Read El contenido del silencio Online

Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (8 page)

BOOK: El contenido del silencio
11.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
3
PUNTA TENO

—He preparado una cama en la habitación de invitados —le informó Helena con voz apacible—. Es pequeña, en realidad la utilizábamos más bien como trastero, porque nadie venía nunca a visitarnos. La habitación de tu hermana es mucho más grande pero no me he atrevido a dejártela. Sigue tal como ella la dejó, sus cosas están allí. No sé en cuál de las dos preferirías dormir. Hay otras habitaciones libres, pero no las tocamos. Llegamos a ese acuerdo con los dueños de la casa.

—¿Tú entras en esa habitación? En la de Cordelia, quiero decir. ¿Has vuelto a entrar en ella desde que se marchó?

—Cordelia se fue hace casi dos meses, ¿sabes? No he entrado mucho. He barrido y he quitado el polvo, pero no he tocado nada. En realidad, cuando se marchó, albergaba la esperanza de que aquella locura durara poco, de que volviera. Y sigo esperando que vuelva, que esté en alguna parte, que tenga miedo de dar señales de vida...

—¿Por qué iba a tener miedo?

—No lo sé. Si verdaderamente se trató de un suicidio ritual, como parece, puede que Cordelia tema que la inculpen a ella. En realidad no sé qué pensar. Sólo sé que su cadáver no ha aparecido. Puede que esté viva. Yo creo que está viva. Lo siento dentro... No sé cómo explicártelo, pero es así. Es una intuición muy viva, muy profunda. No creo que sea simple
wishful thinking
. Cuando aparecieron los cuerpos me presenté en la comisaría, me tuvieron horas esperando. Aquello parecía un hervidero, mucha gente en las mismas circunstancias que yo se había presentado a preguntar, familiares de hombres y mujeres, de chicos y chicas que se habían ido a vivir a casa de Heidi. La situación era complicada. Cuando esas personas se marcharon de sus casas para vivir en la de Heidi, nadie presentó una denuncia por desaparición; se trataba de mayores de edad, no había nada que hacer. Tuvimos que declarar todos y explicar que no sabíamos nada. Yo era la única que no era familiar directo de un desaparecido. Y bueno... Por eso creo que convendría que mañana te presentaras en la comisaría de Buenavista, como hermano de Cordelia, que explicases que no has logrado contactar con ella. Lo haremos después de desayunar, si te parece bien.

—Me parece bien. Pero... hay algo más. ¿Sabes?, lo he pensado y creo que no quiero dormir en su habitación.

—Es comprensible —lo dijo tranquila, mientras abría un armario y extraía de él unas toallas blancas que le tendió a Gabriel, erguida en actitud servicial.

El cuerpo de Helena se adivinaba ligero y elástico bajo la camisa y el pantalón de lino, y él no podía evitar imaginarla desnuda, pese a que las circunstancias no fuesen, desde luego, las más propicias para la ensoñación erótica. Sin embargo, resultaba inevitable que su belleza se impusiera en cualquier escenario o situación. Helena era bella en el sentido más clásico del término, en un sentido sensual y femenino, con una belleza que había crecido y madurado como un hibisco al sol de la isla, oreada por el viento seco y cálido del mar. El pelo castaño se adivinaba sedoso y cálido. Lo llevaba recogido en una coleta, pero un mechón rebelde se le escapaba y le caía sobre los ojos negros. Gabriel supuso que ella debía de saber el efecto que despertaba en los hombres. O quizá no. Existen algunas mujeres, y Ada era una de ellas, completamente ajenas a las pasiones que puedan sembrar, quizá, simplemente, porque esas pasiones no les llaman mucho la atención, concentradas como están en otros intereses. Gabriel no había vuelto a saber nada de Ada, tan sólo lo esencial, que estaba viva, y que mientras él viviera, seguiría recordándola. Exactamente lo mismo que había sabido de Cordelia durante todos esos años. Aunque, ahora, ya no sabía siquiera si su hermana seguía viva o no.

—Buenas noches. —Helena le dirigió una mirada cargada de tristeza en la que no se leía invitación alguna—. Espero que duermas bien.

—Creo que me resultará difícil.

—A mí también.

Sin embargo, el cansancio fue venciendo poco a poco a Gabriel hasta que se quedó dormido.

Sumido en una dimensión nebulosa y agotada, sus sueños se vieron poblados de imágenes de Cordelia. Surgía de las aguas, rubia, joven, dulce, dorada, tendiendo los brazos hacia él. Gabriel daba un paso hacia su hermana, luego otro, se internaba en el mar, notaba las olas lamiéndole los pies y los tobillos, seguía avanzando, sentía los brazos delgados y flexibles que se enredaban alrededor de su cuello, una extraña sensación húmeda y fría en los labios, y luego el agua que se cerraba sobre su cuerpo, círculos de plata que se ensanchaban hasta expirar en la orilla.

Por la mañana llamó a Patricia y le explicó que había llegado bien. «¿Cuándo regresas?», le preguntó ella. «No lo sé, no sé qué trámites hay que seguir, no sé nada.» «¿Quieres que me reúna contigo el fin de semana?» «No, no hace falta, puede que regrese antes del viernes. Te mantendré informada, te vuelvo a llamar. Muchos besos. Te quiero.» «Y yo a ti.»

Sol. Bajo aquel sol amarillo y cegador que caía a plomo y reverberaba sobre las paredes encaladas, las casas de Buenavista refulgían de blanco intenso y puro. A Gabriel le impresionaba el hecho de que Helena avanzara sin gafas de sol. Aquel decorado le sonaba a película tropical, a la Cuba de Batista, a cuadro de Frida Kahlo, a escenario de una novela de Malcolm Lowry. Hasta entonces no había identificado la arquitectura colonial con el viejo mundo, no la imaginaba fuera de Latinoamérica. La carretera se perdía entre árboles verdes y frondosos, y el pueblo era un millar de casas blancas, en grupo. A los lados, plantaciones de cultivos de algún árbol altísimo y de hojas enormes. Hasta que los ojos enfocaron un racimo amarillo que colgaba de una de las plantas no se dio cuenta de que se trataba de plataneros. Era la primera vez en su vida que los veía. El pueblo era realmente hermoso, resultaba una verdadera lástima que hubieran tenido que darse unas circunstancias tan particulares v dramáticas para conocerlo.

En la comisaría no los hicieron esperar. Los recibió un hombre fornido y uniformado que debía de rondar la cuarentena, de apariencia robusta y saludable. Bajo, cuadrado, desaliñado, de hombros caídos, sus modos eran desgarbados, como quien no sabe qué hacer con su cuerpo y se avergüenza de ser tan patoso. Las manos y los pies eran desproporcionadamente grandes. Las unas parecían palas, y los otros, barcas. El rostro era rechoncho y moreno, la curva de la calva le brillaba al sol como una colina que se elevara desnuda, v gastaba una barbilla puntiaguda que le daba un aspecto de sátiro que los ojos, castaños y tranquilos bajo unas espesas cejas negras, desmentían. Saludó cariñosamente a Helena, a quien parecía sentirse muy cercano, con dos besos.

—Te presento a Gabriel Sinnott. Gabriel, éste es el comisario Rayco López.

—Encantado.

—Gabriel es el hermano de Cordelia; hemos pensado que quizá él debería hacer una declaración, va sabes, como es el pariente más cercano...

—Sí, por supuesto. Por favor, acompañadme.

El interior de la comisaría poco o nada tenía que ver con la imagen de la eficiencia policial. Tres mesas de formica, sucias, algunos carteles pegados en las paredes, papeles por todas partes, suelo de azulejos, sucio. Gabriel se sentó en una silla destartalada y una chica joven vestida de uniforme procedió a tomarle declaración. Gabriel hablaba lo suficientemente bien el español como para entenderse, pero en algún momento Helena hizo las veces de intérprete de excepción porque él llevaba años sin hablarlo y había perdido mucha soltura y vocabulario y, además, ¿por qué negarlo?, le resultaba más cómodo hablar en inglés, sobre todo en una situación tan tensa. A Gabriel le pareció increíble que la policía se fiara tan ciegamente de la traducción de Helena: ¿cómo podían estar seguros de que no tergiversaba datos, o de que no los equivocaba? Después de dictar su nombre, apellido, fecha de nacimiento, número de pasaporte y demás datos burocráticos que la joven policía iba tecleando con exasperante parsimonia, Gabriel pasó a explicar que, tras haber sido informado de la aparición de los cuerpos y de la circunstancia de que su hermana estaba residiendo en la casa de Heidi Meyer, se había puesto en contacto con el abogado que gestionaba desde Edimburgo las clientas y el patrimonio de Cordelia, el cual mantenía un estrecho contacto telefónico con ella, a la que llamaba con frecuencia semanal, y que este hombre le había comunicado que no había conseguido contactar con ella durante los últimos quince días, pero que aproximadamente un mes antes de la aparición de los cadáveres había recibido un fax firmado por Cordelia en el que se le rogaba que hiciese transferencia de unas cantidades ingentes de dinero a varias cuentas en bancos de Suiza y Luxemburgo a nombre de diferentes sociedades, todas ellas con nombres parecidos: Thule Solaris, Thule, Lan Dessen Thule... Dichas transferencias nunca se hicieron efectivas, pues, al tratarse de sumas tan elevadas, el abogado lo había encontrado sospechoso y había preferido tener confirmación de viva voz por parte de Cordelia. No obstante, no había podido localizarla en su número de teléfono móvil, ya que una grabación le informaba de que dicho número había sido dado de baja. Por tanto, desde hacía más de un mes el abogado no había sabido nada de Cordelia, y Gabriel tampoco.

—¿Cuándo fue la última vez que habló usted con su hermana?

—Hace un año —mintió Gabriel.

No quería explicar que hacía casi diez que no hablaba con ella. Helena debió sin duda de advertir la mentira, pero su rostro no delató el más mínimo asombro.

Luego Gabriel tuvo que firmar varios papeles y eso fue todo.

El comisario los acompañó a la puerta de comisaría. Una vez fuera de la jefatura, y seguro de que desde dentro no podían oírlos, se dirigió a Helena en tono confidencial:

—Tú no sabes lo que está siendo esto. Han venido tipos desde Madrid y nos han revisado todos los papeles. La Interpol también está en eso y, por lo visto, había diez tipos revisando la casa de la Meyer de arriba abajo. No puedes ni imaginarte el avispero. A nosotros, los españoles, prácticamente nos han dejado de lado. Helena..., yo acabo el turno a las ocho, ¿por qué no nos tomamos una cervecita más tarde, como hacia la noche, y hablamos con más calma?

—¿Dónde, Rayco?

—Os recojo a las nueve en tu casa, si quieres. Luego vamos a tomar algo.

Tras el ventanal, Gabriel contemplaba melancólicamente la puesta de sol, un atardecer suave y dorado, sin viento, el final de un día climatológicamente espléndido, cada latido de luz rebrillando sobre el agua más débil y exquisito que el anterior. Una sinfonía de colores que iban desde el púrpura al amarillo, pasando por todos los tonos imaginables de rojos, rosas y naranjas, le demostraba que a la naturaleza no le importaba lo más mínimo la suerte de Cordelia. Punta Teno era quizá el lugar más bonito que había visto en su vida. Aquella última luz le daba a la casa un tono ocre, moreno, que le recordaba el color de la piel de Helena.

El timbre de su iPhone interrumpió sus ensoñaciones como el sonido de una trompeta discordante que derrumbara las frágiles murallas, alzadas con tanto esfuerzo, que Gabriel había interpuesto entre él y la realidad. En la pantalla leyó el nombre de Patricia y pulsó la opción de silenciar con el gesto asustado e irritado de alguien a quien despiertan en mitad de un sueño.

Sin uniforme, el jefe de policía local parecía todavía más gordo y bajo, como un escarabajo de una rara especie autóctona. Los recogió en un coche sin distintivos ni platas, y emprendieron camino, según le explicó Helena aGabriel, a un pueblo cercano. A él no se le escapaba, por la inflexion y el tono de las voces y por las sonrisas que ella esbozaba de cuando en cuando, que entre Helena y el policía existía una gran familiaridad, aunque debido a la velocidad a la que hablaban y al cerradísimo acento de él, no entendía muy bien de qué estaban hablando. Parecían amigos íntimos, quizá incluso algo más. Gabriel se preguntó si aquel tipo no sería el novio de la chica. Helena había decidido sentarse en el asiento trasero, y él, acomodado en el del acompañante, no podía evitar advertir que el policía le dirigía a cada minuto miradas de soslayo, inquisitivas, y sospechó que aquel hombre estaba celoso y que no debía de ver con buenos ojos que su ¿novia? y el hermano de la mejor amiga de ella durmieran en la misma casa. A Gabriel no le extrañó. Si él estuviera enamorado de una chica como Helena, tampoco estaría tranquilo si ella alojara a otro hombre bajo su techo. De todas formas, Helena no parecía hallarse precisamente en el estado de ánimo más propicio como para iniciar una aventura.

En la que parecía la plaza, unas cuantas mesas y sillas se disponían en la calle alrededor de un bar. Se sentaron a una de ellas, bajo la luz amarilla y difusa de una farola. De fondo les llegaba un rumor de música, una melodía cantada en español que a Gabriel le sonaba vagamente tropical.

—¿Quieres una cerveza? —preguntó Helena—. Tienes que probar la Dorada, la de la isla, es muy buena, amarga y con cuerpo...

—Sí, estupendo...

—¿Quieres cenar? Aquí hay de todo. Calamares, pescados, carne en adobo, bistecs, chocos, camarones, papas arrugadas con mojo, ensaladilla rusa, bocadillos con mayonesa y ensalada, lomo, pepito, pollo, pata de cerdo... —Helena intentaba traducir como podía los nombres de las exquisiteces locales.

—Pide tú lo que quieras. Probaré lo que pidáis.

Ella le dijo algo al policía y él desapareció en el interior del bar para volver al cabo de unos cinco minutos con tres botellas de cerveza que depositó sobre la mesa. Por lo visto no consideraba que los vasos fueran necesarios.

—Salud.

Los tres alzaron las botellas sin excesivo entusiasmo: Helena porque parecía triste, Gabriel porque no era dado a los gestos ampulosos; Rayco, probablemente, por seguir el ánimo general.

—Disculpa —dijo Rayco dirigiéndose a Gabriel—, pero mi inglés es muy malo.
M'y english is very bad, very bad, sorry.

—It's okey, don't worry.

—Cordelia, your sister, she was a very nice girl, good girl.

—Yeah, I know
. Pero hablo español: mi madre era canaria.

—¿De verdad? No tenia ni idea. Cordelia nunca me lo dijo.

—Bueno, no conocimos mucho a mi madre. Murió cuando éramos niños, en un accidente de coche, con mi padre. Y mi madre no mantenía contactos en Canarias. De pequeños nunca pensamos mucho en aquello, y yo, de mayor, confieso que alguna vez sí pensé en buscar a mi familia, pero nunca encontré el tiempo. O las ganas. Supongo que Cordelia vino aquí precisamente buscando a la familia de mi madre.

BOOK: El contenido del silencio
11.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tandem by Anna Jarzab
My Best Friend's Brother by Chrissy Fanslau
The Night Detectives by Jon Talton
Start by Odette C. Bell
Naamah's Blessing by Jacqueline Carey
The Mike Hammer Collection by SPILLANE, MICKEY
Kiss of Steel by Bec McMaster