El contenido del silencio (12 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

BOOK: El contenido del silencio
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Apareció la señora y trajo varios álbumes. «¿Sabes?», le dijo a Cordelia, «yo he vivido toda la vida en Candelaria, conocí a tu madre desde chica, y la verdad es que sois idénticas, lo vas a ver en las fotos». Nos dijo que traía también fotos de sus hijos, el mayor estaba estudiando en Madrid, y el pequeño en ese momento..., bueno, no sabía dónde estaba el pequeño: «Estará con los amigos, como siempre.» La señora dijo que si Cordelia estaba interesada en conocer a su primo podían llamarle por el móvil. Tu hermana no respondió, estaba ensimismada contemplando fotos antiguas. Yo me senté a su lado y también miré fotografías. En uno de los álbumes, Aneyma aparecía de cuando en cuando, siempre en fiestas familiares, en Navidades o en vacaciones. No había una sola foto en la que saliera sola. Era verdad que su hija era su viva imagen. En una de las imágenes se habría dicho la misma persona, como si hubieran vestido a Cordelia de época para una película. Aneyma parecía una chica muy tranquila, iba vestida de un modo muy sencillo, con faldas y chaquetas, y el cabello siempre recogido, con diademas o coletas. Tenía un aspecto tan virginal, tan de buena chica, siempre sonriendo dulcemente, que no podías ni imaginar que una muchacha así hubiera decidido, de la noche a la mañana, dejar a su familia y marcharse a vivir a Inglaterra ella sola, sobre todo si te paras a pensar que por entonces no tanta gente se marchaba, y mucho menos de un pueblo pequeño de Canarias, que entonces las mujeres estaban mucho más sometidas que ahora, ya sabes, el régimen franquista y tal... En fin, que yo estaba muy intrigada con la historia, no entendía qué había podido pasar para que, de la noche a la mañana, la chica hubiera puesto tierra de por medio de una forma tan drástica y no hubiese querido siquiera volver a ver a la familia ni contactarles jamás. Pero viendo el aspecto y la actitud de aquel señor y la pose servil y sumisa de su mujer, pues me imaginé todo tipo de historias, la verdad, como que Aneyma había sido una niña maltratada, porque tu tío, ya te digo, parecía tan raro, tan hosco, tan malencarado... Yen todas las fotos se veía a tu madre sonreír, pero con una sonrisa de circunstancias, triste, y siempre..., no sé, como distante, como si no participara mucho.

—Y Cordelia, ¿cómo estaba?

—Muy callada. Sólo miraba y remiraba el álbum, estaba muy pálida.

—Sí, puedo imaginarlo. Casi..., no sé, casi la veo. —Suspiró y enterró la cabeza entre las manos, como si estuviera muy hundido.

—Bueno, pues eso, el ambiente estaba muy tenso. Cordelia estaba como ida, y claramente a punto de llorar. Tenía los ojos húmedos. Yo pensé que era mejor sacarla de aquella casa, de aquel ambiente tan oprimente, así que tomé las riendas de la situación y le dije a aquel señor que teníamos que regresar al Puerto (entonces aún vivíamos allí) y que les contactaríamos en otro momento para una posible visita futura. Ayudé a Cordelia a levantarse porque me daba la impresión de que no lo iba a hacer sin mi ayuda y salimos de allí.

—Y ¿no volvisteis a contactar con ellos? Con mis tíos, quiero decir, con el resto de la familia.

—No... Pero, verás, ahí no acaba la historia. Cuando salimos de la casa, Cordelia iba apoyada en mí como si en lugar de una chica joven se tratara de una anciana. Yo supuse que se había llevado una impresión muy fuerte, que no entendía por qué su madre nunca le había dicho que tenía hermanos y, sobre todo, me daba cuenta de que no le había gustado nada, pero nada, su nueva familia. Habíamos dejado el coche en un aparcamiento cercano a la playa y nos quedaba un trecho por andar. Y entonces tuve la sensación de que alguien nos seguía. Fue una intuición, no una certeza. Es decir, notaba una mirada clavada en mí, como una quemadura en la nuca. Una sensación física pero inexplicable, no sé si alguna vez te ha pasado...

—Sí, sí me ha pasado —respondió Gabriel con una expresión repentinamente ensoñada y grave, recordando cómo una vez, cuando aún no había iniciado su romance con Ada, mientras se dirigía hacia su casa, le asaltó el presentimiento de que alguien le seguía y al darse la vuelta la encontró allí, Ada, digna y mayestática, con los ojos enormes clavados en él, y el perrito a su lado.

—Al final no pude más y me volví. Y allí había una señora mirándonos, a las dos. Una señora madura pero muy guapa, muy... estatuaria, muy sobria. Irradiaba un aura de dominio, de serenidad. Me detuve, sorprendida. En ese momento Cordelia se dio la vuelta también y, cuando la mujer la vio, se quedó pálida de pronto y boquiabierta. Literalmente boquiabierta, te lo juro, con la boca formando una «o» bien redonda y sostenida.

—No me digas más. Había confundido a Cordelia con mi madre.

—Algo así. Ya sabía que Cordelia era la hija de tu madre, pero supongo que la señora no esperaba que el parecido fuera tan asombroso. En aquel momento a la señora empezaron a rodarle por la cara unos lagrimones gordos como pedruscos, y extendió sus brazos hacia Cordelia, que se había quedado petrificada, tal que si quisiera tocar el manto de la Virgen o algo así. Yo le pregunté qué sucedía y por fin la mujer pareció reponerse. Nos explicó que alguien la había llamado contándole que la hija de Aneyma estaba en el pueblo y que había ido a visitar a su tío, pero que como ella no se llevaba bien con Yeray...

—¿Yeray?

—Tu tío. Se llamaba, se llama, Yeray. Pues eso, que como no se llevaba bien con Yeray había estado observando desde la ventana, porque ella vivía en la casa de enfrente, a ver si nos veía salir, y nos había seguido. A mí, cuando me dijo aquello de que no se llevaba bien con tu tío, la señora me despertó una simpatía inmediata, y creo que a Cordelia también. Nos preguntó si teníamos prisa y nos invitó a tomar un café.

—¿A su casa? ¿Volver otra vez frente a la casa del malvado tío... Jeremy?

—Yeray, tu tío se llama Yeray. No, fuimos a un bar del puerto, y tuvimos una conversación muy larga.

—Y supongo que entonces os explicó la razón de la extraña desaparición de mi madre...

—Más o menos. Aquella señora se llamaba Yaiza y había sido la íntima amiga de tu madre, por no decir la única amiga. Nos contó la historia que tu tío Yeray no nos había contado, aunque dejaba algunos puntos sin aclarar. Puntos que a tu hermana le obsesionaron mucho tiempo... Mira, no sé si tengo razón en esto o no, pero creo que a tu hermana le entró esa adoración por Heidi porque estaba buscando..., no sé cómo decirlo..., una madre sustituía. ¿Te parece que digo tonterías?

—No, en absoluto. De verdad. Me parece una conclusión lógica, casi obvia. Pero ¿por qué no me cuentas lo que os contó aquella señora? Supongo que te explicaría por qué mi madre se marchó y por qué se inventó que no tenía familia.

—Bueno, más o menos... No lo aclaró todo, pero sí que nos contó una parte de la historia de tu madre que probablemente no conocías. Es una historia larga.

—Tenemos tiempo.

—Vale... Pues si quieres, te la cuento. Empecemos por la madre de tu madre, por tu abuela. Era una chica de muy buena familia, su padre era terrateniente. Era el dueño de hectáreas y hectáreas de plataneras por media isla. Vivían en Santa Cruz, la capital, pero poseían una casa en Candelaria y también tierras allí. Tu abuelo, por lo que parece, era un hombre muy guapo pero, sobre todo, tenía mucho don de gentes, mucha labia. De alguna manera enamoró a la chica y se casó con ella. El porqué unos terratenientes de tanto dinero consintieron que su hija se casara con un simple hijo de pescadores se debió a que tu abuela estaba enferma. Por eso la enviaban a Candelaria, que era entonces un pueblecito idílico, tranquilo, pequeño. Porque los médicos decían que la chica necesitaba mucho reposo. Y allí en Candelaria conoció a su marido, a tu abuelo. Tu abuela era lo que llamaban una niña azul, es decir, que padecía algún tipo de malformación cardíaca, y por eso tenía los labios de una extraña coloración entre violeta y azulada. Como además era muy rubia y muy blanca, ya que pasaba mucho tiempo en la cama y muy poco al aire libre, mucha gente creía que estaba endemoniada o hechizada. Su piel era tan fina que dejaba ver al trasluz los cercos malvas de sus párpados y la corriente azul de sus venas. Así que, cuando la muchacha, que debía de tener un carácter muy fuerte, le dijo a la familia que quería casarse con aquel hombre, ellos, en lugar de oponerse, como habría sido lo normal si ella hubiera estado sana, bendijo la unión con alegría. Al fin y al cabo, tu abuelo tampoco era pobre de solemnidad. Su familia tenía un huertito y una casa grande, y con la ayuda de su suegro podían convertirle fácilmente en alcalde de Candelaria. De forma que todo el pueblo pensó que aquel hombre se casaba con la niña azul por interés y por dinero. La primera, su madre, la madre de él, una señora de pueblo que, como tantos, creía que había algo sobrenatural en aquella chica y recelaba mucho del enlace. Nunca se llevaría bien con su nuera. Pues bien, se casan, el padre de ella les regala un terreno y les construye la casa tan grande en la que ahora vive tu tío Yeray, y todo va más o menos bien hasta que la chica se queda embarazada. En un caso como el suyo, era imposible que el embarazo se llevase a término. Ella lo sabía. Ten en cuenta que aquí, en la isla, como en cualquier parte, ha habido siempre métodos anticonceptivos y abortivos, mucho antes de que se empleara la píldora. Las mujeres bebían infusión de ruda, salvia o ajenjo para abortar, o se introducían unas esponjitas empapadas en vinagre para evitar la concepción. Pero tu abuela se quedó embarazada porque quiso, porque estaba enamorada de tu abuelo, que era un hombre muy seductor y pasaba mucho tiempo fuera de casa, y ella pensó que, si no le daba hijos, le perdería por otra mujer, más sana. El caso es que su abuela murió en el parto, como todo el mundo esperaba, y fue sólo gracias al dinero de tu bisabuelo que su bebé, tu madre, sobreviviera, porque a tu abuela la trataron los mejores médicos de Tenerife, y no la comadrona de Candelaria, y por eso la criatura se salvó, o eso creían tus parientes. A aquella bebita la criaron con leche de una cabra que destinaron exclusivamente a nodriza de tu madre, ya que no encontraron en aquel momento ama de cría, y la bebita creció hasta convertirse en una muchacha tan guapa y tan sana que, si tenemos que creer a Yaiza, muchas madres de Candelaria les dieron desde entonces a sus bebés leche de cabra para que crecieran tan altos y tan hermosos como llegó a crecer aquella niña.

—Y esa muchacha era Aneyma, mi madre.

—María Aneyma. A la niña la bautizaron María Aneyma por una equivocación. Por lo visto, tu abuela era una de las pocas mujeres de la época que leían. Por entonces, en Candelaria muchas mujeres no sabían leer y las que sí sabían no lo hacían casi nunca. La gente no tenía libros en casa. Pero tu abuela sí que leía mucho, o al menos mucho para lo que se estilaba en la época. Además, había estudiado latín con el propio obispo de Tenerife, o eso aseguraba Yaiza, aunque puede que exagerara. Parece ser que para estudiar latín tu abuela había traducido textos de la
Eneida
de Virgilio, lo que, en una joven de la época, resultaba de lo más excepcional, así que debía de ser una mujer muy inteligente y de mucho carácter. A tu abuela, por lo visto, le encantaba la historia de Dido y Eneas, y se la iba contando a tu abuelo, que no leía absolutamente nada. Tu abuelo pensó en llamar a la niña Dido, pero en español, como sabes, los nombres masculinos acaban en «o», y Dido suena a nombre de chico o, peor aún, de perro. Así que decidió llamar a la niña Eneida, en honor a la madre fallecida y a su historia de amor. En aquel entonces en España, por ley, a los niños sólo se les podía imponer nombres legitimados por el santoral católico, pero en Canarias siempre hubo manga ancha a ese respecto, como la hubo respecto a muchas otras leyes dictadas en la lejana Península. Dependiendo de lo tolerante que fuera el párroco que bautizara, era fácil que los niños llevaran nombres autóctonos, guanches, sobre todo en el caso de las niñas, siempre que llevaran un «María» precediendo al nombre. Y de alguna manera el párroco del pueblo no entendió aquello de «Eneida» y al final la niña se llamó María Aneyma, porque sonaba a nombre guanche.

—Entonces, ¿mi madre era la única Aneyma de la isla?

—Sí. Por eso resultó tan fácil de localizar. Sigo con la historia, si te parece. Parece que tu abuelo estaba de verdad enamorado de tu abuela y que, a pesar de lo que decían en el pueblo, el interés económico no había sido la única razón, o no la principal, del matrimonio. En cualquier caso, cuando su esposa falleció se sintió muy culpable y se sumió en una depresión muy seria. Se pasaba el día encerrado en casa, mano sobre mano y la cabeza gacha. Y tu bisabuela, su madre, que, si tenemos que creer a Yaiza era una lianta de mucho cuidado, aprovechó su estado para casarle de nuevo, convenciendo al pobre hombre, que a cuenta de la tristeza ni sabía adónde iba o de dónde venía, de que la bebé necesitaba alguien que cuidara de ella. Y le eligió a una chica del pueblo muy modosita, muy joven, muy fácil, o sea, una niña a la que ella pudiera manipular a su antojo para tenerla de criada y niñera, que la reconociera a ella como dueña y señora de la casa y que no se entrometiera en la relación que mantenía con su hijo. La chica debía de ser bastante feúcha, y los dos niños que nacieron salieron a ella y no a su padre. Así que en aquella casa había una princesa rubia de ojos azules y dos niños gordos y feos y, como suele suceder en estos casos, a la madrastra le entraron unos celos terribles de la niña. Según contaba Yaiza, la mujer no maltrataba exactamente a Aneyma, pero sí que se desentendía de ella. La abuela tampoco es que adorara a la niña, y el padre seguía sumido en su depresión y no se preocupaba ni de su hija ni de nadie. No se trataba de una niña querida o atendida, pero estaban unidos a ella porque el dinero de la casa era de Aneyma, de tu madre. La familia de su madre, de tu abuela, no era tonta, y habían dispuesto unas capitulaciones matrimoniales según las cuales, si tu abuela fallecía, tu abuelo debía renunciar a su parte legítima de la herencia, es decir, del dinero que la familia de tu abuela había entregado como dote, que debía de ser mucho. Una cantidad que pasaría a sus hijos si los hubiera y que, si no, regresaría a las manos de donde vino. Se suponía que así evitaban el casamiento por interés.

—Suena a
La casa de Bernarda Alba...

—¿La has leído?

—No, pero la he visto representada alguna vez.

—¿En español?

—No, en inglés. En Londres.

—¿Lorca está traducido al inglés?

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