El contenido del silencio (5 page)

Read El contenido del silencio Online

Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

BOOK: El contenido del silencio
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Hasta que conocimos a Martin, ni Cordelia ni yo habíamos consumido drogas en serio. No te digo que alguna vez no aceptáramos una calada a un porro si nos lo pasaban o esnifáramos una raya esporádica, pero jamás consumíamos en casa ni comprábamos. Con Martin, todo cambió. El fumaba porros como otros fuman cigarrillos. Se levantaba con uno y a lo largo del día iba fumando más y más. Y, por la noche, cuando salía, bebía mucho y se metía mucha coca. También pastillas de cuando en cuando. Todo ese consumo no parecía afectarle mucho, aunque lo cierto es que, al no haberle conocido en otras circunstancias, no podíamos saber cómo habría sido si no consumiese. En fin, resultó inevitable que empezáramos a seguirle el juego. Yo no me metía tanto, porque a mí las drogas siempre me han dado igual, nunca me han llamado gran cosa la atención, pero tu hermana se sumó a los hábitos de Martin con devoción de conversa. Y, como sabes, Cordelia tenía una vena depresiva muy fuerte. Bueno, supongo que es lo normal en alguien que se ha quedado huérfana tan pequeña. El caso es que para un depresivo lo menos aconsejable del mundo es consumir drogas. La cocaína da unos bajones tremendos, doy por hecho que estarás al corriente, bueno, al menos ésa es la explicación que yo encuentro ahora, porque no puedo encontrar otra a semejante cambio de actitud, y entonces, desde luego, no encontraba ninguna. Cuando Cordelia salía de fiesta era todo ebullición y torbellino, alegría hirviente, pero cuando se levantaba al día siguiente te la podías encontrar en la piscina hecha un mar de lágrimas, doblándose entre unos sollozos que le partían el pecho. Apareció de pronto una Cordelia que yo desconocía, una Cordelia lúgubre y oscura que vivía encenagada en una especie de marea negra que la iba envolviendo y que amenazaba con ahogarla del todo. Una Cordelia que, de pronto y sin venir a cuento, podía encerrarse durante horas en su cuarto, con las persianas echadas, pretextando que le dolía mucho la cabeza.

—Me estás hablando de la Cordelia que yo he conocido; mi hermana puede ser muy depresiva, muy intensa.

—Intensa. Esa es la palabra. Martin no podía entender lo que pasaba. Yo tampoco, pero yo la conocía un poco más y me imaginaba las razones. El estaba verdaderamente loco por ella, y verla en ese estado le desesperaba. Lo único que Martin sabía hacer, en lugar de acercarse a ella e intentar ayudarla, era fumar cada vez más e intentar anestesiarse con más drogas. El problema es que él era demasiado inglés, demasiado contenido, timorato, dando vueltas de puntillas alrededor de Cordelia, murmurando, susurrando, aplazando, cediendo, pero sin confrontarla nunca, mientras la distancia oscura y profunda que le separaba de ella se iba agrandando cada vez más. Los dos se iban encerrando en sus respectivas soledades y apartándose el uno del otro, y yo me sentía una espectadora pasiva e impotente, incapaz de aportar una solución, atrapada en la presión del sentido común que me decía que aquello no podía llevar a nada bueno y aplastada por el fardo de mi ignorancia en ciertos temas. Intentaba hablar con Cordelia y ella siempre me hablaba de lo mismo, de la soledad de su infancia y adolescencia, de aquella historia de amor no correspondido, de una especie de vacío profundo que sentía dentro y que no sabía cómo llenar, de una vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil.

»Pero tampoco creas que todo era tan horrible. En realidad vivíamos instalados en una especie de subeybaja emocional. A veces salíamos los tres juntos hasta el amanecer. Martin nos llevaba a los mejores restaurantes del Puerto y Cordelia volvía a ser la chica expansiva de siempre, parecía completamente olvidada de tristezas y depresiones pero, por supuesto, al día siguiente descendía de nuevo a sus infiernos particulares. Yo intentaba convencer a tu hermana de que teníamos que cambiar de estilo de vida, y ella parecía hacerme mucho caso, escuchaba atentamente las palabras como si bebiera de mi boca, pero al final acababa siempre siguiendo a Martin como un corderito, y apoyando cualquier plan que él propusiera. A mí me daba la impresión de que estábamos sentados sobre un volcán que no estaba dormido, o dentro de un mecanismo de relojería que podía estallar en cualquier momento, pero no podía prever cómo o cuándo explotaría o estallaría, y entretanto me dejaba llevar, sin más. Ni Cordelia ni yo trabajábamos ya, entre el dinero de Martin y el suyo nos daba de sobra para vivir. Yo a veces hablaba de buscarme un trabajo porque no me gustaba depender de ellos, pero Cordelia insistía en que aquello era una tontería, que el trabajo no dignificaba, sino que embrutecía, que al menos dejara pasar el verano y, más tarde, que dejara pasar el invierno, y luego el siguiente verano... Y así se nos escaparon entre los dedos dos años huecos de días, viviendo unas vacaciones eternas: daiquiris en la piscina, larguísimas siestas, ver películas por las noches, salir a restaurantes, fumar, beber, esnifar... Supongo que te estarás preguntando si había algo más entre los tres, porque todo el mundo se lo preguntaba en la isla. Nos habíamos resignado a que hablaran de nosotros, lo soportábamos con estoicismo, con dignidad, e incluso con cierto orgullo porque sabíamos que, de no haber sido nosotras dos tan llamativas y Martin tan rico, nadie habría perdido el tiempo en cotorrear sobre nosotros tres. Sí, había algo, un círculo secreto que nos encerraba dentro de una amistad incomprensible a ojos ajenos, pero ni yo sentía nada profundo por Martin ni Martin por mí, el centro de todo era Cordelia y los dos lo sabíamos, y ése era un acuerdo sobreentendido del que nunca hablábamos.

»La noche en la que se desmoronó la frágil estructura que habíamos construido no fue en principio diferente de otras, ni tampoco especial. Habíamos estado cenando en un restaurante carísimo, y luego estuvimos hasta las tantas en un bar jugando al billar con otros ingleses y bebiendo cervezas. Ellos desaparecían cada cinco minutos en dirección al cuarto de baño y regresaban con el pelo revuelto, aspirando por la nariz y ventilándose las cervezas en dos tragos. Yo ya suponía lo que hacían, ningún hombre heterosexual va al cuarto de baño acompañado por otro hombre heterosexual si no es por esa razón. Luego le pasaron la cocaína a Cordelia, ella me ofreció acompañarla, pero a mí no me apetecía. Cuando cerraron el bar decidimos volver a casa. Conducía Martín. Había bebido muchísimo pero nosotras nunca dábamos importancia al hecho de que condujera borracho, ni siquiera pensábamos en ello, aunque ahora, creo, me habría escandalizado de haberme encontrado en semejante situación. Sobre todo, cuando recuerdo la escarpadísima cuesta en espiral que había que ascender para llegar a su casa. La verdad, me sorprende que no nos matáramos.

»Llegamos y estuvimos bañándonos en la piscina hasta el amanecer. En realidad, no era más que una modificación del antiguo ritual de baño en el mar que seguíamos Cordelia y yo. Ellos dos tenían una resistencia al frío casi inhumana, o al menos así me lo parecía a mí; supongo que sería una cuestión de nacionalidades. Después nos fuimos a dormir. Cada uno a nuestra habitación. Martin y Cordelia, por supuesto, dormían juntos a menudo, pero no siempre, porque ella insistía en disponer de su propio espacio. Yo estaba tan borracha que caí desplomada en la cama, vestida, como tantas otras veces. Cuando me desperté, el día ya estaba muy avanzado. Tenía la boca sequísima y a la vez pastosa, como si hubiera comido serrín. Hacía un sol de justicia. Desde la ventana vi a Martin en la piscina. Estalla sentado en una tumbona, con las manos sujetándose la cabeza, me recordaba a aquella estatua...
El pensador
de Rodin. Me dirigí a la cocina en busca de agua fría. Creo que me bebí entera una botella de Perrier. Desde el ventanal comprobé que Martin continuaba en la misma posición, y me pareció extraño. Abrí la puerta, salí al jardín. Con la botella en la mano, me acerqué a la piscina y lo llamé, pero no pareció oírme. Cuando le toqué, le noté extrañamente rígido y, sobre todo, helado. Un frío muy extraño, como mineral. Le sacudí y el cuerpo cayó hacia un lado. Al principio no entendí lo que pasaba porque no había visto un cadáver en mi vida. Luego corrí hacia la casa y llamé a urgencias. Para cuando llegó la ambulancia, Martin ya llevaba varias horas muerto y Cordelia aún no se había despertado. El trasiego de gente de la casa la sacó del profundo sueño en el que se había sumido, inducido, supongo, por el hachís. Todo lo que siguió resultó excesivamente ruidoso, febril y burdo: una ambulancia, desconocidos trajinando por la casa, preguntas, apuntar nuestros nombres y nuestro número de pasaporte, Cordelia llorando incoherente... Como paralizada por un hechizo de impotencia, yo contemplaba sus lágrimas sin derramar ninguna, sujetando firmemente su mano, y a la espera.

»No conocíamos a ningún familiar de Martin, no sabíamos a quién debíamos avisar, y nosotras no podíamos encargarnos de los trámites del entierro o del funeral, puesto que no éramos familiares directos. Pero alguien tenía que hacerlo, claro. Al final, resultó que el gestor de Martin tenía firma autorizada en sus cuentas, así que él dispuso de todos los trámites y se ofició una cremación a la que Cordelia asistió completamente drogada, porque le habían dadoValium suficiente como para dormir a un ejército. Iba colgada de mi brazo y no se enteraba de nada. Yo estaba muy tranquila, como si la muerte de Martin hubiera sido algo anunciado con anterioridad, como si se tratara de lo más natural e inevitable del mundo y en realidad nos hubiera invitado a nosotras dos a su casa para que se produjera la tragedia y así nosotras fuéramos las testigos, como si participáramos de su vida en calidad de actrices de reparto. En cierto modo, sentí a la vez horror y alivio ante la muerte de Martin porque sabía que la situación inevitablemente tendría que degenerar en una catástrofe, aunque no había previsto que se desencadenara tan pronto.

No podíamos quedarnos en la casa. No sólo no era nuestra, sino que resultó que Martin había estado casado y tenía dos hijos en Manchester, que lógicamente heredarían la casa. Sin título que justificara la posesión a nuestro favor más allá del derecho de uso, los herederos acudieron al juzgado para desahuciarnos. Como estos trámites son largos, transcurrió más de un año hasta que llegó la ejecución de la sentencia.

»Entretanto, hubo muchos comentarios respecto al hecho de que Martin viviera con dos chicas jóvenes y a que hubiera muerto, precisamente, de un ataque al corazón. Además, el hecho de que fuésemos una tan rubia y la otra tan morena... Nos convertimos en la comidilla de ciertos ambientes, si es que no lo éramos ya antes de que Martin falleciera. Esta ciudad es más endogámica de lo que crees. Es como si estuviera hecha de capas de cebolla. La capa externa es la de los turistas que van y vienen, y esa capa es libre, abierta y permeable: puedes convertirte en quien quieras sin miedo a las opiniones ajenas. Pero hay otra capa interna de los residentes permanentes, que no son tantos, y al final muchos te conocen, camareros de bares, directores de hotel, maîtres de restaurantes, dueños de tiendas, encargadas de boutique, médicos, abogados, gestores... Esos rumores y el hecho de que Cordelia estuviera tan afectada por lo pasado nos decidieron a cambiar de aires.

»A nosotras nos gustaba ir a bañarnos a Punta Teno en días laborables, cuando casi no había nadie. Es uno de los sitios más bonitos de la isla, con una cala de aguas turquesa rodeada de una pradera en la que crecen flores amarillas. La zona está protegida, no se puede edificar, y la única vivienda que se alza allí, y que llegaría a ser nuestra, es una antigua caseta de aparcero remodelada. Cordelia se empeñó en ir a vivir a aquella casa. Alguien le había contado que los dueños la ocupaban sólo en verano, en pascua y algunos fines de semana, y que de vez en cuando la alquilaban para rodar películas o anuncios. Ya sabes cómo era Cordelia cuando se le metía algo en la cabeza. Consiguió el teléfono de los dueños e incluso se fue a verlos a Madrid, donde ellos vivían, y pactó un acuerdo: nos alquilaban la casa pero siempre y cuando nos comprometiéramos a dejarla libre si los dueños venían o si la alquilaban para un rodaje. Cuando eso pasaba, nos íbamos a una pensión de Buenavista. A ellos les beneficiaba el acuerdo porque una casa emplazada en un lugar tan aislado necesita estar cuidada y vigilada de forma permanente, y así se ahorraban el gasto del jardinero, puesto que nosotras nos hacíamos cargo del jardín. El alquiler, por supuesto, nos lo dejaban muy bajo. Supongo que el encanto y la belleza de Cordelia tuvieron mucho que ver en las condiciones tan ventajosas del acuerdo.

Cordelia quería irse por una temporada. Quería olvidarse de cualquier cosa que le recordara a Martín y además quería apartarse de las drogas y el alcohol, y sabía que en el Puerto no lo conseguiría. Con el dinero qtte ella recibía cada mes tendríamos más que de sobra para vivir las dos. Tu hermana no tuvo que esforzarse mucho en convencerme.

Yo tampoco tenía una idea muy clara de qué hacer y no quería quedarme en el Puerto, mareada por aquel chismorreo burdo pero creíble de que entre las dos habíamos matado a nuestro novio a polvos. Así que compramos una furgoneta de segunda mano, recogimos nuestras cosas y nos dirigimos hacia Punta Teno. La casa estaba, está, muy aislada, pero no tanto, desde allí se puede ir andando a Buenavista. Buenavista es el pueblo contiguo a Punta Teno. No es excesivamente turístico, aunque, por supuesto, sí que vivían allí ingleses y alemanes; no creo que a estas alturas quede un solo enclave de la isla en el que únicamente vivan canarios. Es un pueblo bonito —pintoresco, según las guías de viajes— muy tranquilo y mucho más barato que el Puerto.

»Como te he dicho, en realidad podríamos haber vivido perfectamente del dinero de Cordelia, pero yo estaba harta de mi existencia parasitaria. De forma que busqué un trabajo y lo encontré a las dos semanas de estar allí, en una tienda naturista en Buenavista que era a la vez herbolario, centro
new age
y puesto de venta de artesanía. Entre la clientela había algunos ingleses y alemanes que se habían retirado allí, de forma que los dueños estaban encantados de contar con una chica joven que hablara idiomas.

»Cordelia se adaptó muy bien. Se compró una bicicleta de montaña con la que iba y venía de Buenavista todos los días. Leía mucho y también pintaba, cocinaba y se dedicaba al jardín. Se supone que las mujeres que no trabajan se convierten pronto en unas neuróticas de tomo y lomo, pero ése no era en absoluto su caso. Al contrario, Cordelia pareció florecer en aquel primer año en Punta Teno. Ya no atravesaba las crisis depresivas de antaño y había engordado bastante. Pero lo cierto es que nuestra vida comenzaba a ser un poco aburrida y yo ya empezaba a pensar en volver al Puerto antes o después.

Other books

An Inch of Ashes by David Wingrove
Trip of the Tongue by Elizabeth Little
Roland's Castle by Becky York
The Fallen Curtain by Ruth Rendell
Remember Me by Moore, Heather
A Touch of Malice by Gary Ponzo
The King's Marauder by Dewey Lambdin