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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (16 page)

BOOK: El contenido del silencio
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Oh, pero el amor de Patricia... Ese amor de merengue y almíbar, cálido como un edredón de plumas, dulce como una tarta nupcial, constante como el fluir de un manantial... Pegajoso como el velero. Precisamente ese carácter tan dependiente de Patricia le atraía y le repelía a la vez. Se podría decir, si uno quería ser romántico, que Patricia se entregaba a quien amaba, y si uno quería ser escéptico, que Patricia era excesivamente dependiente, que no sabía estar sola, e incluso —Gabriel había llegado a pensarlo en los peores momentos de duda— que vampirizaba a sus seres queridos extrayendo de ellos la energía para seguir adelante y la razón de vivir que no sabía encontrar por sí misma. Era cierto que Patricia se daba mucho, que era cariñosa y atenta hasta el extremo, pero también era enormemente controladora. En un día cualquiera podía llamar a Gabriel hasta seis veces a la oficina con las excusas más peregrinas, como, por ejemplo, informarle de un comentario ingenioso que un conocido común había colgado en una red social. Gabriel sabía también que le leía los mensajes del correo electrónico y los mensajes de texto en el iPhone. Lo había sospechado desde el principio al reparar en que Patricia conocía detalles de sus asuntos en la oficina que él estaba seguro de que no le había contado, pero lo confirmó después de tenderle a Patricia una pequeña trampa en la que ella cayó inocentemente. En alguna ocasión, le había mencionado sin muchos detalles su historia con Ada, en una de esas conversaciones postcoito en las que los amantes se sinceran y hablan de su pasado. Así que Gabriel abrió una cuenta de correo con un nombre falso, el de Ada. Envió a la cuenta que se podía leer desde su iPhone un mail en el que decía: «Estoy muy bien en Sheffield y el trabajo va bien, pero te echo de menos.» Y luego se respondió a sí mismo: «Me alegro de que estés bien, yo también pienso en ti.» Dos días más tarde Patricia le preguntó, en la cama, de la manera más inocente, si aún mantenía contacto con Ada. Gabriel le mintió y le dijo que sí (no había vuelto a saber nada de ella desde que Ada se había mudado a Sheffield, pese a que le había llamado infinidad de veces y le había enviado un rosario de mails muy sentidos a los que ella jamás respondió), y supo en ese mismo instante que cada vez que él se dejaba el iPhone encima de una mesa, Patricia aprovechaba para leer su correo. Así que continuó con el juego. Se envió otro mail dos días más tarde en el que la falsa Ada le anunciaba a Gabriel que tenía que pasar por Londres para solucionar gestiones varias, y le proponía que se viesen. El respondía diciendo que le encantaría volver a verla, y que podían tomar una cerveza a las seis, a la salida de su trabajo. «Te llamaré para quedar», escribió. Esa noche, Patricia estaba particularmente irritable. Se enfadó por el orden de la casa, por el volumen de la música, excesivo según ella, incluso por el corte de pelo de él, que encontraba demasiado moderno: «Al fin y al cabo, tienes treinta y cinco años y trabajas en una firma importante, no puedes llevar un flequillo que parece el de Jarvis Cocker.» Gabriel experimentaba un placer perverso con aquel juego del gato y del ratón, y se mostró de excelente talante, sin dejarse alterar por ninguno de los comentarios malhumorados de ella. La noche anterior a la fecha en la que presuntamente Ada y Gabriel habían quedado para verse, Patricia le propuso que podría pasar a recogerle al día siguiente, a la salida del trabajo, para ir al cine. «Pero si nunca vamos al cine entre semana —dijo Gabriel—. Además, había quedado para tomar algo con alguien.» «¿Con quién?», preguntó ella visiblemente alterada, al borde de las lágrimas. «Con un compañero de trabajo», respondió él. Y ella, normalmente tan contenida, explotó: «Me mientes —acertó a articular entre unos sollozos que parecían desencajarle el pecho—. Me mientes, has quedado con Ada.» Gabriel aceptó haber quedado con su antigua amante. Patricia creía que estaba siendo, por fin, sincero, cuando en realidad mentía con más desfachatez que nunca. «Cancelaré la cita si tanto te afecta —dijo Gabriel fingiéndose magnánimo y comprensivo—, pero tienes que decirme cómo sabías que había quedado con ella.» Y entonces paladeó la victoria de contemplar cómo Patricia se humillaba y reconocía que había leído sus mensajes. Se sintió en algún momento avergonzado del placer sádico que había experimentado, pero se mentía a sí mismo y, para justificarse, se decía que la trampa a Patricia había sido indispensable porque él
necesitaba
saber si ella le espiaba o no. En cualquier caso, desde ese momento, Gabriel tuvo claro que Patricia no confiaba en él, y que en adelante, él tampoco confiaría en una mujer que había sido capaz de violar su intimidad de esa manera.

¿Por qué siguió, pues, adelante con esa relación? ¿Por qué se embarcó en un compromiso de matrimonio? Porque quería a Patricia, porque se sentía querido, se decía a veces. Porque tenía treinta y cinco años y había llegado el momento de que sentara la cabeza, argumentaba otras. Porque quería tener hijos, familia. Porque Patricia le hacía la vida fácil. Porque era un cobarde. Porque era un cómodo. Encontraba muchas razones. O ninguna.

Patricia, efectivamente, era muy dependiente. Pero no sólo de Gabriel, también de su madre, a la que llamaba varias veces al día para consultarle cualquier cosa, desde recetas de cocina hasta direcciones de tiendas de decoración. Patricia no tenía hermanos y sus padres estaban divorciados. El padre se había vuelto a casar con una mujer poco mayor que su propia hija. En el tortuoso proceso de divorcio, que se alargó porque la esposa exigía una cantidad astronómica como pensión compensatoria, se cruzaron agudas recriminaciones por ambas partes, y Patricia, según decía ella, no tuvo más remedio que tomar partido, y decidió hacerlo a favor de su madre. Por esta razón, desde entonces mantenía con su padre, al que apenas veía unas cuatro o cinco veces al año como mucho —por Navidad, en el cumpleaños de ella, en el de él y en alguna que otra ocasión dispersa—, un trato respetuoso pero distante. Sin embargo, el lazo con su madre era tan estrecho que bordeaba lo patológico. A menudo Gabriel regresaba a casa del trabajo y encontraba allí a su futura suegra en animada charla con Patricia, charla de la que él quedaba excluido porque trataba temas —las vicisitudes de las amigas de la señora, la mayoría divorciadas ricas como ella, sus últimas compras, la inauguración de un establecimiento de
delicatessen
en el barrio— que a Gabriel no podían interesarle menos. Además, la madre exhibía una evidente hostilidad hacia él; evidente para Gabriel, porque Patricia la negaba siempre: «Te quiere muchísimo —decía—. Está encantada con la idea de que nos casemos.» Pero la actitud de aquella señora desmentía las afirmaciones de su hija. En las numerosas ocasiones en que los tres salían juntos, al cine o a un restaurante —Patricia se lo pedía a Gabriel por favor, aduciendo que su madre se sentía muy sola—, la señora prácticamente no le dirigía la palabra a su futuro yerno, y si lo hacía era para emitir comentarios irónicos que se situaban peligrosamente en la frontera entre lo ingenioso y lo insultante. Pero si a Gabriel se le ocurría quejarse en privado a Patricia de la actitud de la señora, su novia le decía siempre que Gabriel no tenía sentido del humor y que desde luego su madre le quería muchísimo y estaba encantada con el hecho de que fuera el novio de su hija. Una vez, tras una conversación muy larga sobre el tema, Patricia acabó preguntándole con expresión de querubín inocente:

—Gabriel, ¿tú no te has planteado que quizá...? No te ofendas por lo que voy a decirte pero... ¿que quizá es posible que no entiendas a mi madre porque... porque..., bueno, porque te sientes un poco desplazado por el afecto que nos tenemos?

—¿Insinúas que tengo celos de tu madre?

—Bueno, no quería decir eso exactamente.

—Patricia, más bien es al revés. Es tu madre la que tiene celos de mí.

—¿Qué estás diciendo? Pero si ella te adora, si no hace más que decir la suerte que he tenido al encontrarte.

—Pues a mí me parece que no me adora tanto.

—Quizá, Gabriel, bueno..., es posible. No sé cómo decir esto pero... Es posible que, al haberte criado tú sin madre, no entiendas el tipo de ironía cariñosa que a veces existe entre las familias.

Esa conversación debería haber sido la estocada definitiva para asesinar su agonizante relación, la última paletada de tierra sobre la tumba de su historia, y a Gabriel, desde Canarias, le parecía que quizá en aquel preciso momento había empezado a albergar dudas sobre la conveniencia de casarse con Patricia, pero no había sabido verlo, no había sabido reconocérselo a sí mismo, no había tenido valor para cancelar el compromiso.

Aquel doble mensaje («mi madre te quiere», un mensaje verbal por parte de Patricia; «te detesto», un mensaje gestual por parte de su madre), aquella discordancia de sentido y significado entre lo que Gabriel percibía y lo que Patricia le decía le dejaba sumido en una angustiosa incertidumbre. Quería, necesitaba creer a Patricia, pero no conseguía hacerlo. Por un lado, ya no confiaba en ella, pero por otro empezaba a dudar de su propia percepción. Si a esa situación le agregamos que cada vez que él intentaba hablar del tema con Patricia ella se empeñaba en llamarle de forma muy sutil celoso o socialmente inadaptado (pues no cabía duda de que eso era lo que se desprendía de la afirmación de que Gabriel no era capaz de captar el cariño implícito en la ironía de los mensajes de la madre de Patricia porque él había perdido a la suya), de vez en cuando aceptaba que sí, que era él el equivocado, y de esa forma dejaba de expresarle a su novia lo mal que se sentía cada vez que salían con su madre, y así, poco a poco, muy gradualmente, como la gota que acaba formando una estalactita, se sentía más resentido y más solo, e iba acumulando un poso de inexpresable y profundo rencor hacia Patricia.

Pero aceptaba su lógica, al menos en la superficie. Ella estaba demasiado cerca, en su propio centro, compartiendo su intimidad. No es más fácil, por mucho que la creencia popular sea la contraria, engañar a un extraño que a un ser querido. Uno puede mentirle a alguien a quien conoce porque instintivamente detecta —y lo hará con más precisión cuanto más alto sea el grado de intimidad que comparta— a qué engaño es más vulnerable. Sabe lo que el otro quiere oír. Y se lo ofrece en bandeja. Y el engañado, aunque sospeche, opta por la credulidad en lugar de la horrible alternativa de afrontar la mentira y sus consecuencias.

Por si la agobiante presencia de la madre de Patricia no fuera suficiente lastre para su relación, estaba también la del ex de su novia, el mismo chico con el que Gabriel había compartido apartamento en Oxford durante un corto período de tiempo. Cuando Patricia se encontró con Gabriel, acababa de instalarse en casa de su madre tras abandonar el piso del que fue su novio, llevándose sólo una maleta y dejando allí casi todas sus posesiones: sus discos, sus libros, la mayor parte de su ropa, e incluso sus álbumes de fotos. Probablemente pensaba volver allí, y la huida a casa de su madre no había sido sino una de tantas escapadas que a veces hacen las parejas, como si dijeran «Me he secuestrado a mí misma, deposita una declaración de enorme amor y tus disculpas en la taquilla número X de la consigna de la estación del amor, y regresaré. No avises a la policía». Pero el novio, según reconocía Patricia, había tomado una decisión muy seria y no quería que ella regresara.

El primer fin de semana que Patricia había pasado en el apartamento de Gabriel había hecho cuatro visitas, cuatro, al de su ex novio. La primera porque Shaun le llamó diciendo que se encontraba verdaderamente mal y que, como él no estaba en condiciones de bajar a la farmacia, necesitaba que Patricia le llevara la parafernalia habitual: zumo de naranja, paracetamol, jarabe para la tos, polvos anticongestivos Beecham, kleenex, pastillas para la garganta. «¿No se lo puede llevar otra persona?», preguntó Gabriel. «No, su familia no vive en Londres.» «¿No tiene amigos?» «No de los que cruzarían media ciudad para hacerle un favor y, además, yo estoy mucho más cerca, vive apenas a dos paradas de metro.» No dejaba de ser una ironía que,en una megalópolis de doce millones de habitantes, el antiguo novio de Patricia tuviese que vivir, precisamente, cerca del nuevo. Y un fastidio. Patricia tardó dos horas en ir y volver a y desde la casa de su ex, con lo que Gabriel dedujo que quizá se habían enzarzado en una larga conversación, o quizá habían estado haciendo el amor. Pero cuando ella regresó por fin, no se mostró ni celoso ni curioso, apenas conocía a aquella chica y no creía que quedara muy propio hacer la escena del amante posesivo. Además, en el fondo, todavía pensaba mucho en Ada, o lo suficiente como para que lo que hiciera Patricia no le afectara tanto. Lo que sí empezó a afectarle es que a lo largo de los dos días siguientes Patricia hiciera otras tres visitas a casa de su ex, pero Gabriel, terco como era, se negó a dejar que se notara. Por fin, cuando Patricia regresaba de la cuarta visita, le preguntó de la manera más cortés y educada si realmente su ex necesitaba tanta atención. «Oh, sí —dijo ella—, no imaginas lo enfermo que está. Prácticamente no puede ni levantarse de la cama, apenas para ir al cuarto de baño, y desde luego no está como para hacerse él mismo los zumos de naranja. Siento mucho que esto haya pasado precisamente en nuestro primer fin de semana pero, como comprenderás, no puedo dejarle solo en ese estado. Al fin y al cabo, nos ha costado mucho quedar como amigos después de la ruptura, y ¿qué mejor ocasión de demostrar que efectivamente soy su amiga?» Aquel «como comprenderás» parecía implicar que si Gabriel no lo comprendía demostraría ser un hombre sin corazón o demasiado posesivo. Lo que Gabriel habría querido decirle es que, si tan amigos eran, al ex novio no debería importarle que ella se presentara acompañada del nuevo, pero como a él tampoco le hacía mucha ilusión volver a ver a Shaun después de más de quince años, prefirió callarse. Sin embargo, después de aquel fin de semana estuvo evitando las llamadas de Patricia durante casi un mes, pretextando que tenía demasiado trabajo. Incluso dejó de ir a la piscina para no encontrarse con ella. Como fuera, cuando volvió a verla en la fiesta de cumpleaños de un amigo común, no resistió la tentación y volvió a llevársela a casa. Y ese segundo fin de semana Patricia no se movió de allí. Ella no preguntó el porqué del repentino desinterés de Gabriel por ella, y él tampoco le explicó nada.

Continuaron, pues, con su relación y, al poco tiempo, Patricia ya se había instalado en el apartamento de Gabriel. Sus libros, sus discos y la mayor parte de su ropa seguían, sin embargo, en el de Shaun, y allí permanecerían durante casi dos años, hasta que él le anunció a Patricia que se mudaba de piso y que en la mudanza no quería cargar con las cosas de ella. En los comienzos de su relación, Gabriel tenía la impresión de que estaba obligado a compartir su afecto con Liz (la madre de Patricia) y con Shaun. Ambos llamaban a Patricia a menudo, y ella siempre les dedicaba tiempo, incluso en los momentos más inoportunos, en mitad de una cena
à deux
en un restaurante caro en el que Gabriel había tenido que hacer una reserva con tres semanas de antelación, por ejemplo. No era raro que Patricia saliera del cine en medio de una película para responder al teléfono cuando llamaba su madre, o que saltase de la cama, a las doce de la noche, al comprobar que en la pantalla de su móvil parpadeaba el nombre de Shaun. «Es que está muy deprimido —le explicaba al día siguiente a Gabriel—, y cuando llama en ese estado a veces tengo miedo de que haga una locura.» «¿Qué locura?» «Pues no sé, beber de más, o tomarse una sobredosis de pastillas.» Gabriel sabía que Patricia no decía lo de las pastillas en broma. En el pasado, en una de las múltiples rupturas que antecedieron a la separación definitiva entre ella y Shaun, él había acabado en urgencias por una sobredosis de tranquilizantes, que nunca se supo si había sido intencionada o accidental. Lo que no acababa de entender Gabriel era por qué, si había sido Shaun el que, según reconocía la propia Patricia, había tomado la decisión de romper aquella relación, seguía llamando a su ex novia a diario, tomándola por su confidente y depositaria de secretos, por no decir por su madre. Pero cada vez que Gabriel le decía a Patricia que las llamadas de Shaun le molestaban, Patricia respondía, con aquella voz dulce y reposada y la misma contención que casi nunca perdía, que sería cruel y egoísta desatender a Shaun en un momento en el que lo estaba pasando tan mal. Shaun estaba acudiendo a terapia y se medicaba, y había que tener en cuenta que estaba enfermo. «Y, ¿no tiene a nadie más a quien llamar?», preguntaba Gabriel. Y entonces Patricia le explicaba que la historia que habían vivido había sido tan intensa, tan fusional, que poco a poco cada uno había ido encerrándose en aquel círculo estrecho y autoabastecido de su pareja, y habían ido dejando de quedar con amigos, con la diferencia de que Patricia contaba con el apoyo de su madre y además trabajaba en una oficina, lo que de alguna manera había salvado cierta red de relaciones sociales, mientras que el pobre Shaun, que se había dedicado a la investigación y que siempre había tenido un carácter menos sociable que el de ella, apenas contaba con otro apoyo que el suyo. Precisamente una de las razones de su ruptura había sido la insistencia de Patricia en quedar de vez en cuando con sus compañeros de trabajo para tomar una cerveza en el pub, y su negativa a renunciar a esas salidas.

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