Tras diez años sin saber nada de su hermana Cordelia, Gabriel, profesional de vida desahogada y apacible que transcurre en Londres, recibe la noticia de que ésta ha desaparecido sin dejar rastro y que muy probablemente haya muerto en un suicidio colectivo ritual llevado a cabo en Tenerife por una secta de oscuras conexiones.
Su inmediato viaje a las Islas para averiguar qué circunstancias pudieron llevar a su hermana a mezclarse con una grupo tan peligroso tendrá un efecto devastador y a la vez catártico en la vida de Gabriel, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, le servirá de guía durante la inmersión en la vida de su hermana, sus aventuras sentimentales, sus miedos, su investigación sobre el pasado familiar de ambos, su inseguridad, su vulnerabilidad
y precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas hasta posicionarlos en una realidad que a nadie sorprenderá más que a ellos mismos.
Lucía Etxebarria
El contenido del silencio
ePUB v1.0
GONZALEZ23.12.11
© 2011, Planeta
Colección: Autores españoles e iberoamericanos
ISBN: 9788408104780
Para Josep Rocafort
1Fue ella quien se metió tan suave en mi cabeza
que yo no supe cuándo dejé de ser yo misma.
Fue ella quien me vertió su néctar en los ojos
para que en mi ceguera sólo hubiera una imagen.
Ella fue, despeinada y rebelde, la que torció mis pasos
hacia el camino único que marcaba su huella.
Su huella
que mientras avanzaba
iba borrando todo
el principio y el fin.
La visión, ODETTE ALONSO
El cuarto de baño de Gabriel y Patricia era casi tan grande como el salón del apartamento de soltero en el que él había vivido durante años antes de que vivieran juntos. Disponía de una ducha y una enorme bañera con hidromasaje, dos lavamanos, dos espejos y dos enormes armarios, uno para ella y otro para él. En cada armario, los tarros y los frascos se alineaban con escrupuloso orden, casi obsesivo, centímetro a centímetro. Esa disposición maníaca que Patricia imponía hasta en el último rincón de la casa adquiría, a los ojos de Gabriel, algo de sospechoso, siniestro y absurdo. Le parecía inútil y triste ese empeño en poner equilibrio en lo doméstico, como si así se dominara el gran desorden que a la postre es la vida. En realidad, reflexionaba Gabriel esa mañana, como tantas otras, bien podrían haber tenido dos cuartos de baño individuales; si se paraba a pensar en ello, le parecía una estupidez tener uno solo. Se encontraba incómodo en momentos como ése, en el que él se afeitaba mientras ella se maquillaba; es decir, que se encontraba incómodo cada mañana, mientras los clos se acicalaban antes de partir hacia sus respectivos trabajos, él como investigador de mercados, ella como controladora financiera. Ambos eran jóvenes profesionales muy bien pagados, y por lo tanto, en el mundo exterior, fuera de aquel cuarto de baño y aquella casa, se les suponía eficiencia, habilidad, voluntad firme, opiniones tajantes, y la determinación de conseguir todo aquello que se proponían.
A Gabriel nunca dejaba de asombrarle la fabulosa transformación que el maquillaje ejercía en la mujer con la que llevaba viviendo dos años. La primera vez que había visto a Patricia sin maquillar no había sido, como cabría esperar, la primera vez en la que había despertado a su lado —pues esa mañana Patricia abrió los ojos con el maquillaje puesto, aunque con el rímel corrido—, sino una tarde en la que se la encontró, inesperadamente, en la piscina del club que ambos frecuentaban, y eso fue mucho antes de acostarse con ella. Aquella tarde no la reconoció, fue ella la que tuvo que saludarle, con la exquisita solicitud y cortesía que luego Gabriel encontraría tan características en ella. Por entonces, él aún estaba obsesionado con Ada y no se fijaba mucho en otras mujeres. Pero sí se acuerda de que le impresionó lo diferente que se veía aquella nueva Patricia desprovista de afeites de la antigua Patricia que él recordaba. En cualquier caso, ambas conservaban en común una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en la fina sonrisa.
Hay mujeres a las que les favorece el maquillaje y hay mujeres, como Ada, que están, en opinión de Gabriel, más guapas con la cara lavada. Y hay algunas, como Patricia, que se convierten en otra persona completamente diferente gracias a los cosméticos. La Patricia original era una chica de ojos poco expresivos, con la piel cubierta de manchas rosadas. La base de maquillaje y el colorete le cubrían con una complexión completamente diferente; la estudiada aplicación del rímel y la sombra de ojos hacían que sus ojos azules llamaran la atención. Y, gracias a las tenacillas de rizar, el cabello, que por la mañana no era sino una lacia cortina descolorida, se convertía en una especie de aura dorada que enmarcaba su rostro. Su pelo, por cierto, no era originalmente rubio, se lo teñía cada mes en una peluquería. Y, por supuesto, el pecho tampoco era natural. Gabriel vivía con una mujer que se había reinventado a sí misma.
No es que a él esos detalles le importaran, pero no dejaba de resultarle raro qtie hubiera acabado con una mujer así después de haber estado enamorado tanto tiempo de otra que ni siquiera se depilaba. Pero lo cierto es que la Patricia original, de base, se parecía bastante a Ada: rubia, esbelta, elegante, flexible, contenida. Gabriel era un enamorado en serie. Amaba el mismo ideal, contenido en mujeres diferentes.
Cada mañana, la Patricia original se ponía su máscara del día, lista para salir al gran teatro del mundo a representar el papel genérico que le habían asignado: la novia perfecta, la profesional impecable, la hija devota, todas las mujeres que Gabriel amaba, mujer fragmentada en mil pedazos y mujer para cumplir todos los papeles, pero mujer que en la cama se volvía sólida y material, una sola Patricia de nuevo, de una sola pieza: la Patricia original, algo desvaída sin la suntuosidad, el brillo y el color del maquillaje y el artificio.
En ese sentido, Ada había sido su antítesis. Lucía el pelo corto y lacio (muy bien cortado, eso sí, en peluquería cara), no se depilaba, no iba al gimnasio (aunque sí iba andancio, cada mañana, desde su casa a la consulta, en un paseo de casi una hora, incluso si llovía o nevaba), no leía revistas femeninas, no parecía mínimamente interesada en moda o decoración y, desde luego, habría preferido dos cuartos de baño separados, de eso Gabriel estaba seguro.
La diferencia estribaba en que Ada no le había querido nunca, y Patricia estaba loca por él. O eso decía ella.
Ada había residido en su mismo barrio. Era pediatra. A menudo coincidían en la calle, y lo más seguro es que Gabriel se hubiese fijado en aquella mujer imponente antes siquiera de que ella tuviera la menor idea de la existencia de él. Ada solía pasear un perro, un mestizo pequeño y blanco, y cuando se cruzaba con aquella mujer rubia y elegante, Gabriel recordaba aquel cuento de Chéjov de la dama y el perrito: «Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, y que se aburría.» A Gabriel le llevó meses reunir el valor necesario para entablar conversación con ella. Por supuesto, igual que sucedía en el cuento, utilizó al perro como excusa. A partir de entonces, lo saludaba siempre que la veía. Después de ese primer contacto, tardó semanas en sentirse preparado para preguntarle si podían verse algún día. Y tuvo que ser ella quien, por fin, le pidió el número de teléfono y le propuso que quedaran a comer.
Si no hubiera estado tan destrozado por Ada es más que probable que Gabriel no se hubiese dejado llevar por el entusiasmo de Patricia, ni se hubiese conmovido tanto ante la admiración que ella parecía profesarle. Si le hubiera encontrado entero, Patricia no habría recompuesto sus pedazos. Si no hubiera habido una Ada, Gabriel quizá no habría necesitado de consuelo, puede que ni siquiera se hubiera fijado en ella. Si Gabriel no hubiera estado tres años enamorado de una mujer casada, quizá no hubiera idealizado tanto el vínculo del matrimonio.
Ada había encendido en Gabriel un amor pueril y autodestructivo que ella se había limitado a mitigar a medias, y, cuando, tras tres años de martirio y triángulo, Ada le anunció que a su marido le habían concedido una plaza de médico residente en Sheffield y que ella planeaba abrir allí un consultorio privado, Gabriel casi se alegró, porque estaba convencido de que no podría haber soportado mucho tiempo más el tormento de desearla y no tenerla. Nunca supo entender el carácter de Ada: ella no parecía tener continuidad entre sus impulsos sucesivos. Un día se anunciaba dispuestísima a dejar a su marido y, al siguiente, se arrepentía o simplemente olvidaba lo que había dicho. Escapaba de los momentos críticos y no se molestaba en reflexionar sobre el daño que causaba. Pero cuando la ausencia de Ada dejó de ser proyecto y se convirtió en realidad, Gabriel creyó morir. Incluso se presentó un fin de semana en Sheffield para intentar convencerla de que se divorciara. Ada le anunció que estaba esperando su segundo hijo, y que el padre, evidentemente, no era su ex amante, sino su marido.
A aquella noticia siguió el desmoronamiento clásico: taquicardia, dolor en el pecho, insomnio, una sensación agobiante de abandono, de ingratitud e injusticia, y un ansia muy vivida de recordar lo bueno, lo maravilloso perdido, enfrentada a una necesidad defensiva de desvalorizar la relación resaltando lo malo para encontrarle justificación y beneficio a la ruptura. Noches en vela, extraños dolores de estómago, más cervezas de las recomendables y pastillas para dormir recetadas por un médico de rostro amable que escuchó el relato de sus noches de insomnio sin apenas mover una ceja, como si estuviera más que acostumbrado a que todos los jóvenes de Hampstead le contaran lo mismo.
Sucedieron todas esas cosas que Gabriel había conocido a través de las novelas pero que no suponía que pudieran pasarle a él. Había leído sobre mujeres que colgaban un teléfono y a las que acto seguido les sobrevenían arcadas imperiosas, pero nunca pensó que él, un hombre hecho y derecho, un hombre racional, vomitara de pura ansiedad. Cuando pensaba que la autora se había excedido en la composición del personaje, ni siquiera sospechaba que semejante reacción física se diera en la vida real en un sujeto no particularmente neurótico, ni imaginaba que un día se vería él también con la cabeza en la cisterna.
Y entonces recordó: «Quizá sencillamente tengas que tocar el dolor y revolearte en él, y no intentar evitarlo como llevas años haciendo, no intentar disimular. Algún día te darás cuenta de lo ridículo que es intentar siempre hacer el papel del sensato, del contenido, del tranquilo. Algún día deberás dejar de hacerle creer al resto del mundo que las cosas te resbalan y que puedes con todo y más.» Eran palabras de Cordelia, su hermana. Las recordaba de memoria. Palabras de aquella carta, la última carta de Cordelia, la que le había enviado desde Aberdeen a Oxford.
Gabriel era muy joven entonces, pero ya bebía demasiado.
Nada en el mundo podía serle de tanta ayuda como el hecho de poder resguardar en un espacio interno, tranquilo y luminoso como una habitación soñada, ciertos momentos blancos —los ojos de Cordelia, el cabello de Cordelia, la rubia primigenia, el modelo original al que se parecían todas las demás mujeres rubias a las que había amado, la carta de Cordelia, las palabras que se sabía de memoria—, para detenerse a contemplarlos en los más negros.