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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (4 page)

BOOK: El contenido del silencio
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»Lo cierto es que un mes después ambas estábamos instaladas en el Puerto, y empezó para mí uno de los períodos más felices y plenos, esos días maravillosos que sólo pueden vivirse en la primera juventud, cuando estás cruzando el puente entre los últimos días de la primera adolescencia y los albores de la vida adulta. Éramos jóvenes, guapas, nos comíamos el mundo. Yo sentía que había tenido una suerte enorme al haber podido reunir el valor para irme de mi casa y empezar a recorrer un camino propio, sin sentimiento de deuda hacia unos padres o una familia. Para muchos jóvenes resulta tan poderosa la influencia de los dogmas y la tradición; tan intenso el miedo al rechazo, al ridículo o a sentirse indignos o desagradecidos, a las responsabilidades implícitas en cualquier intento sincero de cambio y de autonomía; tan profunda la ignorancia juvenil, tan largo el alcance de las mentiras sobre el pasado y el presente que les han inculcado toda la vida, que rara vez reúnen el valor suficiente para manifestarse, para expresar su auténtica voluntad, sus ideas, sus deseos, sus fantasías, sus opiniones, y acaban casándose por el rito de una iglesia en la que no creen y a la que ni siquiera respetan para no defraudar a sus padres o estudiando una carrera que no les interesa para cumplir unos sueños que ni siquiera eran suyos: prefieren mentirse y mentir a afrontar la verdad sobre sí mismos. Y a mis veinte años, con Cordelia, tomé conciencia de que durante toda mi vida había ido creciendo dentro de mí un temor, una inquietud, una angustia inexpresable que me había impedido ver el mundo tal como era y afrontarlo tal como estaba capacitada para hacerlo. Cuando ese temor se acabó me encontré de pronto nadando en las turbulentas aguas de un mar de ansiedad y novedades, en un mundo muy distinto del que yo había vivido, mucho más rico, mucho más complejo, al que tenía que enfrentarme buscando nuevos ideales y deshaciéndome de los antiguos.

»Empezamos a trabajar en el mismo restaurante, en el turno de noche. Cordelia hablaba el suficiente español como para poder desenvolverse, incluso más o menos bien, con los clientes locales. Al cerrar, nos íbamos de juerga, salíamos todas las noches, todas, y cada amanecer nos bañábamos en la playa, era como un ritual, incluso si hacía frío o llovía. Al fin y al cabo. Cordelia estaba acostumbrada al frío escocés. Esta ciudad es pequeña y parece muy tranquila, pero en realidad es mucho más animada de lo que imaginarías a primera vista, y bulle por dentro como un volcán. Está llena de extranjeros y de millonarios, hay mucho viajero de paso, es un continuo trasiego de gente, no te aburres nunca si no quieres. Nos conocían en todas partes, nos invitaban a copas en cada local, los dueños, los camareros, los clientes. Cordelia era muy sociable, tenía una palabra amable para cualquiera que se le acercara. Era como un imán, como una luz de referencia. Cordelia poseía una combinación de belleza, ingenio y simpatía verdaderamente explosiva, que la convertía a ella en el centro de atención, y no pocas veces yo tenía que sobrellevar el hecho de quedarme aislada cuando ella acababa rodeada de gente. Sin embargo, no le daba mayor importancia; no era tan estúpida como para dejarme arrastrar a la trampa de los celos y las envidias. «Lo curioso», me decía Cordelia, «es que en Escocia nunca conocí este éxito, más bien al contrario. Allí era la rara del colegio y del barrio, nadie me entendía, nadie quería hablar conmigo, apenas tenía amigos ni amigas. Mi hermano era el popular, no yo».

—Es cierto —confirmó Gabriel—, pero sólo hasta cierto punto. 1la verdad es que ella era demasiado madura para entenderse con la gente de su edad, y no tenía muchas oportunidades de conocer otro tipo de personas. Supongo que aquí, en la isla, podía hablar con gente de todas las edades, de todos los ambientes, gente que entendiera sus lecturas, su obsesión por la astronomía, por las ciencias ocultas, por Blake, esas cosas que los chicos de nuestro colegio y nuestro barrio no entendían.

—Sí. Muchas veces se enredaba en profundísimas charlas sobre filosofía, literatura, astronomía o poesía, o sobre el sentido de la vida con el primero que estuviera dispuesto a darle réplica. En esta isla no era difícil encontrar a quien quisiera debatir sobre temas semejantes. Ya te he dicho que es un ir y venir de gente, siempre encuentras a tipos nuevos, caras desconocidas y, desde luego, si buscas quien esté dispuesto a hablar sobre esoterismo, enigmática o ciencias ocultas, da por hecho que aquí lo vas a encontrar. «Al mundo hay que infundirle alma», decía Cordelia, «me es imposible pertenecer a un mundo sin alma, sin conciencia, me es imposible pertenecer a un mundo muerto y agonizante, me es imposible pertenecer a un mundo al que sólo otros han infundido alma. Y aquí, en Canarias, es fácil encontrar el alma del mundo».

—No sé si citas la frase de memoria pero hablas con la retórica típica de Cordelia.

—Pero no estaba tan equivocada. Puede que aquí no esté el alma del mundo, pero al menos aquí se han reunido muchos de sus buscadores, porque, como quizá sepas, Canarias tiene una larga tradición de brujas y, además, aquí se instalaron muchísimos hippies en los años setenta, así que siempre habrá alguien para hablarte de runas, de tarot, del
I Chingo
del horóscopo egipcio o maya. Esos temas que le encantaban a tu hermana.

—Lo sé.

—Además, la mujer canaria es muy supersticiosa. No es que se trate de una isla de brujas y vudú, no te equivoques, ni que te metan grisgrís entre la ropa, pero aquí hay..., no sé cómo decirte, mucha magia. La magia es algo vivo, como el mar, aquí se vive con mucha naturalidad. En cada pueblo siempre hay alguna mujer que practica brujería blanca, que no pasa de hacer predicciones y conjuros de amor, males de ojo, etc. Hay curanderas también, adivinas, pitonisas, lectoras de cartas... A tu hermana le encantaba acudir a esas señoras para que le leyeran el futuro (en esta isla son legión las mujeres mayores que se arrogan ese don), incluso si tenía que hacer cien kilómetros hasta algún pueblo perdido del interior en busca de alguna anciana de la que le hubieran hablado, y muchos de los libros que leía Cordelia trataban sobre ciencias ocultas. Cordelia tenía una capacidad enorme para creer en lo increíble. Estaba abierta, se entregaba a cualquier superchería. Pero un poco de incredulidad no le habría venido mal, le habría servido de primera línea de defensa...

—Creo que esa obsesión suya tenía mucho que ver con el deseo de ponerse en contacto con mis padres. Perderlos tan pronto no es agradable para nadie, menos para una niña tan sensible como ella.

—Lo que te digo: podía hablar de esos temas durante horas si encontraba quien la escuchara. Por las noches, muchos se quedaban escuchándola atraídos por su belleza, incluso los que no tenían el menor interés en lo que ella contaba, esperando conseguir algo si resistían con paciencia sus soflamas. Aunque pocos lo conseguían. Es cierto que Cordelia podía llegar a ser muy provocativa si quería y que, a partir de cierta hora, y sobre todo si había bebido, cada inflexión de su voz y cada uno de sus gestos se convertían en un reto incitante y prometedor, pero no parecía sentir el menor deseo de ver crecer las semillas que tan alegremente plantaba. Practicaba el flirteo como quien se mete en un juego que comienza con pequeñas insinuaciones y prosigue con apasionadas indirectas, pero casi siempre lo abortaba antes de llegar a término. El acercamiento a Cordelia no existía porque uno no podía acercarse o alejarse de ella. Había que esperar a que ella viniera a buscarte, a que ella quisiera. Creo que gozaba con la sensación de dominio, pero que, sobre todo, deseaba llamar la atención y rodearse de esa atmósfera de alegre y cálido interés que se supone que uno vive en la infancia, pero que ninguna de las dos habíamos experimentado cuando éramos pequeñas, y que ella echaba a faltar desesperadamente. Cordelia era infantil en el sentido más literal de la palabra. No parecía particularmente interesada en el sexo, ni en encontrar una historia de amor, decía que seguía pensando en aquel amor que dejó en Escocia y que le sería muy difícil o casi imposible olvidarlo, parecía obsesionada con lo que había dejado en Aberdeen.

—Como te he dicho, creo que sé de quién hablas, estuvo verdaderamente trastornada por él, en el peor sentido.

—Pero, por otra parte, se la veía verdaderamente feliz, estaba encantada con Tenerife, decía que había descubierto otra vida, incluso otra Cordelia que ella misma no conocía. «En Escocia», me decía, «me sentía completamente diferente de los que me rodeaban, y siempre imaginaba que debía de haber otro lugar con otra gente que viviera de una forma más parecida a la que yo quería vivir, que compartiera mis ideas. Durante años Aberdeen ha sido mi cárcel, mi rutina, y como no podía luchar me rendía al silencio y me reservaba el derecho a odiar en silencio a mi tirano, y de vivir de sueños».

—Nunca le gustó Aberdeen. Supongo que debió de contártelo: nos mudamos allí cuando yo tenía diez años y Cordelia seis, a casa de una hermana soltera de mi padre, después de que mis padres murieran. Nuestra tía no era una solterona clásica. Era una mujer muy adelantada para su época, profesora en la universidad. Leía mucho, iba al cine, salía, tenía muchas amigas y muy pocos amigos. De mayor me di cuenta de que era lesbiana, pero de ese tipo de temas, por entonces, no era algo que se hablara mucho. No es que fuera particularmente cariñosa con nosotros, aunque tampoco era desagradable. Pero siempre viví con la impresión de que la molestábamos, de que habíamos invadido su rutina, su vida perfectamente hecha. Por ejemplo, cada noche que salía al cine o a donde fuera, a ver a sus amigas, al pub, nos dejaba solos, a dos niños no tan pequeños ya, pero sí lo suficiente como para que ahora, con mis ojos de adulto, me resulte increíble que lo hiciera. Durante el invierno, en Aberdeen, el viento puede llegar a ser muy fuerte, y en el jardín había un árbol cuyas ramas azotaban por las noches las ventanas del piso superior. Cordelia tenía auténtico terror a quedarse sola en aquella casa, y cuando mi tía se iba, dormía conmigo. Más tarde, cuando nos hicimos adolescentes, yo no tuve demasiado problema en encajar. Estaba en el equipo de rugby, y además era el chico más alto de la clase, me hice muy popular. Cordelia también era más alta que la media, pero eso en una chica no era ninguna ventaja. Casi no tenía amigos. Odiaba a todas las chicas con las que yo salía. Se pasaba horas encerrada en su cuarto, leyendo con el alma agarrada a las letras. No era una chica sociable, y al principio me ha sorprendido cuando me has dicho que aquí lo era, pero creo que tienes razón, necesitaba un cambio de aires, alguien que la escuchara, y supongo que en una isla como ésta, en la que todo el mundo viene y va y nadie te cuelga una etiqueta, en la que nadie ha decidido desde hace años que «ésta es Cordelia, la rara, no tenemos nada de qué hablar con ella», todo es más fácil.

—A los tres años de instalarse aquí, Cordelia conoció a un hombre, inglés también, que tenía un programa de radio en una de las muchas emisoras de habla inglesa de la isla, programa que mantenía por amor al arte, porque ni él necesitaba el dinero ni tampoco creo que le pagaran mucho. Se trataba de un tipo muy parecido a aquel hombre con el que tu hermana llegó a la isla.

—¿Te refieres a Richard?

—Sí, se parecía a Richard. Frisaba la cincuentena, era atractivo, rico, educado, tranquilo. Rubio, de ojos azules y algo acuosos que reflejaban la mirada de alguien que ha vivido mucho mundo y que ha aprendido a observar con distancia, sin rastro de ironía o soberbia. Creo que aquella cortés benevolencia fue la que cautivó a Cordelia. Para entonces, ella va no trabajaba, había heredado y no sé muy bien cómo se había dispuesto la cosa, pero recibía una asignación mensual desde Escocia.

—Sí —confirmó Gabriel—, tenía un gestor que invertía su dinero, que era, precisamente, el mismo Richard. Ella confiaba a ciegas en él, sabía que la amaba y que no la engañaría.

—El hombre del que te hablo, Martin, andaba por los cincuenta años, y al parecer había hecho inversiones inmobiliarias en Manchester en su juventud y se había hecho razonablemente rico. Tenía un pequeño apartamento en el Puerto, pero su casa estaba hacia Tacoronte, por la playa de los Patos, en una loma que divide las dos playas, sobre un acantilado. Una casa realmente espectacular, con una piscina enorme y vistas al mar. Nos invitó a vivir allí a las dos porque Cordelia insistía en que no se iba a separar de mí bajo ninguna circunstancia. Sé que resulta raro de explicar, pero ella dependía enfermizamente de mí, no tenía ninguna otra amiga íntima en la isla, ni siquiera, diría yo, en el mundo, y me había colocado en el papel de la hermana. Habíamos hecho un pacto: nunca nos separaríamos. Martin estaba tan enamorado que aceptó el acuerdo, y supongo que yo quería tanto a Cordelia que tampoco vi nada raro en trasladarme con ellos clos a la casa de Tacoronte. Comprende que yo nunca, hasta entonces, en ninguna relación humana, había experimentado la extraña proximidad que me unía a Cordelia. Sentía que ella, de alguna manera, me revelaba el sentido oculto de la existencia, que todo lo que nos sucedía adquiría un sentido peculiar en sus palabras, que necesitaba de ella para explicarme a mí misma, para verme. Además, nuestro apartamento no era gran cosa, y la casa de Martin era muy cómoda: enormes habitaciones blancas, suelos inmaculados de madera caldeada por el sol, el aire fresco del cuidadísimo jardín que entraba por las ventanas abiertas transportando sal y yodo desde el mar... La casa estaba situada sobre un acantilado y, desde el ventanal, el mar resultaba mucho mayor que visto desde la playa, más pacífico, más solemne, profundo y terso, como si se moviera al ritmo de una canción sublime, de secretas vibraciones sonoras. Muchas tardes, cuando contemplaba la puesta del sol, no me creía la suerte que tenía de poder disfrutar de aquel momento mágico, sin patetismo rimbombante ni sentimentalismo chillón. Me sentía una con aquel mar, de un verde efervescente y oscuro, que guardaba tantos secretos en su fondo, que descubría rocas si bajaba la marea, que arrastraba despojos silenciosos, que hilaba bajo el sol su tejido flotante de algas y de redes y de conchas. Prestaba atención a su rumor secreto y escuchaba crecer sus peces y sus plantas.

»Era un lugar maravilloso, y al principio fuimos muy felices los tres, en solidaridad cálida y franca. Yo sentía correr por mis venas el flujo del placer más noble y desinteresado, me sentía feliz sólo porque Cordelia lo era. Al principio. Pero, con el tiempo, algo empezó a oler a podrido en nuestro pequeño paraíso.

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