»Mi madre debió de notar algo cuando regresé de una de aquellas charlas, quizá porque llegué pálido y confuso y me fui directamente a mi cuarto. Ella entró en la habitación y me preguntó a bocajarro si me habían planteado la vocación. No sé bien por qué, no me atreví a decírselo. Decidí entonces hablarlo al día siguiente con mi director espiritual. Para mi sorpresa, él me insistió en que lo negara, y me convenció de que mi madre no estaba preparada para entenderlo. Me puso el ejemplo de cuando Jesús se perdió voluntariamente en el Templo a los doce años y tuvo que mentirles a la Virgen y a san José porque no habían entendido cuál era su misión. ¿Quiso decir que Jesús era un mentiroso y debía seguir su ejemplo? Me temo que sí, aunque ésas no fueran sus palabras textuales. El Ser Supremo como ejemplo a seguir de la mentira y la ocultación. Tremendo, ¿verdad? Así que silencio total: negar y callar lo evidente. Estoy casi seguro de que a tu amiga, a tu hermana, también le aconsejaron que no hablara de su proceso de captación.
—Sí, yo también —convino Helena—. Casi nunca me hablaba de los temas que trataban en la casa, y tampoco me invitó nunca a acompañarla. Cuando quise hacerlo, me disuadió.
—Típico... En fin, en sucesivas conversaciones, el sacerdote me fue dando razones de todo tipo para hacerme ver que yo tenía vocación. Según él, era evidente, y yo no podía cerrar los ojos a la llamada de Dios, porque eso sería una enorme traición a la fe, como una bofetada a Dios, que era un padre misericordioso y me quería para El. Yo era un hombre especial (un hombre, decía, aunque aún era casi un niño), muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, y él se había dado cuenta en seguida... Fue una maniobra de acoso y derribo muy calculada. Día a día, como una gota que forma una estalactita, las mismas consignas, la misma idea lija. Yo era muy joven, estaba solo y él era muy persuasivo.
Finalmente, tras varias semanas de intensa coacción, le dije a mi director que sí, que deseaba ingresar en La Firma. Y escribí una breve carta, que él me fue dictando, en la que solicitaba la admisión; luego la dejé sobre su mesa para que él la hiciera llegar a sus superiores. Ésa era la manera de ingresar en La Firma.
»Sinceramente, me chocó un poco que un par de días antes de escribir la carta me dijeran que tenía que hacerme un reconocimiento médico. ¿Qué tenía que ver mi estado de salud para pertenecer o no a La Firma?, pensé. ¿Acaso lo importante no era tener vocación? El chequeo lo hizo un médico de La Firma, por supuesto, al que acudí acompañado por mi director, que me insistió en que no dijera nada a mi madre de aquella visita. Había que ser discreto: «Tu madre no entendería nada, y ¿para qué le vas a dar motivos para preocuparse?... Es un puro trámite.»»La razón de ese «puro trámite» la descubrí más tarde. La Firma no desea cargar con alguien joven a quien, por aparentemente sano que esté, se le pudiera descubrir con el tiempo una enfermedad de cierta importancia, porque eso significaría tener que cuidar de él, arrastrar un incómodo lastre. La Firma no quiere enfermos prematuros sino jóvenes sanos a los que exprimir como un limón durante muchos años. La Firma busca siervos útiles, de los que pueda sacar provecho. Por eso te digo que cualquiera puede convertirse en una presa, cualquiera.
»Veréis, he reflexionado mucho sobre por qué acepté semejante locura, por qué me comprometí con una vida de castidad, por ejemplo, si yo ya sabía que quería tener mujer e hijos, y casi veinte años después, tras haberlo hablado largamente con varios terapeutas y con otros ex discípulos de La Firma, se me ocurren varias razones válidas para mí que quizá puedan ayudarte a entender, Gabriel, por qué Cordelia se fue a casa de Heidi.
—Nos encantaría escucharlas. —Helena parecía beber ansiosa las palabras de Virgilio.
—En primer lugar, me adherí a La Firma porque me daba miedo volver a entregar mi corazón a una persona que pudiera fallarme. Miedo al rechazo, al sufrimiento, a sentirme vulnerable. «No más servir a señor que se me pueda morir», había oído bastantes veces en las meditaciones. Cuando me entregué pensaba que nunca volvería a besar o a abrazar a una chica, pero así me garantizaba que tampoco me volverían a herir o a abandonar. En segundo lugar, escribí aquella carta por vanidad, porque me hicieron sentir especial, elegido para una labor reservada a muy pocos. En tercer, cuarto, quinto, sexto lugar... También lo hice porque necesitaba un refugio, porque era cobarde y a la vez idealista, porque quería tener un camino definido en la vida, porque no tenía un padre con el que hablar. Porque era joven e impresionable. Porque no tenía amigos, ni novia...
—Pero Cordelia no era tan joven, y sí tenía amigos.
—Pues entonces te servirá como razón la última, la definitiva: lo hice porque no tenía ni la más remota idea de a todo lo que me comprometía, porque en realidad no conocía a fondo ni La Firma ni sus métodos, porque me habían seducido y engañado.
—Sí, supongo que ella tampoco lo sabía. Cuando se refería a Heidi era como si hablara de una diosa, y su casa era para ella el paraíso. Desde luego, no creo que supiera nada de futuros suicidios rituales. Lo que no entiendo es cómo pudo dejarse llevar de esa manera al holocausto. Es decir, entiendo cómo la sedujeron para que ingresara en la casa, pero no entiendo por qué no se marchó de allí a tiempo.
—Creo que deberías escuchar mi historia, y poco a poco lo entenderás, porque una vez ingresas en un grupo de éstas características, entras en un proceso gradual de desintegración, te conviertes en la víctima de una reprogramación, de un auténtico lavado de cerebro. Ten en cuenta que te hacen creer que te lo pide un Ser Superior que, para mí, era Dios mismo, siendo yo un católico convencido. Desde el momento en que ingresas en La Firma, una vez estás en su terreno, no hay forma de salir porque la salida te la hacen ver como una traición a Dios, tal como hizo Judas vendiendo a Jesucristo. Así te lo inculcan machaconamente.
»Os lo tengo que ir contando poco a poco porque el proceso es lento y gradual, pero os diré una cosa: los métodos que utilizan las sectas se parecen todos entre sí. Algunos son más extremos y llegan a la violencia física o al abuso de menores, y otros son menos exagerados, pero en esencia se utilizan métodos similares que, a la vez, no son sino sincretismos de métodos utilizados durante siglos en órdenes religiosas o por las religiones orientales. Métodos que utilizan también los sistemas dictatoriales, a gran escala. Yo recuerdo que cuando conseguí salir de La Firma alguien me preguntó: «Pero si esa organización es tan peligrosa, ¿cómo consigue tantos adeptos?» Y yo respondí: «¿Cómo triunfó el nazismo? ¿O el estalinismo?» A la postre son todos sistemas para doblegar a una masa de individuos a la voluntad de un líder, y funcionan de manera parecida, a mayor o menor escala. Pero mejor será que os lo explique paso a paso...
»La carta que escribí era un puro trámite. Aunque yo no lo sabía, estaba admitido de antemano porque ellos fueron a por mí y no yo a por ellos. La Firma fue la que me eligió como objetivo y desplegaron sus métodos de captación hasta conseguirlo. Una vez con la carta en su poder, habían triunfado. El hecho de que yo creyera que lo había hecho libremente formaba parte de mi sumisión y adoctrinamiento. Me habían convertido en mi propio guardián para que tampoco yo me permitiera la huida si llegaban las dudas. «Estamos aquí porque nos da la gana», nos repetían a menudo. Te hacían creerte libre en la decisión de entrar y sentirte el peor de los traidores si pensabas en marcharte. Nadie mejor que tu conciencia deformada para impedirte toda escapatoria.
»Lo peor fue comunicarle a mi madre que dejaría de vivir en su casa. Ella se echó a llorar como una Magdalena, pero mi director ya me había dicho que debía ser fuerte. Me mostré inflexible como una ley. Me habían preparado para serlo. Así, por ejemplo, me habían dicho que si ella se ponía a llorar debía interpretarlo como una maniobra del diablo para poner a prueba mi vocación. Para demostrar que yo era fuerte, que era puro, debía estar por encima del amor a mi madre... ¡Cuántos ejemplos nos daban en las meditaciones de cómo Jesucristo había cumplido su misión por encima de sensiblerías! Nos explicaban el evangelio según las propias conveniencias de La Firma y no les importaba que tales explicaciones estuvieran muy lejos del magisterio de la Iglesia. «Lo que hay que hacer se hace, sin miramientos, ¿no ves cómo Jesucristo abandonó a su madre viuda, y eso que era hijo único?» Acepté la frialdad como un ejemplo a seguir del mismo Cristo cuando, si lees el evangelio sin estar abducido, Jesús no fue nunca frío.
—Sí, Cordelia también se comportó de un modo extrañamente frío cuando me comunicó que se iba. No parecía ella.
—Probablemente la habían entrenado para serlo, como a mi. A los discípulos se nos hacía creer que pertenecíamos a ima élite, que éramos escogidos para la tarea más difícil, para la vocación más exigente. Además, se suponía que sólo escogían como discípulos a los más inteligentes, a aquellos que podrían trabajar dentro y a favor de La Firma. Te hacían sentir diferente, especial. ¿No notaste algo parecido en Cordelia?
—Sí, ella también se sentía una elegida, especial. Creía que la habían escogido por su talento, por su espiritualidad elevada.
—Y por su dinero, que no te quepa duda. La Firma decide por ti, decide en muchos casos lo que vas a estudiar. A mí, mi director espiritual me inclinó a estudiar filosofía en su propia universidad. Me alojaría en un centro de La Firma, en una ciudad bastante lejana a la mía, y viviría allí. Este detalle es importante porque una vez te han captado una de las primeras preocupaciones de La Firma es la de apartarte de tu familia, muy especialmente si, como era el caso de la mía, ésta no es cercana a la organización.
—Sí, también a Cordelia la apartaron de mí.
—Y de ti, supongo —dijo Virgilio mirando a Gabriel.
—Conmigo hacía años que no se hablaba.
—Pues probablemente el hecho de no contar con sus familiares la hacía más vulnerable. Y también más atractiva para Heidi, porque sería una pieza más fácil, y porque sería fácil también el acceso a su dinero...
—Entonces, ¿fuiste al centro?
—Sí, claro. Dejé Madrid. Lo curioso es que, una vez superado el primer bache, mi madre aceptó la decisión porque en aquella época aquella universidad se consideraba una universidad de élite. Una matrícula en filosofía costaba trescientas mil pesetas. Es decir, a mi madre la cegó el esnobismo. También pagaba una cantidad astronómica en concepto de manutención y alojamiento en el centro.
»Mi vida allí debió de ser muy parecida a la que vivió tu hermana en casa de Heidi: rezos en comunidad, tiempos de silencio, obediencia ciega a los directores, la existencia escrupulosamente reglada, controlada y limitada. Lo que se vive en cualquier sitio así. En aquel centro en particular, de entre las quince personas que vivíamos, más de la mitad tenían enfermedades o dolencias psicológicas. Tomaban pastillas a las horas de las comidas empezando desde el desayuno. Se trataba de hombres tristes y reservados a los que oía llorar con frecuencia en la soledad de sus cuartos. Eso sí, cuando acudía al centro un joven que consideraban apto para ser reclutado como discípulo, y que había sido atraído hasta allí de forma parecida a como se me captó a mí, a través de un discípulo que se había hecho amigo suyo en el aula del colegio, se transformaban: todo eran sonrisas y buenas caras. Quizá el que aparecía nuevo no lo notara, pero los que convivíamos con ellos, veíamos su esfuerzo por disimular la amargura que llevaban por dentro. Creíamos que Dios les había enviado esa enfermedad para purificarse pero que, en el fondo, eran débiles y no estaban a la altura de La Firma.
»Nuestro centro se componía de dos casas, cada una con su puerta, cada una con distinta cerradura. En una «asa vivían los hombres y en la otra las mujeres. El director custodiaba una llave, y otra, diferente, la directora de las mujeres. Las puertas de comunicación debían estar siempre cerradas con dos llaves. Y, para abrirlas y cerrarlas, debían acudir siempre al menos dos personas.
»Todo se cerraba tan herméticamente en la parte de las mujeres que, si hubiera habido un incendio, no podrían haber salido por ningún sitio. Habrían muerto calcinadas y seguro que las habrían declarado mártires. Pero aún había más llaves, muchas cosas estaban bajo llave: el cuarto de maletas, la televisión (encerrada dentro de un armario), la entonces rudimentaria conexión a Internet, y las llaves del coche de aquellos privilegiados que, debido a su trabajo, tenían acceso a uno y que, por supuesto, siempre debían justificar adonde querían ir, para qué iban a usarlo.
»En el centro había dos plantas, el primer piso con el oratorio, cuarto de estar, salitas y despachos. A ese primer piso podían acudir agregados o invitados a las charlas, meditaciones o tertulias. En el segundo estaban las habitaciones de los discípulos. Ambos pisos estaban unidos por una escalera interior que hacía las veces de frontera. Nadie que no fuera discípulo podía acceder al segundo piso. Los discípulos colegiales (los que estábamos estudiando) dormíamos en dos habitaciones triples en un extremo de la segunda planta. «Las habitaciones nunca pueden ser dobles..., imagínate lo que podría pasar. O individuales o triples», me dijeron. Dice mucho de mi inocencia y de mi juventud el hecho de que no entendí lo que me estaban insinuando.
»Tengo que explicaros cuál era la función de las mujeres en el centro. Según nos decían, allí vivíamos como una familia numerosa y pobre. Sin embargo, teníamos criadas, discípulas auxiliares, pero jamás intercambiábamos palabra con ellas. Si necesitábamos que trajeran el agua, el pan o la sal, se lo pedíamos al director. El hacía sonar una campanilla y ellas acudían prontas y diligentes. No podíamos siquiera mirarlas a los ojos porque lo teníamos expresamente prohibido. Creo que en total había tres mujeres que limpiaban y cocinaban. Nos referíamos a ellas como a las chicas de la administración, en plural, porque a nivel individual era imposible, ya que no conocíamos siquiera sus nombres, pero cuando se caía un vaso o había cualquier tipo de incidente, se nos decía: «No limpiéis eso, que lo hagan las de la administración, que ¡para eso están!»»Aquellas discípulas que dedicaban su vida a lavar, planchar, fregar y cocinar, por supuesto, no tenían contrato alguno ni cotizaban a la Seguridad Social. Estaban allí por entrega a Dios, es decir, por entrega a La Firma. Habían sido captadas de igual manera que nosotros, por su estatus social, con argumentos similares pero adaptados a sus circunstancias: Dios les pedía una vocación de servicio doméstico, algo impensable en alguien que esté en su sano juicio. Nosotros no hacíamos absolutamente nada, ellas se encargaban de todo, porque La Firma considera que los discípulos varones no deben realizar ninguna tarea propia del hogar. Según ellos, la mujer ha nacido para servir porque son las culpables de que los hombres pequen. Eva es el ejemplo: la manzana, la tentación, el pecado, la caída. Esta separación entre varones y hembras también es propia de las sectas y los sistemas totalitarios. Se aplica prácticamente siempre. Porque si controlas el sexo, controlas la mente.