mesiánicas deben de nutrirse de las mismas fuentes... Una especie de inconsciente colectivo, quizá.

—Puede ser. No sé gran cosa de sectas, la verdad. Ni tampoco de Charles Manson. Pero hubo una frase en todo aquel galimatías que me llamó mucho la atención v que cobra nuevo sentido ahora, a la luz de todo lo que ha sucedido. Te la cito casi de memoria, porque me impresionó tanto que me la aprendí. Decía así: «El valor del sacrificio no depende de si la víctima, voluntaria o no, cree en la redención. En todas las culturas, en todas las religiones, se proclama la necesidad de sacrificio».

—La frase tiene bastante sentido. Y da miedo.

—Encontré también los extractos bancarios de Cordelia. Había innumerables transferencias emitidas a una cuenta a nombre de una sociedad, la Sociedad de Thule. Parecía que tu hermana le estaba transfiriendo toda su herencia a esa mujer.

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