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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (35 page)

BOOK: El contenido del silencio
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»Con el paso del tiempo comencé a vivir dos vidas: una real, mi vida como discípulo en un centro, y otra ilusoria, donde me veía fuera de aquel mundo: el hombre imaginario que yo era, libre y feliz. Y viajaba, y amaba, y sentía..., y subsistía alimentándome de sueños. En alguna charla con mi director decía lo que sentía, que aquello me venía grande, que no quería seguir, que La Firma no era para mí, pero la única respuesta que obtenía siempre era la misma: «Si te vas, prepárate, porque a un discípulo que se fue a la semana lo atropello un autobús, otro que se casó con una discípula muy mona falleció de un ataque fulminante y quedó viudo, y a otro se le paró el corazón cuando compraba
El Pais
en el quiosco. A otro lo encontraron con la cara comida por los gusanos dentro de un plato de sopa a la semana de morir de un infarto, solo, en la habitación de la casa en la que vivía.» Dios, se me repetía, no perdona a los traidores.

»Suenan a historias infantiles, que es lo que eran; cuentos de viejas. Y dice mucho de mi condición infantilizada el hecho de que yo las creyera. «Estás pasando una mala temporada, todo se arreglará. Hay mucha gente rezando por ti, para que sigas adelante», me decía mi director. «La vocación es para siempre; si la abandonas, no serás feliz. Si la abandonas, te condenarás», me decía mi director. «Si no has sido fiel a tu vocación, tampoco serás fiel a un amor humano», me decía mi director. «La fidelidad de muchos depende de tu fidelidad», me decía mi director. «Dejar La Firma no arreglará tus problemas, te los llevarás completos», me decía mi director. «Quien pone su mano en el arado y mira atrás no es apto para el reino de Dios», me decía mi director. «Si luchas y te dejas ayudar, la luz volverá a tus ojos», me decía mi director. «El tesoro más grande que Dios te ha dado es el de la vocación», me decía mi director... Esas ideas, repetidas una y otra vez, las escuchaba no sólo de boca de mi director, sino también en círculos, retiros, meditaciones, lecturas y charlas. Y, como yo amaba a Dios, me comía una angustia desgarradora y constante, fruto de la contradicción entre el deseo de marcharme y el temor a cometer un gravísimo error. Pero un día el director que tanto pontificaba y que tantas frases tenía a mano cruzó la raya: me dijo que, al dudar de mi vocación, había incurrido en un pecado mortal. Establecer a la ligera que determinada acción no contenida en los mandamientos ni en el catecismo de la doctrina cristiana constituye un pecado mortal es crear mandamientos que jamás ha puesto la Santa Madre Iglesia. Y así se lo dije: el hombre imaginario se había materializado. El borrego sumiso quería abandonar el rebaño.

»A partir de ese día me asignaron un guardaespaldas. Los domingos había un discípulo que me seguía a todas partes y, si yo decidía salir, él salía conmigo. Y se acabó lo de probarme vaqueros en El Corte Inglés. Yo avanzaba por terreno minado y resultaba inútil que tratara de asegurar cada uno de mis pasos, que extremara la prudencia, que me mostrara evasivo o fingiera indiferencia, y absurdo que mintiera para ocultar faltas, porque siempre acababa por hacer una pregunta de más o por dar una respuesta inapropiada. Metía la pata, y ese error en seguida hacía saltar una mina.

»Todo mi dolor, de noche, se deshacía en llanto. Era un llanto amargo, con aridez de fiebre. Mis compañeros, que por fuerza oían los sollozos, no me decían nada, porque debían respetar escrupulosamente el tiempo de silencio. Pero al día siguiente me caía ineludible una corrección fraterna. Eso de llorar era «mal espíritu», «buscarse a uno mismo», «dar mal ambiente», o «causar un mal cierto a Dios»...

»Y me llevaron al psiquiatra. Porque he olvidado decir que un discípulo no podía ir al médico solo, sino siempre acompañado por otro discípulo, ya fuese al dentista, al oculista o al alergólogo. Y siempre debías acudir a un médico de La Firma. Así que primero entraba yo solo a la consulta de aquel señor psiquiatra, luego, solía entrar el discípulo que me acompañaba y el psiquiatra comentaba con los dos... y, en alguna ocasión, entró mi compañero, sin mí. Las consultas con aquel señor no diferían mucho de las charlas que yo mantenía con el director. Básicamente yo decía que quería marcharme y él me insistía en que debía perseverar, y no hacía sino culpabilizarme de mi propia depresión, achacándola a la falta de generosidad, a un conflicto personal. Me pedía una mayor entrega, un mayor olvido de mí mismo, y me aconsejó, por lo menos en una ocasión, que leyera y meditara cartas del padre como terapia. Me recetó pastillas para dormir y ansiolíticos para la vigilia. A partir de entonces muchísimos días no me acordaba al despertar de cómo y cuándo me había acostado el día anterior, porque me iba a la cama absolutamente drogado, en una nube química.

»El material del botiquín estaba cerrado con doble llave: la del botiquín y la del armario en el que se guardaba. Recuerdo que una vez me dio un cólico muy fuerte y tuve que ir a pedir, doblado de dolor y a tientas, que, por favor, buscaran las llaves y abriesen cerrojos. Me cayó una reprimenda horrible por haber roto el tiempo de silencio y luego me pareció que pasaban horas mientras el director decidía sobre la conveniencia o no de administrarme un simple antidiarreico. Desde que me empezaron a medicar comprendí el porqué de tanto misterio: porque en los armarios había droga suficiente como para abastecer a un ejército, porque casi todos los discípulos estábamos medicados. Las cuentas de farmacia de nuestro centro eran astronómicas. Se encargaban los medicamentos a un establecimiento cuyos propietarios eran de La Firma, y que semanalmente enviaban a una chica con el pedido al centro. Uno de los discípulos era el encargado de administrar píldoras de todos los tamaños y colores, y hacía un recorrido nocturno por las habitaciones para depositar en mano de cada uno la dosis correspondiente al día. Hasta que me medicaron a mí yo no había entendido el porqué de ese ritual, y tampoco había preguntado, porque allí no se preguntaba nada. Uno aprendía la mansedumbre solícita, a lamer las paredes que lo tenían preso, a no intentar buscar la luz que le habían robado, a avanzar a tientas y en silencio, y a dar por bueno todo lo que veía.

»No sabía qué sería de mí ni cuál sería mi futuro. Participar en las tertulias me suponía una verdadera tortura, por eso estaba callado todo el tiempo. Hasta que un compañero me hizo una corrección fraterna: «Quería decirte que deberías sonreír más e intervenir en las tertulias y en las charlas, que tu silencio no es de buen espíritu.» Me quedé sin palabras, no por quien me había hecho la corrección, sino por quien la había autorizado: el propio director, que sabía perfectamente el tipo de medicación que tomaba y el calvario por el que estaba atravesando.

»Así que allí estaba yo, tragando doce pastillas diarias, deprimido, enfermo, solo, dolido, avergonzado, débil, frustrado, desvalido, impotente, martirizado, ansioso..., víctima, en definitiva, y sin ser capaz de dar el paso al frente necesario. Llevaba casi cinco años incomunicado de mi familia, de mi ciudad de origen y, lo que es peor, incomunicado de mí mismo. Encenagado en un pozo de confusión, de sentir el mal mezclado con el bien, de ser incapaz de identificar la procedencia o la razón de unos aguijones que se me clavaban en el alma, de presentir que algo o acaso todo andaba mal, muy mal, en mí y en el mundo, o al menos en el mundo que me rodeaba, y por debajo de todo aquello, mucho más hondo, aunque ni yo mismo lo hubiera detectado todavía, un turbio y maloliente, avasallador, sentimiento de asco que sentía crecer y crecer, amenazando con romper las paredes de aquel pozo y desbordar y arrollarlo todo a su paso, y precipitarme a mí en lo más revuelto y proceloso de la corriente.

»Y podría haberme quedado mucho tiempo si no hubiera intervenido el marido de mi madre. Yo iba a cumplir veintitrés años y llegaba el momento de que jurara lo que ellos llaman La Fidelidad, la incorporación perpetua a La Firma. En ese caso hay que hacer entrega de todos los bienes patrimoniales. También hay que testar a favor de un miembro de la fundación. Normalmente de ese trámite se encarga un notario que también sea discípulo y, por lógica, no se avisa previamente a los familiares de quien testa. La Firma protege sus bienes a través de un sinfín de vericuetos fiscales y contables, evidentemente diseñados para evadir impuestos. La Firma no tiene bienes, algunos de sus miembros sí. Esos miembros a favor de los cuales se testa suelen ser discípulos muy mayores que han demostrado ser de total confianza para ellos.

»Pero mi tío, el marido de mi madre, ya había conocido a personas que habían estado en La Firma y que habían perdido todos sus bienes, y sabía bien que es imposible recuperarlos una vez has salido de allí porque, según se recoge en las constituciones, la salida o el cese llevan aparejado el cese de los derechos y deberes mutuos, y en ningún caso se devuelven los bienes o el dinero entregados durante la pertenencia a la fundación. Esas personas le habían contado a mi tío que en los centros se intervenía el correo y las llamadas (creo que tampoco hacía falta que se lo contasen, pues resultaba evidente), así que para poder hablar conmigo no se le ocurrió nada mejor que fingir que a mi madre la habían internado y que se encontraba entre la vida y la muerte. Llamó al centro, habló con el director y debió de interpretar una escena digna de un Oscar, porque el director accedió a concederme el permiso para ir a visitar a mi madre urgentemente a Madrid.

»No me permitieron viajar solo, por supuesto, un discípulo me acompañó. En la recepción del hospital me esperaba mi tío, presuntamente para acompañarme a la habitación de mi madre. El discípulo insistía en ir conmigo, pero mi tío le disuadió. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar a planta, descubro que mi madre estaba perfectamente, pero que mi tío no había encontrado otra manera para que ellos dos pudieran hablar a solas conmigo sobre el patrimonio que yo iba a ceder. En él se incluía la antigua casa familiar de mi padre, que yo había heredado, y de la que mi madre disfrutaba en usufructo. Mi madre no quería que pasara a ser propiedad de La Firma. De hecho, la mayoría de los edificios de los centros de la organización pertenecieron antes a familias adineradas. Mi madre y mi tío habían venido a pedirme que le cediera la casa a ella antes de testar. En aquella casa habían vivido mis padres, allí había nacido yo, estaba llena de recuerdos familiares, imborrables como cicatrices, impresos a fuego vivo en la memoria... Las mismas paredes le recordaban a mi madre que una vez fue feliz, que yo también lo fui, que lo fuimos los tres. Y ese motivo movió mi corazón, como el mismo cariño que nos habíamos tenido, que se había quedado adherido a las paredes de aquella casa que querían que cediera, impreso en la cal para que pudiéramos tener la certeza de que alguna vez fuimos familia. No familia de sangre, como decían en La Firma, sino familia de amor. Cuando me plantearon esa cuestión, empecé a llorar a sollozo partido. De repente sentí que me ahogaba, que no podía respirar, que me recorrían escalofríos por todo el cuerpo..., y empecé a sudar frío. El corazón se me desbocó y el pecho me dolía de tal manera que me doblé en dos, hasta tal punto que mi tío pensó que me había dado un ataque al corazón. Como estábamos en un hospital, llamaron a un enfermero. Me llevaron en camilla a la planta de urgencias, convencidos de que se trataba de un infarto. Resultó ser una crisis de ansiedad.

»Cuando le expliqué al médico que llevaba un mes durmiendo una media de cuatro horas diarias, el doctor me dijo que resultaba esencial que durmiera mucho. «Pues no se hable más —me dijo mi madre—, no regresas al centro y punto. Vienes a casa hasta que te mejores, me niego a que te juegues la salud o la vida.»»«Pero no puedo hacer eso, mamá», le dije. Le expliqué que para abandonar se necesita la dispensa de los compromisos adquiridos, que dicha dispensa sólo podía ser concedida por el pastor de La Firma, que se solicitaba mediante una carta manuscrita del miembro dirigida al pastor explicándole los motivos, que el pastor tenía la facultad de aceptar o no la petición, y que no había un plazo prefijado para la respuesta. Que si el discípulo no había jurado aún la fidelidad, como era mi caso, debía esperar al menos hasta el 19 de marzo siguiente desde el día en que había enviado la carta, y no era libre para irse hasta esa fecha. Le repetí punto por punto la historia que me habían contado, pues yo creía sinceramente que no podía irme. «Eso no es cierto —me dijo mi tío—, y si hace falta llamo ahora mismo a un catedrático de derecho canónico que te lo confirme.» Mi tío tenía móvil, un aparato muy poco visto en aquella época, y empezó a llamar a todos sus contactos, gastándose, supongo, una millonada, ya que las llamadas eran carísimas entonces, hasta que, efectivamente, localizó a un sacerdote jesuita que me explicó que los discípulos de La Firma contraían un convenio civil, no canónico, y que ese convenio de cooperación duraba hasta que una de las partes decidía romperlo, con lo cual bastaba con que yo comunicara a mi director que rompía el acuerdo con la organización para que en ese mismo momento la relación contractual quedara disuelta, sin que para ello fuera precisa dispensa alguna por parte del pastor.

»Pero La Firma complicaba y retorcía este asunto hasta la saciedad convenciendo a sus discípulos de que era necesaria su dispensa para poder dejarlo. Y lo hacía ateniéndose al punto 387 del libro de cabecera de la organización: «El plano de santidad que nos pide el Señor está determinado por estos tres puntos: la santa intransigencia,
la santa coacción
y la santa desvergüenza.» Por eso, mintiendo descaradamente con esa desvergüenza, que muy poco tiene de santa, te convencían de que no podías marcharte sin su permiso, para así poder aplicar a sus anchas esa coacción, que tampoco tiene de santa nada, durante el tiempo que tardara el pastor en concederte esa dispensa innecesaria; o durante el lapso de tiempo que mediaba desde que alguien se quería ir hasta el 19 de marzo siguiente, en el caso de no haber hecho la fidelidad todavía.

»Mi tío llamó al centro para comunicarles que no iba a volver. Yo, que estaba aún en la camilla, oía perfectamente los gritos de mi director, que exigía mi retorno inmediato con una furia desatada, de Gorgona. Mi tío mantuvo el temple y no le respondió, no perdió la calma, siguió hablando en un tono muy mesurado y le comunicó al director que obraba en su poder un certificado médico en el que se decía que era imprescindible que yo reposara, y que no creía que en el centro pudiera hacerlo. Después colgó. Entendí entonces muy claramente por qué mi madre se había enamorado de aquel tipo calvo bajito y feo, anodino en apariencia pero dotado de un temple de titán.

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