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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (37 page)

BOOK: El contenido del silencio
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—Exactamente, así lo siento yo —dijo Gabriel.

Helena se le quedó mirando con los ojos desmesurados pero no articuló palabra.

—Pero yo no sabía cómo expresar aquello —prosiguió Virgilio—. Veréis, en La Firma uno de los gestos de amor que más se inculcan se basa en la repetición constante de jaculatorias a la Virgen María, una forma como cualquier otra de control mental. Y yo, pobre infeliz, convertí a la buena de Luisa en el objeto de mis saetas amorosas. Podía decirle que la quería setenta veces en dos horas. Pero de la Virgen no esperas que conteste, y de tu novia sí. Y mi novia no estaba para esos juegos de niño. Ni para mis escenas de celos. Porque yo era muy celoso, mucho. Me convertí en el hombre más celoso de Madrid. Tal era mi inseguridad y mi inexperiencia que llegué a seguirla a la salida del trabajo, a leerle los mensajes del móvil, a interceptarle la cuenta de correo. Y el mensaje más inocente adquiría a mis ojos la contundencia de una declaración y me sumía en un estado de furia espeso y silencioso. No os voy a contar toda la historia porque sería demasiado larga, pero se resume en una frase muy simple: no duró porque no podía durar, porque mis años en La Firma me habían infantilizado emocionalmente. Y, cuando ella por fin tuvo el valor para decirme que no quería seguir conmigo, me hundió. O, mejor dicho, me hundí, me hundí yo solito. Luisa no tenía la culpa de nada. Y de nuevo vino mi tío, el novio de mi madre, al rescate. Fue a él al que se le ocurrió que los tres, mi madre, él y yo, podíamos venir a la isla a pasar quince días de vacaciones.

—Pero... yo había entendido que tú eras el sobrino de Chayo.

—Bueno, es una forma de hablar... En realidad ella es la prima de mi tío, mi tío nació aquí, en Tenerife, pero fue a estudiar a Madrid y allí se quedó. Mi tía se enamoró de un señor de Fuerteventura, o se enamoró de la isla y después de un señor, no sé... El caso es que vinimos de vacaciones y entonces Chayo, cuando me vio tan perdido y tan desorientado, me ofreció una habitación en su casa por si quería quedarme más tiempo. Dije que sí con la idea de quedarme un mes y, entre unas cosas y otras, me he quedado aquí casi tres años.

—¿Llevas tres años aquí?

—Pues sí. Voy y vengo bastante a Madrid, no creas. Justo cuando llegué mi tía estaba preparando un libro sobre Cofete, un libro que ha editado el Cabildo, y yo, que tenía experiencia en investigación, me convertí en su asistente extraoficial. No tenía nada mejor que hacer y así me entretenía. Ella me lo ha agradecido siempre mucho. Y pronto me encontré tan fascinado con el tema como mi tía. Después, desde el Cabildo, alguien me propuso si quería hacer de guía, por aquello de que hablo alemán, para sacarme un dinero. No necesitaba el dinero, como sabéis, pero quien me lo ofreció no lo sabía, creía que yo era el pobre sobrino desorientado de Chayo, e imaginaba que venía de la capital huyendo de algo, muchos vienen aquí huyendo de algo, esta isla tiene mucha población flotante, gente que se queda un mes, seis meses, un año, italianos, alemanes, escandinavos... Un día se van tal como vinieron, cuando ya se han cansado de hacer surf o se les han acabado los ahorros o se han hartado de vivir en una isla. No necesitaba el dinero, ya os digo, pero sí quería entretener el tiempo. Así que empecé a trabajar como guía, sobre todo para alemanes, hay muchos que vienen a la isla. Lo hago a veces pero no vivo de ello. Básicamente aquí, en la isla, hago surf y leo. Escribo mucho, mucho. Y espero.

—¿Esperas?

—Sí. Espero el día en que acabe mi novela y, quién sabe, incluso la publique. Espero el día en que me encuentre con más de cuarenta años, solo, sin oficio conocido, sin novia, y no me importe. Espero el día en el que me enamore de nuevo. Espero el día en que me apetezca volver. Espero. Precisamente aquí, en la isla, he aprendido el valor de la calma, de la espera. Después de vivir años sometido a las exigencias de un dios tiránico y caprichoso, después de haber conseguido huir de aquel estridente planteamiento de perfección, después de haber dudado tantas veces a mi salida de la misma existencia de un dios, lo encontré aquí, en la isla. En el silencio. Es imposible cruzar esta isla de norte a sur sin acabar encontrándote con Dios en cualquier parte. En las arenas blancas de El Cotillo, en las arenas negras de la playa de Ugán, en el milagro de los cultivos en medio del desierto, cuando de repente vas por la carretera y de la planicie surge Tindaya en su enormidad, en el silencio absoluto de las noches, en los kilómetros y kilómetros de playas solitarias y doradas... Todo lo que deberían haberme provocado los cálices de oro y los sagrarios refulgentes, los vahos del incienso y el barroquismo del mármol, todo está aquí. Aquí está Dios, y no me pide nada a cambio de mostrarse tal v como es, sin mármoles ni maderas nobles ni barroquismos ni ornatos. Aquí está Dios en toda su sencillez y en toda su magnificencia. Aquí está Dios para quien quiera encontrarlo o incluso para quien ya no lo buscaba y de pronto se dio de bruces con él, como me sucedió a mí. La perfección no se centra ahora en cumplir escrupulosamente unas normas prefijadas, cuando has visto Fuerteventura le das cuenta de que la perfección está ahí fuera y no en tus oraciones. Durante estos tres años no le he pedido nada a Dios. Aquí, simplemente, me siento en sus manos.

14
GABRIEL TOMA UNA DECISIÓN

En el fondo de la maleta de Gabriel había un jersey negro que no se había puesto en todo el viaje. Era un jersey de cachemira que Patricia le cogía prestado a veces. A ella le llegaba por encima de las rodillas, como si fuera un vestido, y cuando se lo ponía con unos
leggins
y unas zapatillas de baile, parecía una especie de Audrey Hepburn rubia. La propia Patricia lavaba a mano el jersey en el lavamanos, con un jabón especial para prendas delicadas, y lo dejaba secar entre dos toallas, extendido sobre la cama de la habitación de invitados, tal era la devoción que le tenía a aquella prenda, que había sido un regalo de cumpleaños para Gabriel pero que en realidad había acabado usando ella más que él. Aquélla era una noche fría, Helena dormía y él había salido de la casa para contemplar el increíble espectáculo del cielo estrellado reflejándose sobre la plana superficie del mar de Punta Teno. Gabriel sentía la presencia de Patricia. Más exactamente, la olía. De alguna manera, pese a que el jersey había sido lavado, había retenido el penetrante olor de su carísimo perfume, una nota de madera oriental y exótica, una fragancia que Gabriel, al principio, había encontrado irresistiblemente sensual. Pero en aquella noche canaria el aroma del jersey le hacía pensar en un campo de amapolas, denso y soporífero, estupefaciente.

En realidad, a primera vista, su prometida parecía un encanto de chica, tan suave, tan melosa, tan tranquila, y Gabriel había ido cediendo una por una a todas sus exigencias porque no le habían enseñado a comportarse de otra manera y porque Patricia actuaba siempre con la mayor de las dulzuras, sin levantar la voz ni perder los estribos. A veces lloraba, pero calmadamente, como una lluvia ligera. No gritaba jamás. No, la voz de Patricia tenía una modulación que siempre sugería intimidad y secreto, pero de alguna forma resultaba también dominante: las presiones de Patricia activaban respuestas programadas, reacciones automáticas.

Hasta que llegó a Canarias, Gabriel no había tenido tiempo para detenerse a reflexionar. Pero, lejos de Londres, entendía. Gabriel empezaba a percibir Canarias y a Helena como un todo, como una forma ilimitada, una voz que le llamaba y después huía y se escondía para incitarle a perseguirla. Cada calle de Buenavista, cada ola en Punta Teno, cada hibisco, cada cardón, no eran sino una conexión más en una espiral autorreferente en la que no le importaba perderse. Porque, lejos de Londres, podía verse a sí mismo en Londres, con una claridad que allí no podía tener, perdido como estaba entre dos nieblas, la de la ciudad y la emocional. Entendía por fin, desde la claridad que otorga la distancia, desde la luz seca de Canarias contrapuesta a la niebla de Londres, que si Patricia lo había manipulado de tal manera era porque él, al igual que Virgilio, mostraba demasiados puntos débiles que ella había sabido aprovechar, como la necesidad exagerada de aprobación, las enormes dudas sobre sí mismo, el miedo cerval a la cólera —ya fuera la de los demás o la suya propia—, el ansia por vivir en un ambiente pacífico al precio que fuera... Y podía incluso entender cómo se habían ido creando todos esos puntos débiles, a partir de la culpabilidad absurda que sentía respecto a la muerte de sus padres, como si de alguna manera le hubieran abandonado porque él no estaba a la altura, porque el Gabriel niño creyó siempre que, si hubiera sido más bueno, sus padres no se habrían peleado tanto, y que si no hubiesen peleado aquella noche no habría pasado lo que pasó. Y el Gabriel adulto había tratado de enterrar esa creencia pero seguía allí, en el subsuelo, y la semilla germinó en forma de una frondosa planta con la inseguridad grabada en la nervadura de cada hoja, abonada por toda la soledad y la falta de cariño que había vivido en casa de la tía Pam, por el miedo que tenía también a los enfados de su tía, de la que dependía. Pam siempre fue crítica y difícil. «A Dios no le gustan los niños ruidosos y perezosos, y a veces se los lleva», solía decir. Y entonces Gabriel imaginaba que aquel dios justiciero podría llevárselo también, como se había llevado a sus padres, y como él no quería que nadie le llevara, y mucho menos un dios colérico y tremebundo, hacía cualquier cosa que Pam le pidiese. Si se comportaba tal y como su tía quería, sería un buen chico y, por tanto, estaría a salvo. Pero en realidad ni Gabriel ni Cordelia estuvieron nunca a la altura de las exigencias perfeccionistas de Pam, a la que, en el fondo, nunca le habían gustado los niños v sólo los aceptó llevada por su sentido calvinista de la responsabilidad y, por qué no decirlo, por el dinero extra, mucho, que cuidarlos le supondría. Gabriel siempre lo supo, y a pesar de ello llegó a admirar mucho a Pam —su inteligencia, su perspicacia, su clase— y a desarrollar un deseo compulsivo de satisfacerla. Su tía no daba el afecto o la aprobación de forma incondicional, lo prestaba o lo retiraba según pensara que Gabriel se había comportado o no de acuerdo con los patrones que ella imponía, v ese fantasma de necesidad de afecto, esa convicción de que el cariño había que pagarlo de alguna manera, echó a perder la voluntad de Gabriel y enterró bajo una losa de miedo su creatividad, su sensibilidad y su capacidad de rebelarse. Cuando creció, la aceptación y el amor de los otros se convirtió en una especie de droga que necesitaba desesperadamente. Gabriel no era sino un adicto que necesitaba su provisión constante de aprobación y que estaba dispuesto a pagarla a cualquier precio. Esa droga destruyó su relación con Cordelia. Esa droga le hizo dependiente de Ada y de Patricia, y permitió, al apuntar con un reflector tan poderoso a su necesidad, que ellas dos se aprovecharan de él, porque Ada no le quiso nunca más allá de verle como un juguete sexual y Patricia no le respetó jamás, en busca como iba de un salvavidas y no de un amante.

Por esta razón, para Gabriel resultaba tan importante, esencial, la disciplina. No se salía jamás de las normas convenidas ni de los formalismos. Nunca perdía la calma, ni siquiera en los momentos de mayor tensión. Había perfeccionado un estilo de relacionarse con los demás que consistía en mostrarse educado y cortés y refrenar la cólera, si ésta aparecía, bajo una protocolaria máscara de sofisticada ironía. Por tanto, nunca se enfadaba con Patricia, y si ella lloraba, manipulaba o mentía, él acababa por darle la razón porque quería evitar los conflictos. Convencido de que siempre le tocaba a él sofocar la depresión o la llantina de Patricia para mantener la paz al precio que fuera, su capacidad de maniobra se limitó hasta que abarcó tan sólo los pocos centímetros de grosor de la cuerda floja sobre la que avanzaba. ¿Cuántas veces, cuántas, antes de llegar a Canarias, Gabriel se había dicho «no puedo dejar a Patricia porque me da mucha pena», «no puedo dejarla porque ella no podría vivir sin mí», «realmente lo de su madre no es para tanto, soy yo el que no cede», etcétera, etcétera? No se había tratado de una actuación en solitario, sino de un dueto. El había sido parte de esa pareja y había participado en aquel chantaje sentimental desde el momento en que había permitido que la coacción ocurriera y, al tolerarla, la había legitimado y había reafirmado a Patricia. Recordó las palabras del sacerdote psicólogo que había ayudado a Virgilio: los ex discípulos tienen mucha prisa por casarse, y se equivocan. Gabriel tenía mucha prisa también, prisa por dejar de estar solo, prisa por sentirse querido, prisa por huir de sí mismo y de sus recuerdos. Entre Ada y Patricia había vagado sin rumbo. O no. Le guiaba la necesidad o el destino, tenía que seguir avanzando como si lo hiciese en medio de una tormenta. Y creyó que Patricia era puerto, refugio seguro. Se equivocó. Era más que posible, ya de paso, que su obsesión por Helena tuviese más de huida de Patricia que de sentimiento real. Porque Gabriel no podría haber dejado a Patricia si no hubiera existido una Helena y, desde luego, no podría haberla dejado si hubiese permanecido en Londres. Ante los lloros, las presiones o las exigencias de su prometida, Gabriel lo había intentado todo: disculparse (incluso si no tenía por qué), razonar (incluso si estaba claro que no iba a mover un milímetro su postura), cambiar citas, anular planes, posponer compromisos, revocar promesas, cortar lazos, descuidar amistades, renunciar a aspiraciones, dinamitar fantasías, aguantar, ceder y rendirse. Nunca había fijado un límite, nunca se había negado, nunca habría tenido valor para marcharse. Y Patricia aprendió hasta dónde podía llegar porque observó hasta dónde Gabriel le permitía hacerlo. En ese sentido, la desaparición de Cordelia había sido providencial, como si ese Destino prefijado en el que su hermana creía tanto hubiese movido hilos para salvarle, para sacarle de una trampa segura.

Las constantes interferencias de Liz, por ejemplo. Cada vez que Gabriel cedía a las súplicas de Patricia y salía con aquella insoportable señora a cenar o a ver una exposición, se veía atrapado. Si decía que se sentía incómodo con Liz, Patricia inmediatamente le tildaba de egoísta o le decía que el hecho de que él no tuviera familia no significaba que debiera obligar a Patricia a actuar como si ella no la tuviera. Si cedía, si no decía nada y aguantaba todas las impertinencias de su futura suegra, entonces acababa por sentirse débil y tonto. Poco a poco fue perdiendo el respeto por sí mismo, sobrepasando sus propios límites. Pero no sabía expresar directamente la ira y ni siquiera sabía si tenía derecho a estar furioso. Empezó a tener miedo a expresar sus sentimientos, perdió la confianza y la disposición y su relación se convirtió en un acuerdo superficial de convivencia. No, jamás hubo discusiones, ni gritos, ni malas caras, pero tampoco hubo verdadera felicidad ni pasión. Como si existiera de prestado, como si aquella vida en la que avanzaba de puntillas para no hacer ruido no fuera sino un burdo simulacro de una vida real que existía fuera de su jaula, una vida real en la que había ruido, estrépito y furia. No había intimidad, excepto en lo sexual, o quizá ni tan siquiera eso, porque, comparada con Helena o con Ada, Patricia era mecánica, contenida, como si actuara movida por un mecanismo de relojería y no por el deseo. La intimidad desapareció desde el momento en que Gabriel aprendió a medir cada palabra que pronunciaba para evitar a toda costa los conflictos y enterrarlos bajo una capa de compostura y silencio. No hablar nunca de cuánto le molestaba Liz porque Patricia le acusaría de egoísta o de posesivo, e interpretaría su resistencia como indicio de su falta de compromiso. No hablar de su infancia porque la utilizaría como prueba de su inestabilidad sentimental. No hablar de sus esperanzas, sueños, planes, metas, fantasías, por si acaso veía en ellos un deseo de Gabriel de alejarse de ella. No hablar de Cordelia. Nunca hablar de Cordelia, porque Patricia no habría entendido jamás la naturaleza de su relación ni las razones de su distanciamiento. El silencio que había ocupado el lugar de la confianza se había convertido en una forma peculiar de comunicación. Aquel silencio en suspenso sobre sus cabezas contenía muchas preguntas y ninguna respuesta concreta. Las emociones que podrían haberse expresado con palabras reconocibles —miedo, traición, deslealtad, presión, asedio, culpa— habían quedado bajo sospecha, convertidas en una apolillada colección de antigüedades.

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