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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (3 page)

BOOK: El contenido del silencio
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Tras recoger su maleta e introducirla en el maletero, la morena se presentó como Helena, la mejor amiga de Cordelia. Ambas habían vivido juntas en un pueblo en el noreste de la isla, a media hora en coche.

—¿Has leído algo en los periódicos? —No le miraba mientras hablaba, atenta a la carretera—. Tengo entendido que la prensa de tu país, la televisión, ha comentado el asunto.

—No en detalle. Ni siquiera mencionaban el nombre de mi hermana, gracias a Dios. Aunque sí decían que entre los posibles desaparecidos se encontraba una ciudadana británica.

—Trataré de resumírtelo, entonces. Como ya sabes, hasta el momento han aparecido en la playa los cuerpos de siete ciudadanos alemanes. Los siete pertenecían al mismo grupo de meditación, Thule Solaris, y al parecer vivían en la casa de la directora del grupo, Heidi Meyer. Estamos hablando de una secta, en realidad, pero el grupo nunca se inscribió como iglesia ni nada por el estilo. En la práctica, se trataba de personas que convivían en la misma casa sin que existiera ningún registro, contrato de alquiler ni documento similar que los vinculara. Parece que allí vivían unas treinta personas.

La voz de Helena era baja, profunda casi, con cierto revestimiento áspero, como de terciopelo que forrara un guante de cuero.

—Entonces, ¿por qué los medios hablan de una secta?

—Verás, hay muchas sectas que se instalan aquí, en la isla de Tenerife. Cerca de Candelaria, por Grandilla, por Abona o más al norte, en el valle de la Orotava, en Icod, en Garachico, hasta en el Puerto de la Cruz —a Gabriel los nombres no le decían nada, pero supuso que hablaba de poblaciones canarias—, y va ha habido un par de suicidios masivos. Aquí hay tradición, desde los años sesenta, de acoger todo tipo de sectas milenaristas. Suelen ocupar casas apartadas en el interior, donde nadie los ve, sin vecinos...

—Sí, supongo que lo lógico será buscar un sitio apartado, claro...

—Además, en las semanas previas al descubrimiento de los cadáveres, algunos de los alojados en la casa habían ido a despedirse de amigos o les habían enviado cartas anunciando su partida de este mundo. Unos vendieron sus posesiones, otros las remataron a mitad de precio. También se decía que en la casa de Heidi se había ofrecido un gran banquete, y hay quienes hablan de una gran fogata en la que se quemó lo que no se pudo vender. Los testimonios son confusos, pues las que han hablado han sido personas externas a la casa: vecinos, el cartero, familiares de los alojados... Ninguno de los que vivían allí se ha presentado a declarar. Para colmo, pocos días antes de que se encontraran los cadáveres, Heidi, que, como te he dicho, era la propietaria de la casa, había transferido el dinero de todas sus cuentas bancadas, que eran varias y muy nutridas, a diversas cuentas en Liechtenstein y Suiza.

—Algo de eso he leído, o quizá lo haya oído en la televisión... ¿No había tina compañera?, ¿una socia, una cómplice o algo así?

—Ulrike. La compañera que vivía con ella en la casa desde hacía años. Por lo visto era su secretaria personal, su gestora y su amiga íntima. Entre los cuerpos encontrados no se hallan ni el de Heidi ni el de ella. Por cierto, todo el dinero de Ulrike también había sido transferido a cuentas en Suiza.

—Sí, suena raro, la verdad. ¿Cuánta gente has dicho que vivía en la casa?

—Entre treinta y cuarenta personas. Y sólo se han encontrado siete cuerpos, así que es posible que muchos de los cadáveres de los miembros del grupo no aparezcan porque se los haya llevado la corriente.

—¿Estamos hablando de un suicidio ritual?

—Casi con toda seguridad.

—Y ¿qué te hace pensar que Cordelia vivía en esa casa?

—No lo pienso, lo sé. Ella misma me lo dijo. Vivía conmigo antes de irse a casa de Heidi. Pero, por supuesto, el nombre de Cordelia no consta en ningún sitio, ya que la casa no registraba a los huéspedes. Sí que han quedado registradas numerosas transferencias de dinero desde la cuenta de tu hermana a las de Ulrike y Heidi. En realidad, casi todos los que vivían allí habían hecho transferencias a esas cuentas, cuentas que habían engordado sustancialmente en los últimos dos años.

—Entiendo...

—Perdona si soy indiscreta, pero ¿cuánto hace que no hablabas con Cordelia?

—Diez años, más o menos, desde que se vino a vivir aquí. Sabía de ella a través de su gestor, pero ella había cortado todo contacto conmigo, supongo que te lo habría dicho...

—Más o menos... No hablaba mucho de ti.

—Lo sé.

—No voy a preguntarte qué pasó entre vosotros...

—Ni yo te lo contaría.

—Ya, bueno... Quizá tengo que ponerte al día de lo que pasó durante esos diez años y de cómo Cordelia acabó en el grupo de Heidi. Pero lo haré cuando lleguemos a Buenavista. Te llevaré a cenar al mejor guachinche del pueblo.

—¿Guachinche?

—Un sitio para comer.

—No tengo mucha hambre. Si te digo la verdad, no me siento capaz de probar bocado. En realidad, tengo náuseas desde que me llamaste.

—Beberemos vino, entonces.

2
HELENA

—Supongo que lo mejor es que empiece por el principio... Verás... Fue, naturalmente, la casualidad la que determinó nuestro encuentro, como toda circunstancia humana crucial. Yo llevaba trabajando dos años en el hotel Botánico y había decidido irme de allí a cuenta de una historia un poco absurda. Me había enamorado del maître del restaurante, me había ido a vivir con él y... la cosa había acabado mal, muy mal. Y, bueno, él sabía un poco de mis horarios, a qué horas entraba y salía del lobby para recoger a los grupos, así que siempre me lo acababa encontrando por allí. Empecé a agobiarme y finalmente dejé el trabajo, con muchísima pena por mi parte, porque adoraba aquel lugar. No tenía casa donde ir, para colmo, y cuando acabó aquella relación me instalé en la de una amiga, pero se trataba de una situación provisional; yo dormía en el sofá, ya sabes. Y estando en esa situación vino la casualidad en mi auxilio. Una noche conocí en un bar, a altas horas de la mañana, a un inglés que me ofreció un empleo en el preciso momento en el que más necesitada estaba de él. Se trataba de un puesto en un hotel en el sur de la isla. En realidad no es exactamente un hotel, sino más bien una especie de casa rural de lujo, nada que ver con los establecimientos turísticos que ves por aquí. Esa es una opción que no ofrecerán nunca los
tour operators
. Como eran pocas habitaciones, de la recepción y la administración se ocupaban el dueño y su mujer, pero ella había enfermado y él necesitaba a alguien de confianza, con experiencia, que hablara idiomas y que pudiera hacerse cargo de todo mientras su esposa estaba en el hospital. No sé por qué aquel inglés, amigo del dueño, decidió que yo le parecía digna de confianza, pero el caso es que me dieron el trabajo. Me pagaban muy, muy bien, y además me dejaban dormir allí. De hecho, estaban encantados con que durmiera en el hotel, porque así, si surgía cualquier contratiempo por las noches, siempre podía ocuparme yo. Allí solían alojarse estrellas de cine, actores, músicos, escritores, artistas, caras famosas que no querían ni rumores ni
paparazzi
y que buscaban sobre todo tranquilidad, descanso y discreción. Yo me había tomado la oferta como unas vacaciones más que como un trabajo propiamente dicho. Después, cuando la dueña se recuperara, no sabía qué iba a hacer con mi vida.

»Llevaba tres semanas trabajando allí cuando se registró en el hotel una pareja de ingleses muy curiosa. Al principio pensamos que eran padre e hija, pero no compartían apellido. El tendría unos cincuenta años y era un hombre realmente atractivo y elegante, aunque de mirada triste y preocupada. Ella era muy joven, parecía menor de edad pero, según su pasaporte, no lo era. Era espectacularmente guapa, el tipo de chica que hace volver cabezas a su paso. Ambos iban siempre muy bien vestidos. Durante diez días casi no salieron de la habitación, no bajaban al comedor, encargaban las comidas en el cuarto... Muy pocas veces, al atardecer o por la noche, los veíamos pasear por el jardín, sin alternar nunca con los demás. El parecía encandilado con ella, no podía apartar los ojos de la chica. Se hacían muchos arrumacos y carantoñas, tanto más llamativos porque, como bien sabes, los británicos no son muy dados a las efusiones en público, y también por la diferenda evidente de edad y la llamativa belleza de ella. Pero cuando paseaban parecía que algo les preocupara o deprimiera, ella hablaba mucho y él escuchaba cabizbajo y meditabundo, sin dejar de cogerle la mano. En alguna ocasión él bajaba solo al salón y se pasaba horas sentado en un sofá, fumando en silencio. No leía prensa ni libros, se limitaba a observar cómo las volutas de humo ascendían hacia el techo. Muchas mañanas ella se levantaba antes que él y se dedicaba a hacer largos en la piscina. Alguna vez sorprendí a una de las limpiadoras mirando embelesada cómo la chica emergía del agua y se secaba el pelo con la toalla. Porque aquella joven poseía una belleza extraordinaria pero muy terrena, no era una de esas diosas del cine que intimidan con el hechizo de la perfección. Tenía un cuerpo esbelto y elegante, bien definido y armonioso, y una piel maravillosa, dorada, nada que ver con el tono blanco lechoso que suelen tener las inglesas, que más tarde pasa a rojo pero que nunca llega a ser un verdadero bronceado.

»Yo entonces seguía trabajando en la recepción, una tarea facilísima en un establecimiento con tan pocas habitaciones y que me dejaba muchos tiempos muertos. Cuando no había nada que hacer, me entretenía leyendo. En cualquier otro hotel no me habrían permitido hacerlo por una cuestión de imagen, pero allí no les importaba, incluso creo que al contrario, al dueño le parecía de buen tono que la recepcionista leyera. Una tarde estaba enfrascada en mi libro cuando noté una presencia frente a mí y al alzar la cabeza me encontré a la inglesa. En seguida me sacó ella del error: no era inglesa, me aclaró, sino escocesa, aunque yo no le había notado el acento.

—Es cierto que habla de una manera muy particular, en un tono muy relajado —repuso Gabriel—, pero, pese a que no tuviera acento, no creo que le gustara nacía que la tomaran por inglesa...

—Por entonces yo estaba leyendo el
Siddhartha
de Hermann Hesse, y ella comentó que el libro le encantaba...

—Cordelia adoraba, a-do-ra-ba a Hermann Hesse. El
Siddhartha
, en particular, era uno de sus libros fetiche.

—Eso me dijo y, luego, nos presentamos. Me dijo que se llamaba Cordelia. «¿Te lo pusieron por
El rey Lear
?», le pregunté. Pareció muy sorprendida de que conociera el origen del nombre: no mucha gente lo adivinaba a la primera, me explicó. Yo le dije que me llamaba Helena por
El sueño de una noche de verano
. No era cierto, pero a mí me apetecía que lo fuera. Quería inventar algo que nos uniera, una señal de que estábamos predestinadas.

»Su compañero, me dijo, aún dormía en la habitación. Me contó cómo y por qué había llegado hasta allí con él. Habló de una historia de amor muy profunda que había vivido en Escocia y que le había destrozado, y de cómo, tras ella, se aferró a aquel hombre mayor con el que compartía habitación como un náufrago a una tabla de salvación; al hombre que la había acompañado a la isla, un hombre que llevaba tantos años detrás de ella...

—Sé quién es él, o estoy casi seguro, por lo que cuentas. Richard, no puede ser otro. Era amigo de mis padres, venía a visitarnos a menudo. Al principio pensé que venía animado por alguna promesa que le hubiera hecho a mi padre, no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde de que estaba fascinado por Cordelia.

—Tu hermana me contó que no estaba enamorada de él, que nunca lo había estado, y que sabía desde el momento de iniciar la historia que ésta tenía fecha de caducidad porque, cuando ella tuviera treinta, cuarenta años, ¿querría cuidar de un viejo? Pero, según me dijo Cordelia, eso mismo lo había comentado con él, y él le decía que no importaba. Podrían casarse, él aceptaría que ella tuviera amantes de su edad, heredaría toda su fortuna cuando él muriera, podría ser una mujer rica... A Cordelia esa perspectiva la animaba poco porque ya era rica, me dijo. No inmensamente rica, no tanto como su amante, pero al cumplir los veintiuno heredaría la mitad del patrimonio de sus padres, lo suficiente como para vivir sin trabajar durante una larga temporada, quizá incluso el resto de su vida, si sabía administrarse. «No quiero volver a Escocia», me dijo, «no me queda nada allí, la persona a la que amaba más que a nadie no quiere saber nada de mí».

—Conozco esa historia. Cuando era muy joven, casi una niña, Cordelia se encaprichó de un imposible y, tozuda como es, no entendió que no podía tenerlo.

—Sí, es tozuda. Bastante. Y se le había metido en la cabeza que a Escocia no volvía. Me dijo: «He estado pensando y me gustaría quedarme aquí por un tiempo.» «¿En el hotel?», pregunté yo. «No, en la isla.» «¿Tienes dinero?», pregunté entonces. «No mucho. Calculo que lo suficiente para sobrevivir un mes.» «¿Hablas español?» «Sí», me dijo, «se me dan bien los idiomas, hablo muy bien francés y español y entiendo algo de alemán».

—¿No te dijo que su madre era española? Nuestra madre era canaria, supongo que precisamente por eso Cordelia escogió Tenerife como destino para su escapada romántica, o su huida, o lo que fuera.

—No, en aquel momento no dijo nada. Lo haría más tarde, pero no entonces. No le gustaba hablar de su familia ni de su pasado. No me explicó hasta mucho después por qué hablaba tan bien español. Siempre pensé que lo había aprendido en el colegio.

—Lo aprendió de mi madre, claro, pero ella murió cuando Cordelia era pequeña, así que más tarde tomó clases particulares. Siempre se le dieron bien los idiomas. En su colegio era la mejor en francés, no sé dónde aprendió el alemán —dijo Gabriel—, probablemente lo aprendió sola. Cordelia era de ese tipo de chicas, ya sabes.

—Sí, justo, de ese tipo de chicas... Sea cual sea. Yo iba a dejar el hotel al cabo de quince días. Le dije que si se quedaba podía venir conmigo al Puerto. Tenía pensado alquilar un apartamento, ya sabía en qué restaurante iba a trabajar yo, y estaba segura de que a una chica como ella no le resultaría difícil encontrar trabajo de camarera. En el Puerto hay muchos bares, pubs y restaurantes que sólo tienen clientela alemana e inglesa, no le costaría encontrar algo. Resulta increíble que le hiciera esa propuesta a una chica a la que acababa de conocer, pero, como te he dicho, la conexión fue inmediata. No sé si te ha pasado alguna vez —a mí, muy pocas— que a partir de una mirada, de una voz, te mareas, como si ya conocieras a esa persona, como si la hubieras echado de menos mucho tiempo. Me lo repetía con la certeza de quien ha encontrado la respuesta al acertijo al que ha estado dándole vueltas en la cabeza durante años, como un repentino arrebato de fe: había encontrado una verdadera amiga, una hermana. Había leído cosas parecidas en algunas novelas, o las había visto en películas, pero siempre había pensado que los autores exageraban el influjo de la primera mirada. Licencia poética, ya me entiendes. Además, cuando hablaban de esa experiencia se referían siempre al enamoramiento y en mi caso el deseo nada tenía que ver con aquella afinidad tan intensa e instantánea. Porque yo, como la mayoría de las personas de este mundo, no puedo decirte exactamente qué es el amor, pero sí puedo decirte que creo en el amor, que creo en su poder, y que creo que no siempre se manifiesta de la misma manera, que no siempre tiene que ver con las palabras sexo, pareja, exclusividad o compromiso, ni con la fuerza que empareja a las personas y fecunda la materia del mundo, pero sé que, sea cual sea el aspecto en el que se manifieste o la variedad en la que aparezca, es lo único que puede proporcionar sentido a una persona, una sensación de pertenencia, y que, cuando aparece, la simple existencia se transforma radicalmente y empieza a ser, por fin, verdaderamente vida.

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