—... la paranoia.
—Por supuesto, te vuelves paranoico. Hiciera lo que hiciese, las correcciones fraternas, como las llamaban, me llegaban por todos lados y por auténticas nimiedades: «Has llegado tarde a la oración esta mañana», «En la misa cabeceabas y te ha faltado sobriedad en la comida», «Te has reído durante el tiempo de silencio», «Has cruzado las piernas en la tertulia»... Y siempre efectuadas con la misma sonrisa, ni dulce ni cruel. La sonrisa estirada, que se congelaba a medida que pasaban los segundos, la sonrisa del justiciero, de la superioridad sin benevolencia, de la cortesía despreciativa. Así conseguían hacerte sentir a la vez vigilado e inútil, poca cosa, como si nunca estuvieras a la altura de la excelsa tarea que se te exigía. Pero sobre todo pensabas que siempre había alguien al acecho, vigilando, que siempre te seguían aquellas retinas reticentes, clandestinas y fijas. Se trata de otra maniobra típica: divide y vencerás. ¿Sabéis que en tiempos del nazismo existía la policía judía? En la Polonia rural, por ejemplo, eran los propios judíos los que acompañaban a los miembros de la Gestapo a la hora de localizar a otros judíos, bajo la falsa promesa de que, a cambio, ellos y sus familias conservarían la vida.
—¿Eso es verdad?
—Tristemente, sí.
—Y evidentemente, esas promesas no se cumplían.
—No. Siempre habrá informadores y correctores, siempre se intentará que unos individuos se controlen a otros, para que todo el mundo se sienta vigilado y entonces sea muy complicado que se formen alianzas contra el poder establecido. En La Firma, sin ir más lejos, estabas constantemente supervisado y siempre había mil y un permisos que consultar en dirección: que si te comprabas un paraguas, que si te cortabas el pelo, que si hacías una corrección fraterna... Todo estaba prohibido, no podías ir en coche con una mujer, no podías ser padrino de boda o bautizo, no podías celebrar el cumpleaños de familiares, no podías pedir apuntes a compañeras de facultad, no podías hacer llamadas telefónicas de larga duración, no podías excusar tu asistencia a una charla aunque estuvieras enfermo si no tenías el visto bueno de tu director, no podías quedarte en la cama si la fiebre no era muy alta, no podías dejar restos de comida que te habías servido en el plato, no podías tener amistades particulares, no podías ser tan gracioso, no podías ser tan serio, no podías dormir sin pijama, no podías ir sin calcetines, no podías usar pantalón corto, no podías ir a misa sin chaqueta y corbata y sin afeitar, no podías echar una cabezadita por la tarde, no podías no tener sueño una noche, no podías leer ese libro, no podías elegir temas de la oración, no podías, no podías, no podías, no podías... Tenéis que entenderlo: acababas dudando de ti mismo, inexorablemente, porque la imposición de culpas de todo tipo y género, incluso en personas adultas, es un formidable mecanismo de dependencia psicológica, afectiva y espiritual. Es como si un niño sádico te estuviera manejando por control remoto con el único interés de acabar desgastándote. Y un día estás tan fuera de ti que haces cualquier cosa, cualquier cosa que te pidan. Ponerte un cilicio, por ejemplo.
—¿Un cilicio?
—Sí, un cilicio.
—¿Existen de verdad? Yo pensaba que se trataba de leyendas urbanas, de cuentos que la gente contaba para dar mala imagen de los ultracatólicos...
—Pues sí, un día, como a los tres meses de estar en la casa, mi director me sale con «¿Estás siendo generoso con la mortificación corporal?». Le dije que no entendía lo que me decía. Me pasó un cilicio y me enseñó a usarlo. Lo probé aquella misma tarde y a los veinte minutos me lo quité pensando que volverían a pasar meses hasta que volviera a salir el tema en la charla, pero no. Esa misma semana me preguntó. A eso siguió una conversación con argumentos por las dos partes. El mío era: «¿Qué sentido tiene esto?» La mortificación corporal, el daño físico, «nos evitan horas del purgatorio», decían. El argumento del director, si seguías preguntando, si no estabas de acuerdo con el razonamiento, era que no había que buscarle el sentido, que si yo había entregado mi vida a Dios y a La Firma, no debía cuestionar decisiones. A partir de ahí, dos horas diarias de autotortura.
—Pero ¿por qué obedecías?
—Te lo he explicado, porque estaba alienado, agotado, confuso, paranoico. Y ahora le veo perfectamente la utilidad al cilicio: se trata de otro mecanismo de control, de asegurarse la sumisión, de humillarte de tal manera como para que pierdas toda la autoestima, porque si no te valoras a ti mismo te parecerá normal que otros hagan contigo lo que a ellos les parezca.
»Al año y pico de estar en La Firma, el director me propuso otra mortificación corporal, la disciplina, un látigo de cuerda que termina en varias puntas. Se usa sólo los sábados. Entras al cuarto de baño, te bajas la ropa interior y, de rodillas, te azotas las nalgas durante el tiempo que tarda en rezarse una salve...
—Estoy a punto de vomitar, es realmente asqueroso.
—Lo sé, a mí me avergüenza todavía contarlo y, creedme, no se lo cuento a casi nadie. Pero, con todo, la mortificación no era lo más humillante de ese tipo de vida.
»Había humillaciones que no eran físicas y que te laceraban igualmente. Por ejemplo, yo, que había sido siempre un inmenso lector, sufría al no poder escoger mis lecturas. Los libros se guardaban bajo llave y el director decidía cuáles podías leer. Existía el Índice de Libros Prohibidos, algo que en la Iglesia fue tradición pero que abolió Pablo VI. La Firma no quiso seguir las indicaciones del pontífice, al que consideraban culpable de muchos males de la Iglesia debido a lo que ellos consideran las liberalidades del Concilio Vaticano II, y mantuvo el índice a nivel interno, e incluso lo aumentó bajo su propio criterio. No te digo más que tal era la paranoia de las lecturas prohibidas que, para leer Mafalda, había que consultar al director espiritual. ¿Por qué ese control? Porque la información es el combustible que usan nuestras mentes para trabajar adecuadamente. Si una persona no cuenta con la información que se requiere para hacer juicios correctos, será incapaz de hacerlos. Por eso, en el centro teníamos que pedir permiso para leer cualquier libro, artículo, periódico o revista. Uno de mis compañeros de la residencia, uno de los pocos que estudiaban medicina, no podía leer la mayoría de los libros de su programa de estudios. Decía que rezaba al Espíritu Santo para que le trasmitiese el conocimiento. El pobre, en tercer curso, empezó a desarrollar hábitos nerviosos, tenía tics, guiñaba los ojos y la boca. Y nosotros fingíamos que no veíamos nada. Tampoco podíamos ni siquiera ver televisión solos, sin otro discípulo al lado, pero la verdad, casi nunca lo hacíamos, porque apenas disponíamos de tiempo.
»Cualquier secta o sistema totalitario impide a los suyos informarse, leer y escribir sobre determinados temas, especialmente los que dan una versión distinta de la que ellos presentan como verdadera. Un hombre es esclavo —y a la vez ignorante de su esclavitud— cuando sólo puede ver los puntos de vista que le impone un tercero. Por eso, en el sur de Estados Unidos se prohibía por ley que los esclavos leyeran. Y, por la misma razón, en muchas culturas a las mujeres se les ha prohibido escribir y aún en gran parte del mundo sus familias no quieren que vayan a la escuela, porque las educan para ser criadas y esclavas de sus maridos. En el régimen nazi, en el franquista, en el estalinista, en la China de Mao..., en cualquier dictadura los periódicos y los libros se someten a una estricta censura y se queman o se destruyen los considerados perniciosos. Un libro prohibido te puede costar la libertad, precisamente porque te la ofrece, porque te abre una ventana al mundo. Y, por eso, en aquella casa, el director decidía lo que podías o no leer. Te permitían leer los evangelios, los libros publicados por La Firma y las recensiones de los necesarios para tus estudios, es decir, el comentario o crítica que otro de La Firma, que, con licencia para ello, había leído y enjuiciado, pero incluso si insistías en leer esos libros porque lo exigía tu profesor para aprobar la asignatura, habías de pedir permiso con antelación y la mayoría de las veces la respuesta era un no tajante. No leíamos periódicos o, si había alguno, que solía ser el
ABC
, ya se habían recortado las noticias o anuncios publicitarios que el director consideraba pecaminosos o perjudiciales. Y, evidentemente, no podíamos tener radio ni equipo de música en la habitación.
»Nosotros no podíamos leer lo que leían los demás... Y viceversa. Ninguna publicación de La Firma, exclusiva para los que ya eran discípulos, debía ser leída por ojos ajenos. Por la noche se contaban lo que llamábamos escritos internos para ser depositados luego bajo llave. Y, si faltaba alguno, todos arriba, fuera de la cama, a hacer memoria, a buscar el escrito desaparecido. ¡Nadie podía volver a acostarse hasta que apareciera! Podía leer en los ojos del director el pánico de que algún papel hubiera caído en las manos indebidas, que eran las de quienes no pertenecían a La Firma.
—¿Por qué? ¿Nadie podía leer los papeles de la organización?
—No, ni las constituciones, ni los reglamentos ni las cartas del padre fundador ni nada por el estilo. Incluso muchos discípulos tampoco tenían acceso a ellos, desconocían de su existencia, y esos documentos especiales se guardaban bajo llave en la habitación del director. La Firma controla la información en ambos sentidos. Y, tal y como controlan la información, controlan el pensamiento.
—Eso es imposible. El pensamiento es el último reducto. Nadie puede entrar en tu cabeza, nadie puede pensar por ti.
—Sí, querida mía, sí se puede. Lo consiguen. Acabas como preso de un hechizo, como un ciego que ya no busca la luz que le robaron y se limita a tantear paredes en silencio. Sencillamente, sólo podías pensar en cosas de La Firma. Meditación, misa, recitación del rosario, oraciones en latín, lectura espiritual, examen de conciencia al final del día, confesión, confidencia fraternal con un director, el círculo o charla sobre una virtud... También había un día de retiro mensual y un curso anual, fuera de nuestro centro y de la ciudad. Nunca había tiempo libre, nunca. Y, cuando íbamos en el autobús o caminábamos en grupo, se nos animaba a rezar todos juntos el rosario u otras oraciones para que tuviéramos la mente entretenida. La cuestión es que no nos quedara tiempo para pensar ni, mucho menos, para conversar entre nosotros. Esto último estaba severamente prohibido, sólo podías hablar desahogadamente con quien estaba establecido por la dirección, con quien normalmente tenías poca o nula afinidad. Entre aquella gente mezquina y triste, no podías decir jamás yo sino nosotros.
»Nos suministraban el impreso de una hoja de normas con treinta y una columnas verticales (una para cada día del mes), cada columna dividida con sus correspondientes líneas horizontales, para ir anotando si habíamos cumplido o no cada una de las normas, los rezos o mortificaciones que debe vivir un discípulo. Por eso, en cuanto te saltabas un solo rezo y veías esa columna vacía te sentías tú mismo vacío, como el cauce de un río seco, y amargamente culpable: sentías que habías fallado a La Firma, como si hubieras cometido un pecado grave. Ahora lo pienso y veo las tonterías que hacía, pero entonces, creedme, estaba completamente entregado a la causa, hipnotizado, uncido al yugo de sus obligaciones.
»Aparte del impreso de normas que se debía rellenar, había un encargado de escribir un diario. Era un diario del centro que redactaba el discípulo al que se le designaba tal encargo pero, como la gente se iba o cambiaban de casa, no era difícil que te tocara escribirlo durante una temporada. Cuando me dieron ese encargo, muy pronto aprendí a escribir lo que mi director quería leer, y aprendí a callar parte importante de la verdad: el lado oscuro pero real... Jamás hablé de mis dudas secretas, de mis angustias ni de las que veía en los que me rodeaban, del miedo de haberme convertido en poco más que un cuerpo vacío, en una mera concha de caracol... No, sólo de la felicidad de estar en La Firma y de mi encendida entrega y de la de los demás a la causa. De una alegría enferma y envenenada, que nada tiene que ver con la alegría pura de los niños.
»Mentí a sabiendas, pero a sabiendas de que no engañaba a nadie. Ni al director, ni a mí mismo. Eso no importaba. Lo único importante es que quedaran los papeles bien guardados en los archivos, diciendo lo que tenían que decir. Ese diario lo leía el director, por supuesto, pero también lo leían y lo supervisaban otros, los de arriba. Y cuando acababa el cuaderno, no podía quedármelo. Lo archivaban y me daban otro en blanco.
—Rayco nos contó que Heidi también obligaba a sus acólitos a llevar un diario.
—No me extraña nada. Se trata de una práctica habitual en cualquier secta.
—Pero uno de sus discípulos escribió dos diarios, uno para Heidi y otro real. El real lo escondía debajo del colchón, la policía lo encontró y los ayudó mucho a reconstruir los últimos chas en casa de Heidi.
—Sí, alguna vez llegué a pensar en escribir otro cuaderno, pero en aquel centro había demasiado control, y ningún lugar para esconderlo. Además, no sólo el cuaderno servía de instrumento de control. Estaba la confesión, sin ir más lejos. Un día el director del centro me llamó a su despacho para reprenderme porque yo, en mi tiempo libre del domingo, había ido a una feria del libro y había estado hojeando libros prohibidos por La Firma,
El capital
de Marx entre ellos. Me dijo que se trataba de un acto gravísimo. Me quedé atónito, porque eso yo sólo se lo había contado al sacerdote que me confesaba. Estupefacto, en la siguiente confesión le planteé esta cuestión al cura. Y, sí, me admitió tranquilamente que se lo había contado al director. «¿Ha violado el secreto de confesión?», pregunté escandalizado. «No, en realidad, no», respondió él. Y me explicó por qué. Veréis, siempre había que confesarse con el sacerdote de La Firma asignado bajo amenaza de expulsión. No te permitían la confesión con ningún otro. Pero la confesión propiamente dicha era muy breve, en seguida recibías la absolución. Ya continuación el sacerdote empezaba a hacerte preguntas. Para La Firma, esas preguntas y respuestas ya no forman parte del secreto confesional. Pero hasta entonces, yo daba por hecho que sí, porque nadie me había explicado la diferencia. Es decir, que todo lo que había revelado durante los tres años que llevaba en aquel centro, creyendo que me amparaba el secreto de confesión, todas mis inquietudes más íntimas y profundas, se divulgaban. Desde entonces, aprendí a mentir, no me quedó más remedio. No en la confesión, sino en la charla posterior. No hablaba de mis dudas, ni de lo mucho que echaba de menos a mi madre, ni de las mentiras que contaba en los diarios. Sólo decía lo que querían escuchar: que me arrepentía de no haberme mortificado absteniéndome de tomar postre o de no haber sido más amable con un compañero, cosas así. Tonterías, en realidad. Mentiras que zumbaban en el vacío como los moscardones ante un vidrio. Como si tuviera seis años. Fue una hazaña heroica la de no ser sincero, porque mentía con la conciencia de que esos engaños salvaban mi integridad. La mentira, en realidad, fue un túnel, por donde permití cruzar a la verdad.