La última carpeta llevaba por nombre «Fuerteventura». Allí no aparecía Helena. En las fotos la sustituía una mujer rubia y madura de pómulos altos y ojos almendrados, una belleza nórdica y fría a la que Cordelia había fotografiado en todos los ángulos y planos posibles, con la obsesiva dedicación de quien retrata un rostro muy querido o admirado. Otra vez playas blancas, y el mar. Y una villa, fotografiada desde diversos ángulos, que tenía la apariencia de un castillo amurallado con su torre. Gabriel verificó que el ordenador no tenía conexión a Internet. Lógico, sería difícil establecerla en un sitio tan aislado. Sacó del bolsillo su iPhone y entró en Google. Tecleó «Heidi Meyer» y buscó imágenes. En las noticias que se habían dado en los periódicos españoles, británicos y alemanes, se repetía siempre la misma fotografía. Borrosa, en blanco y negro, tomada probablemente en su juventud. Como la mayoría de la gente que tiene algo que esconder, Heidi Meyer no se dejaba sacar fotos alegremente. Gabriel comparó la imagen con la de las fotos del ordenador. Resultaba difícil estar seguro, pero habría jurado que la mujer que aparecía en las fotografías de la carpeta era ella.
Esperó, sentado en el porche, a que Helena regresara. El timbre del iPhone sonó una o dos veces. En la pantalla parpadeaba el nombre de Patricia. Gabriel no respondió. No sabía bien por qué, por qué no quería hablar con ella, por qué quería que Helena fuera la primera en conocer su descubrimiento. Porque Patricia no había conocido a Cordelia, era evidente. Y... ¿por algo más? Apartó la pregunta de su pensamiento como una mosca molesta que le zumbara por delante de la cara. En ese preciso momento, el coche de Helena apareció por la carretera. La chica aparcó frente a la verja de la casa y descendió del vehículo. Sonrió a Gabriel. Él se acercó a ella, abrió la puerta y recogió las bolsas que ella traía en la mano, a pesar de que Helena insistía en que podía cargarlas sola. «Llévalas a la cocina», dijo ella. Gabriel dejó las bolsas en la mesa. Helena extrajo su contenido: plátanos, patatas, tomates, una lechuga, una barra de pan. Sin que ella se lo pidiera, él empezó a guardar frutas y verduras en la nevera. Aquella escena le recordaba mucho a tantas vividas con Patricia. Pero en las bolsas que Patricia traía siempre había agua Evian.
—Helena... —le dijo—, ¿Cordelia te habló alguna vez de Fuerteventura?
—No, nunca, ¿por qué?
—Pero sí que se iba a veces, ¿no? Viajes de una semana, de diez días.
—Sí, claro, sus retiros espirituales. Una semana, diez días, como tú dices... ¿Cómo lo sabes?
—He estado registrando su habitación. Me daba un poco de vergüenza contártelo —confesó—. Ya sabes, registrar la intimidad de otro, invadir su privacidad..., no es algo de lo que estar orgulloso.
—¿Buscabas alguna pista, algún indicio de dónde podía estar Cordelia?
—No, no buscaba una pista sobre dónde puede estar ahora. Más bien buscaba pistas sobre dónde estuvo los últimos diez años, qué hizo sin mí, qué fue de mi hermana. Probablemente registré con mucho más método que tú precisamente porque no iba buscando nada, y también porque lo hice con tiempo y sin nervios. El caso es que encontré unas fotos... de Heidi, creo. Estoy casi seguro.
—¿Dónde?
—En un cedé. Estaba con los cedés de música. No creo ni siquiera que estuviera escondido, creo simplemente que era fácil no reparar en él. En las fotos aparecen Cordelia y Heidi. Sobre todo Heidi. Y una casa. Por lo que he visto en las imágenes que aparecieron en la televisión y en los periódicos, no es de la casa Meyer, no es la casa en la que vivía el grupo. Esta casa tiene una torre, y se trata de una construcción más antigua. Creo que está en Fuerteventura.
—¿Por qué?
—Era el nombre de la carpeta: Fuerteventura. Además, encontré unos billetes de ferry. Las fechas de ida y vuelta coinciden con la fechas de las fotos... Ya sabes, la fecha sale en el nombre del archivo, y en los detalles del mismo.
—Cordelia nunca mencionó Fuerteventura, nunca. Pero sí es cierto que alguna vez dijo que Heidi la había llevado a su retiro, a otra casa, un lugar privado pensado para su exclusivo uso y disfrute. Cordelia estaba muy orgullosa de semejante privilegio pero nunca me dijo dónde se encontraba la casa.
—Probablemente porque Heidi no querría revelarlo. Imagina, si estás metida en asuntos turbios, si piensas que en cualquier momento te puede tocar desaparecer, si tienes una casa a la que retirarte, prefieres que la gente no sepa que existe, o dónde está. Además, todo el mundo está dando por hecho que Heidi ha salido del país, a nadie se le iba a ocurrir que sigue en el archipiélago, no buscarían allí.
—Sí, además, un ferry no tiene los mismos controles de seguridad que un aeropuerto. Te piden un documento de identidad, claro, pero no lo contrastan en el ordenador, no hay policía, nadie sabe si pesa una orden de busca o captura contra ti, nadie detectaría si el pasaporte es falso...
—Exacto. Es lo mismo que pensé yo. —Gabriel estaba encantado con la agilidad mental de 1a chica y con el hecho de que hubieran llegado a la misma conclusión, como si sus cerebros estuvieran conectados por un hilo invisible una corriente eléctrica—. Pero hay otro detalle que me llamó la atención.
—¿Cuál?
—Ayer Rayco dijo que el coche que encontraron en el aeropuerto de Tenerife era un Porsche Cayenne, pero tú me habías dicho que Heidi tenía un Land Rover.
—El Cayenne viene a ser como el Land Rover, ¿no? Un todoterreno. Quizá Cordelia confundía uno con otro.
—No. El Cayenne no es duro como el Land Rover, no es exactamente un todoterreno, no es un vehículo que pueda avanzar a diario por una carretera sin asfaltar. Estoy segura de que Cordelia te dijo la verdad. Heidi tenía un Land Rover para moverse por la finca. Yel Cayenne, que es un coche carísimo, quizá lo tenía para ir a la ciudad. Puede que el Cayenne estuviera a nombre de Heidi y el Land Rover a nombre de Ulrike. O de una tercera persona, que me parece lo más lógico, pues supongo que la policía debería saber si había otro vehículo matriculado a nombre de Ulrike. Yo imagino que clos mujeres van al aeropuerto, cada una en su vehículo, dejan el Cayenne en el aparcamiento y luego se marchan en el Land Rover. Así, la policía cree que han cogido un avión. Después, cogen el ferry. Todavía no hay orden de busca y captura, nadie va a extrañarse...
—Creo que para ir a Fuerteventura hay que coger dos ferrys, uno a Las Palmas y luego a Fuerteventura. Se tardaría bastante. Aun así, es una idea muy lógica.
—Dime..., ¿Fuerteventura es grande? ¿Turística? ¿Tan poblada como Tenerife?
—No tan turística. Básicamente recibe dos tipos de visitantes: el de los ingleses y alemanes que van a los
resorts
«todo incluido» frente a la playa y que, en muchos casos, no salen de allí en una semana entera, y el de los italianos, en su mayoría, más..., no sé cómo decírtelo sin sonar clasista, bueno..., más bien surfistas, montañeros, un tipo de turismo ecológico, otro estilo...
—Te enseñaré las fotos luego, pero me da la impresión de que la casa es muy antigua, y muy grande. Si es tan antigua como imagino, debe de ser un edificio conocido, no será tan difícil ubicarlo. Seguro que alguien lo reconoce... Guías turísticos, topógrafos, arquitectos, historiadores... Alguien debe de haber que conozca los antiguos edificios de la isla. No sé... Quizá deberíamos hablar con Rayco.
—No.
—¿Por qué?
—Porque si Cordelia estuviera allí con Heidi, estaremos poniéndola en peligro.
—Y ¿qué te hace pensar que lo esté?
—Por las fotos. Si Heidi llevó a Cordelia a su refugio secreto, si le enseñó su Shangrila particular, el lugar al que pensaba retirarse, sería porque pensaba escapar allí con ella. No sabemos si la mujer que acompañaba a Heidi era Ulrike, podría ser Cordelia. Y, si está allí, no quiero poner a la policía sobre su pista.
—Eso quiere decir que entonces Cordelia sería cómplice de Heidi, ¿no te das cuenta?
—Puede que le haya hecho un lavado de cerebro, o que la haya llevado allí contra su voluntad, o amenazada...
—Todo eso son suposiciones.
—Además, a partir de unas fotos y unos billetes de ferry, no puedes dar por hecho que Heidi está allí.
—Pero es lo único que tenemos. Y ¿qué pinto yo aquí, si no? No puedo quedarme el día entero mano sobre mano, viendo el tiempo pasar.
—Puedes volver a Londres. Es más, debes volver a Londres. Tienes un trabajo, ¿no?
—No te preocupes por mi trabajo. Puedo negociarlo. Me deben vacaciones. Además, soy socio de la empresa. Y tú, ¿puedes dejar el tuyo, tu trabajo?
—No lo sé... Supongo que sí, unos días.
—¿Puedes buscar a alguien que te sustituya?
—Podría intentarlo. No creo que sea difícil, no estamos en temporada turística.
Desde el avión, Fuerteventura nada tenía que ver con la isla que habían dejado. Aquélla era verde y poblada, sembrada de casitas y plantaciones, y a la que se estaban acercando era ocre y desierta, como un panorama lunar o soñado. Una tierra reseca y de paisaje cuarteado, enhebrada por barrancos desangrados y marchitos y por montañas erosionadas por los años que, desde el cielo, hacían ondas en el paisaje. No se veían casas, sólo aquella llanura rojiza, desértica.
El color del mar que rodeaba aquella tierra nada tenía que ver con el de su infancia, que era de una tonalidad mineral, entre gris, verdoso y negro. El mar que estaban sobrevolando era de un azul limpio y claro, turquesa cuando se acercaba a las orillas, y a Gabriel le recordaba a los ojos de Cordelia. Pero era un mar sin viento, sin olas, desorientado, sin espuma en los labios, sin cólera, plano y conforme, y los ojos de Cordelia siempre fueron vivaces e inquisitivos, o al menos así los recordaba él. Un sentimiento intenso y punzante como una quemadura le decía que Cordelia estaba viva y no devorada por sus peces. El sol que caía a plomo le arrancaba al agua destellos verdes, amarillos y turquesas, como un caleidoscopio.
Durante el trayecto hasta Fuerteventura, Helena apenas le dirigió la palabra, aunque Gabriel no se sintió ofendido por su silencio. Más bien al contrario, le parecía una prueba de confianza y le tranquilizaba el hecho de que la chica no se viese obligada a rellenar el vacío con una conversación formal e intranscendente, de circunstancias.
Apenas llevaban equipaje. Una mochila cada uno cargada con lo imprescindible, camisetas, trajes de baño, ropa interior. Le maravilló el hecho de que Helena pudiera hacer una bolsa en tan poco tiempo y ocupando tan poco espacio. Cuando había viajado con Patricia ella acarreaba siempre dos bultos, una maleta y un neceser en el que llevaba todas sus cremas y su maquillaje, amén de las tenacillas de rizar, los útiles de alquimia que la transformaban cada mañana en la mujer que quería ser y que no era. El mismo ejército en formación que había en su casa desplazado a otro campo de batalla. Helena no se maquillaba nunca, de eso ya se había dado cuenta, y probablemente tampoco usaba cremas. Ada tampoco se maquillaba, y Cordelia, en lo que él recordaba, se dibujaba a veces una línea negra para resaltar sus ojos azules y poco más. Gabriel no podía evitar darle vueltas a aquella frase de Proust y al hecho de que estaba a punto de casarse con una mujer que en realidad no tenía nada que ver con lo que a él le gustaba. La misma mujer a la que esa misma mañana había enviado un larguísimo mail —trabajosamente redactado en el iPhone— informándole de la entrevista con la policía y explayándose en la tristeza que sentía al imaginar la posibilidad de no volver a ver nunca a la hermana de la que se había distanciado pero con respecto a quien siempre había imaginado una reconciliación futura, una charla fraternal frente a una chimenea, junto a una Cordelia envejecida y ya cansada de aventuras. En el mail había exagerado las condiciones de la isla. Aseguraba que en Punta Teno había escasa o ninguna cobertura, mintiendo descaradamente respecto al hecho de que había apagado el iPhone con la intención de encenderlo dos veces al día, por la mañana y por la noche, para comprobar si había un mensaje urgente desde la oficina, no para leer la respuesta de su prometida, que le saturaba entretanto el buzón de mensajes. Encerrado en la celda de sus dudas, era perfectamente consciente de que huía de Patricia, y de que el atractivo de Helena había removido su conciencia, sacando a la superficie dudas tanto tiempo sepultadas en los lodos de su fondo más profundo. Inglaterra le despertaba una punzada de dolor culpable, un tirón en la conciencia, pero la nueva vida le estaba engullendo en toda su variedad. Y, sin embargo, no podía quejarse de los dos años pasados junto a Patricia. Era una vida fácil. Después de tanto tiempo juntos, ambos tenían bien claras las instrucciones, las advertencias menores, las pistas para hacer más fácil la cotidianeidad, lo que le gustaba o le disgustaba al otro, sus preferencias y sus tabúes. No mires por encima de mi hombro cuando estoy leyendo, no uses mi champú, tengo que tararear mientras cocino, me gusta bañarme solo. Vida tranquila, buen sexo, un sentimiento de seguridad parecido al que se experimenta cuando se abre la nevera y uno la encuentra llena, con los alimentos pulcramente ordenados en las baldas. Pero aquel viento cálido que en Punta Teno alborotaba el pelo de Helena parecía haberse llevado muy lejos el recuerdo de Patricia y de su afecto envolvente y empalagoso.
Gabriel se sentía escindido en dos. Un Gabriel que sabía que lo sensato era volver a Londres y casarse, y otro que ansiaba desesperadamente una historia de pasión, sin compromisos ni chantajes, sin obligaciones ni contratos. Gabriel se sentía escindido entre lo que Patricia
era
y lo que Helena
representaba
. Amaba a Patricia, la conocía bien, la entendía, congeniaba con ella, compartía con ella referentes comunes, gustos literarios y musicales e incluso un mismo sentido del humor un tanto negro y cínico. Patricia era una opción real, con sus limitaciones pero real, mientras que Helena era más bien una pantalla en la que Gabriel había proyectado su propia fantasía. No la conocía, no se conoce a nadie en tres días, y necesariamente debía de haberla idealizado. Por Patricia sentía algo muy profundo y muy real: amistad, complicidad, una relación sexual basada en un conocimiento mutuo de sus limitaciones, e incluso una aceptación de sus defectos.
Pero la atracción que tiraba de él hacia Helena en torbellino no tenía razón concreta ni motivo racional. No podría haber enumerado las razones por las que Helena le volvía tan loco, mientras que podría haber hecho en tres minutos una lista con las cincuenta razones por las que creía que debía casarse con Patricia. Quizá precisamente, por irracional, fuera una fuerza tan fuerte, porque remitía directamente a lo oscuro y enterrado, a carencias infantiles y miedos inconfesables.