El contenido del silencio (42 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

BOOK: El contenido del silencio
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Desde luego, sé que durante años tuvimos un asunto, pero no sé cuándo empezó. La memoria rememora de forma imperfecta, la impresión es borrosa, sujeta a la adición y la sustracción de escenas dictadas por anhelos y egoísmos, por no hablar de los deseos, lagunas y retrocesos que transforman cualquier intento de rememoración en horas de soñar despierto. Me exprimo la cabeza intentando recordar y de verdad no lo consigo. Sé que yo tenía al menos dieciséis años, porque recuerdo que u n compañero de mi clase dijo que estaba enamorado de ti y yo me sentí muy celoso, traicionado, emborrachado de una mezcla de indignación y lástima de mí mismo, y tanto más agudo era mi, dolor cuanto que no podía reconocer que lo sentía. Mi primer impulso fue descargar el puño contra la cabeza de aquel idiota, pero me contuve por multitud de consideraciones. Recuerdo también que una vez te cruzaste conmigo por Princess Street y yo iba de la mano con Vicky Chase, aquella medio novia que tuve, una morena pequeñita, seguro que la recuerdas, y recuerdo tu mirada de odio, clavada en nosotros dos, ajena por completo a la sospecha que podía despertar tu ceño, tus pupilas dilatadas y fijas, todo lo que delataba a gritos tu pasión, tu indignación de esposa ultrajada. Recuerdo perfectamente que nos besamos en el parque que hay detrás del cementerio que está cerca de la universidad una mañana de verano, cerca del río. Hacía un calor excesivo y la humedad nos envolvía en una niebla invisible, la luz como de mantequilla fundida y bajo nosotros la hierba, besándonos abrazados. Los mosquitos te cubrieron el cuerpo de picaduras pero a mí ni me tocaron. Y entre los destellos de recuerdo que llegan atropelladamente, que toman vida y respiran en un universo abierto, uno, sobre todo uno, se ve con mucha más claridad que los demás y llega para acosarme y retenerme: una escena que no se me va a borrar nunca. Estábamos viendo la televisión, en el sofá del salón. Tía Pam no estaba, habría salido con cualquiera de sus in numerables amigas. Tú llevabas una falda corta, roja y azul. No sé cómo empezó todo. Sólo recuerdo que me masturbaste, el chorro de semen blanco destellando sobre los colores brillantes de tu falda. Saliste corriendo hacia el piso de arriba. Estoy casi seguro de que era la primera vez en tu vida que veías una eyaculación. Sé que era la primera vez en la vida que a mí me masturbaba una mujer.

Pero no recuerdo nada más, Cordelia. He sepultado los recuerdos en la ignorancia, en la lenta, cotidiana, glaciación del pasado. Sé, que aquélla era una historia larga, sé que volvía una y otra vez a ti, tú misma lo dijiste y yo lo sé, pero no recuerdo nada. Hace poco vi una película israelí que trataba de un ex soldado que iba entrevistando uno por uno a todos sus compañeros de regimiento para reconstruir el año en el que estuvo combatiendo en la guerra contra el Líbano. El soldado sabe que estuvo en esa guerra, pero apenas conserva recuerdos. Sus amigos le cuentan que ha presenciado las matanzas de Sabra y Chatila, que él estuvo allí, le enseñan fotografías incluso, pero no recuerda nada. Cordelia, créeme si te digo que yo tampoco recuerdo. ¿Llegamos a hacer el amor alguna vez? ¿O fue aquella masturbación el cénit de nuestra historia? Tu caria era tan ambigua, Cordelia, que soy incapaz de responder.

Durante estos diez años, si alguien me preguntaba por mi hermana, jamás decía la verdad, jamás expliqué el porqué de tu decisión de permanecer incomunicada, de tu persisten te rechazo hacia mí. Jamás dije: «Mi hermana y yo tuvimos una historia de amor. Ella no pudo soportar que yo la dejara, que dejara Aberdeen, que me avergonzara de lo nuestro, que la dejara sola con una tía insoportable, y se marchó a Canarias y no ha vuelto a hablarme.» Decía: «Mi hermana siempre fue rara, poco convencional, muy bohemia, muy poco estable. La muerte de mis padres le afectó mucho. Además, éramos muy distintos, no nos entendíamos bien. Se marchó hace diez años a Canarias y apenas sé de ella. Sospecho que lleva una dolce vita de playa y drogas.» Mentía a los demás, Cordelia, pero lo peor es que me mentía a mí mismo. Mentía en un sueño tan intenso que ignoraba hasta estar soñando.

Se desvanecieron muchos recuerdos, pero tu imagen nunca se desvaneció. Al contrario, siguió existiendo en la memoria con una notable claridad de contorno y enfoque. Eras como una estatua encerrada en una hornacina, separada del espacio y del tiempo, ajena al transcurrir de mi vida, completa e independiente, intocable, y siempre allí.

Ojalá pudiera rebobinar la cinta y pulsar play de nuevo. Rehacer la jugada, poder ver lo que he olvidado. No recuerdo gran cosa de mí entonces, de cómo eran mis dudas, mis deseos, antes de meterlos en esa caja fuerte cuya combinación aún sigue en el olvido. No dudo de que para mí representabas lo que no quería ser, lo que no quería hacer, ni tampoco dudo de que estaba enamorado de ti con un amor carnal y físico, corno tú lo estuviste de mí. Entiendo que llegó un momento en el que no deseaste mirarme más cara a cara, en que no quisiste volver a pasar una cena de Navidad conmigo, entiendo que no tuviste más remedio que huir de mí. Yo tampoco, durante diez años, he querido pensar en ti.

Sé que cuando conociste la historia de nuestra madre supiste inmediatamente quién era el padre de su hijo o hija, del bebé que nunca nació. Habíamos repetido la historia. Nuestra madre, huyendo de su hermano, viajó desde Canarias a Edimburgo, y tú, huyendo del tuyo, viajaste de Edimburgo a Canarias, condenada a repetir una historia que ni siquiera conocías.

¿Puedo entender entonces que tu llamada haya resonado en el vacío tanto tiempo? Porque, aunque desechaba tu imagen con todas mis fuerzas, volvía: quizá estaba condenado a ti, desde antes de nacer, inscrito en una constelación familiar. Me repugnaba como una villanía, como la peor de las bajezas, aquella predilección con la que mis sentidos se recreaban en el recuerdo de la tibieza de tu piel, apenas les daba rienda suelta. Me acometía un remordimiento punzante, un asco de mí mismo, un tormento tan incomparable de tener que despreciarme que no tuve otra solución que el olvido. Me entregué a él con una pasión poderosa, de las que avasallan, y lo acogí con más placer que a una amante. Entre tú y yo existía una palabra prohibida, proscrita, impronunciable, como todo lo que tuviera la menor relación con ella. Y esa palabra nos separó diez años. La escribo ahora: sexo.

Pero, Cordelia, cuando te he creído definitivamente perdida me he dado cuenta de que siempre te he querido y de que te quiero. Cuando te vi de nuevo en Punta Teno... ¿cómo olvidar ese momento en que los dos nos vimos cara a cara, otra vez? Yo experimenté una emoción violentísima cuya verdadera naturaleza no acerté a reconocer. Entre la duda y el espanto, el horror y la alegría, el deseo de salir huyendo y el de estrecharte entre mis brazos. Y tú... Al principio ni siquiera me reconociste, o no quisiste reconocerme. No quisiste creer que tu antiguo amante se había acostado con tu antigua amante. Pero no dijiste una palabra. Aceptaste la escena con una calma mineral, de durmiente viva, con una inmutable suficiencia en la expresión, con la tranquilidad de quien viene de presenciar y de vivir historias tan inauditas como para que nada la sorprenda o la turbe. Los extravíos humanos son un pozo sin fondo que mana de una fuente inagotable. Pero tú siempre, ya desde joven, mostraste esa tendencia al absoluto, esa indiferencia ante los peores defectos, ese profundo desdén ante las convenciones y las normas. Cualquiera habría dicho que esperabas verme allí. Quizá lo esperabas. Quizá es verdad que eres capaz de leer la mente y ver el futuro, o quizá lo habías deducido por lógica: si te daban por desaparecida, lo normal era que yo viniese a la isla.

No busco el amor que tuvimos; perdón tampoco, ya es demasiado tarde. No busco reconstruir la historia, que me cuentes tú los detalles que me empeñé en olvidar y que enterré en un lugar tan remoto, sin dejar un plano, como para que ahora no pueda desenterrarlos porque ni siquiera sé el emplazamiento del escondite. Busco volver a tener una hermana. No te prometo felicidad porque la felicidad es un palacio del que no se puede entrar ni salir, un lugar sin historias y sin viajes. La felicidad es estática, no se mueve. Tu y yo sabemos que son las historias tristes, las que contienen pérdida, arrepentimiento y sufrimiento, las que jalonan el camino de la vida y las que hacen avanzar.

Por fin me he liberado. Me he desembarazado de la mentira y el miedo. Ya no persigo quimeras ni imposibles. Sobre mi cabeza no vuelan más cometas, pero tampoco nubes oscuras ni espadas suspendidas. La verdad, una vez asumida, aplaca la angustia de vivir con el constante miedo a que nos atrape. Cuando todo se ha perdido, todo se ha ganado. Por fin he descubierto que se puede vivir cargando con el pasado, sin orgullo pero también sin vergüenza.

Desde que regresé a Londres mi vida se ha ampliado, ha cambiado, y ahora no conozco ni sé fijar sus nuevos límites. A mi izquierda, el pasado: un arrasado campo de batalla. A mi derecha, el porvenir: un extenso campo sin rutas ni señales. Me he instalado en un presente tan vacío como un solar por edificar, y espero.

Espero con calma, llevo esperando tantos años que nada me cuesta esperar el tiempo que te haga falta. Sé que antes o después contactarás conmigo, que volverás a llamarme.

Hasta entonces, te envío todo mi amor.

Gabriel

Fin

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