Precisamente fue una de las últimas noches que pasó con Ada cuando se dio cuenta de qué manera ella le recordaba a sí mismo y, por ende, a Cordelia, como en un extraño juego de espejos en el que se entremezclaran realidad y memoria, deseo y evocación, presente y recuerdo. Fue en el apartamento de Gabriel. Ada le habría dado a su marido una de tantas excusas para aventurarse hasta el día siguiente. O quizá el marido estuviera de viaje. En las pocas ocasiones en las que Gabriel podía pasar una noche entera con ella, no perdía el tiempo preguntando de qué modo había conseguido reclamar el privilegio de dormir fuera sin despertar sospechas ni recelos. Habían hecho el amor varias veces, una tras otra, poseído él por una especie de fiebre que le llevaba a hundirse lentamente y sin remedio en una Ada que le sorbía y le chupaba y le besaba y le succionaba hacia su fondo de limo y algas, chupeteándola él también como a un caramelo agridulce del que no quisiera desprenderse, lamiendo en ella sus propias heridas. Gabriel había dejado abierta la puerta del armario, porque el espejo de luna del interior —que originalmente habría servido para comprobar si un traje quedaba mejor o peor o hacía arrugas— reflejaba, si se dejaba abierta, lo que sucedía en la cama. Y jugaba a mirarse de vez en cuando, a contemplarse sobre ella o debajo de ella, y aquel reflejo de los dos cuerpos entrelazados y flexibles, como un extraño animal octópodo, le excitaba cada vez más. El duplicado de sus cuerpos no era muy diáfano debido a la poca luz. Habían encendido unas cuantas velas y la imagen de la luna parecía un cuadro antiguo recubierto por la pátina del tiempo. Y, de pronto, Gabriel se vio abrazado a sí mismo, tan idénticas eran en el espejo las cuatro piernas largas y fibrosas, las dos cabezas rubias con el mismo cabello corto y alborotado por el sudor. La imagen resultaba tan violenta, tan poderosamente simbólica, tan perturbadora... Ada se parecía tanto a él como se había parecido —o aún se parecía, quizá, dondequiera que estuviese— su hermana. Ada podría haber sido su hermana, su gemela. Y Gabriel no entendía si había estado buscando en ella un signo de identidad, una satisfacción de narciso enamorado de su propio reflejo, o a la hermana que había perdido. Su cabeza funcionaba a menudo así, como una araña suicida que urdiera laboriosamente su propia trampa. Cuanto más pensaba y analizaba, más daño se hacía a sí mismo, aunque debería haber sido al revés.
Uno de sus socios, que no sabía qué mal aquejaba a Gabriel pero que había advertido su evidente deterioro físico, fue el que le aconsejó el ejercicio físico como terapia. Gabriel tenía el carnet de socio de un club deportivo, pero apenas pasaba por allí más de dos veces por semana. Tras el abandono de Ada, se impuso desde entonces una disciplina espartana, e iba a nadar cada tarde a la salida de la oficina. Fue allí, en la recepción del club, donde se reencontró con Patricia, a la que había conocido en Oxford cuando él estudiaba y ella era la novia de uno de sus compañeros de piso, Shaun, un estudiante de filosofia con el que apenas habían convivido tres meses, pues al poco tiempo los dejó para irse a vivir, precisamente, con aquella misma chica bonita y rubia con la que Gabriel se encontró en el club, una rosa inglesa de tez de porcelana y unos ojos azules tan brillantes, tan encendidos de alegría que cualquiera habría dicho que estaba encantada de cruzarse, tantos años después, con el mismo Gabriel Sinnott con el que en Oxford apenas había llegado a intercambiar una decena de frases.
—¿Crees que deberíamos invitar a Grahame?
—Tú sabrás; es tu primo, no el mío.
—Es que he invitado a Karen, y ahora él está viviendo con otra mujer, y lo normal es que la traiga, claro, pero no sé cómo le sentará eso a ella.
—En realidad, a mí me da igual, no conozco a ninguno de los tres.
—Sí los conoces.
—Los habré visto tres veces en mi vida. Además, desde el primer momento hablamos de que queríamos una boda íntima, y ya vamos por los... ¿cien invitados?
—Más o menos... Pero aún no tenemos todas las confirmaciones.
—Esto es una locura. Además, casi todos son amigos de tu madre, es delirante.
—Gabriel, no te pongas así. Una boda es una boda, es una vez en la vida. Además, entre mi madre y yo nos estamos ocupando de todo, tampoco es tan difícil para ti.
—Precisamente, entre tu madre y tú... En mi opinión, tu madre interviene demasiado en asuntos que no son de su incumbencia.
—Mi madre me ayuda muchísimo. Pero, por favor, no empecemos ahora con la misma discusión de siempre.
Gabriel respiró hondo, y contó mentalmente hasta tres. Quería casarse, claro que quería casarse. Quería una vida normal, un hogar, unos niños. No deseaba volver a vivir la angustia de la soledad que había experimentado en la infancia, la angustia que se había repetido, tan dolorosamente, a lo largo de su relación con Ada, ese estado vergonzoso cuya curación —creía él— iniciaría el matrimonio. Se sentía extrañamente cercano a Patricia en un camino hacia una nueva cumbre de su existencia, jubiloso ante la idea de que un contrato, un papel que ciñese el amor a reglas y obligaciones mutuas, le redimiría de aquel dolor interminable, de aquella oprimente sensación de abandono e inseguridad. Amaba a Patricia, no con la pasión arrasadora, húmeda y caliente con la que había amado a Ada, sino con un sentimiento cálido, profundo y tranquilo. Amaba su tranquilidad, su amabilidad, el modo en que sus ojos azules, descansando en él mientras hablaba, le hacían sentirse envuelto en una esponjosa nube de paz doméstica. Amaba verse reflejado en aquellos ojos y encontrar allí al hombre fuerte, seguro de sí mismo, que deseaba ser y que quizá no era, pero que Patricia había construido. Amaba vaciarse del Gabriel temeroso que había sido para llenarse como por vasos comunicantes, a través de Patricia, del Gabriel fuerte que quería ser. Había imaginado muchos planes con ella, planes que se amontonaban en un futuro nebuloso: los dos hijos que tendrían, las cenas que organizarían, lo distintos que serían de otras parejas... Pero, por otra parte, le preocupaba algo más serio, una inquietud interminable, inexpresable, que apenas era capaz de formularse a sí mismo. Existía cierto temor visceral y subterráneo, tan sensible como un mareo, una extraña sensación de la que conseguía hacer caso omiso la mayor parte del tiempo. Pero, a medida que la fecha se acercaba, el estómago se le contraía secamente, sentía náuseas y vértigo: la manifestación física de un temor muy profundo a naufragar. De vez en cuando le acometían desmayos de la voluntad y la fe en sí mismo que le daban escalofríos, y pensaba que tal vez el matrimonio no tenía nada que ver con lo que de verdad él deseaba. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas trataba de convencerse de que sólo experimentaba una forma aguda de aprensión que acabaría pasando, el clásico terror masculino al compromiso. Otras veces pensaba que todo su aparente conformismo no escondía sino un pesimismo invencible, e imaginaba que el resto de su vida viviría atrapado en un mar de hielo que lo mantendría inmóvil, y lo aceptaba así, con estoicismo o resignación.
Debería haber hablado con Patricia de sus temores mucho antes, antes de la visita al párroco tranquilo y de voz suave, antes de la comida con los padres de ella, antes de confeccionar y entregar en Debenhams la lista de regalos, antes de contratar el restaurante y el fotógrafo, antes de todos aquellos trámites irreversibles. Pero ¿qué podría haber dicho, qué términos podría haber empleado cuando ni siquiera podía plantearse la cuestión a sí mismo?
El sonido del teléfono vino a sacarle de sus reflexiones. Se puso el albornoz y se dirigió al dormitorio a coger la llamada.
Cuando Patricia entró en la habitación se encontró a Gabriel sentado sobre la cama, extrañamente rígido, con la mirada ausente, el teléfono apagado todavía en la mano.
—Creo que tengo que ir a Canarias. Hay un problema serio con Cordelia.
—¿Qué tipo de problema?
—Ha desaparecido.
—Lleva desaparecida años.
—No es lo mismo, quiero decir que la policía la da por desaparecida... Es largo de contar. El caso es que tengo que ir a Canarias, hoy mismo, mañana. Soy su único familiar vivo.
—¿Canarias? ¿Qué tienes que hacer tú en Canarias? Hace años que no hablas con tu hermana, si ni siquiera la has invitado a la boda, no sabes nada de su vida... ¿cómo te vas a ir...?, ¿por qué?
—Sí la invité, a la boda; quiero decir, le envié la invitación, pero no contestó.
—Quizá no la recibió.
—Sí la recibió, me aseguré de enviarla a través de su gestor y le pregunté si se la había entregado.
—Pero no puedes dejarme sola precisamente en este momento, con todo el follón de la boda.
—Lo has organizado todo sin mí, a tu gusto y a tu manera. No te vas a enterar de si me voy o no.
—¿Y tu trabajo?
—Eso es asunto mío, pero ya sabes que mi trabajo es flexible. Y creo que la razón es lo suficientemente seria como para que me excusen.
—Pero no puedes irte... No puedes irte así, de pronto...
—Lo que me extraña —Gabriel parecía ajeno a las preguntas de su prometida— es que esa chica tuviera mi teléfono.
—¿Qué chica?
—La que me ha llamado, la compañera de piso de mi hermana. No sabía que Cordelia tuviera mi número.
La llamada de la mujer le había puesto sobre aviso: «En breve le llamarán periodistas. La noticia ya ha salido aquí en todos los medios, creo que falta poco para que la cubran en su país.» Gabriel desconectó el teléfono móvil y descubrió horas más tarde que, tal y como había previsto aquella mujer, el buzón de voz se había bloqueado. En la pantalla del televisor vio las imágenes de los cuerpos flotando en el agua, las ambulancias, las camillas, el cordón policial. No sintió tristeza ni desesperación, más bien una especie de incapacidad para comprender, un estupor como el que se experimenta cuando, recién despertado en una cama que no es la habitual y saliendo de una pesadilla, uno aún no tiene claro si las últimas imágenes eran producto de un sueño, ni tampoco reconoce muy bien dónde se halla.
En el avión, la imagen de Cordelia volvía a su cabeza después de tantos años de esforzarse en no pensar en ella. Típico de su hermana, desaparecer de esa manera en las circunstancias más extrañas, en medio del mayor de los misterios. Siempre había sido así: Gabriel era el sensato, Cordelia la imprevisible, como si les hubieran repartido los papeles desde la más tierna infancia. Para él, la disciplina había sido el contenido concreto más profundo de la mayor parte de su vida: no dejarse desmoronar, cohesionar al máximo las fuerzas esforzándose porque cada una estuviera en su sitio justo, cada fibra, cada impulso con un sentido y un compás propio, intentando estructurar la vida según un orden exacto. Gabriel nunca se salía de la estrecha demarcación en la que regían las normas convenidas, siempre se detenía en la línea fronteriza y, con una sonrisa cortés, observaba y esperaba, acostumbrado a medir y a sopesar sus acciones, incluso las más rutinarias, para poder prever las consecuencias. Nunca lloraba ni mostraba emociones e, incluso en los momentos de mayor tensión, o precisamente en ésos, parecía desplegar una capacidad innata para dominarse. Hasta que sucedió lo de Ada vivió convencido de que saldría adelante siempre y en cualquier lugar, y de que poseía auténtico talento para mantener la calma en las circunstancias más difíciles. Y, cuando, tras la ruptura, se desmoronó de una manera tan extraña en él, solucionó rápidamente aquella crisis contraponiendo a la inestabilidad de Ada la sensatez de Patricia. Aquella flexibilidad, aquella lucidez, aquella indiferencia, aquella contención, aquella precavida desconfianza ante el mundo, en suma, le habían sido de enorme utilidad para asumir la muerte de sus padres y adaptarse a la vida que le tocó vivir después, para aceptar la separación de Cordelia más tarde, para superar, incluso, la pérdida de Ada. Se diría que Cordelia, sin embargo, se había esforzado toda su vida en nadar contracorriente, en balar dos octavas por encima del rebaño, en huir de lo convencional como un gato del agua. Incluso en la adolescencia, cuando quien más quien menos intenta adaptarse a las ideas del grupo, Cordelia se esforzaba en leer lo que los demás no leían, en escuchar la música que la mayoría deploraba y en vestir de negro de pies a cabeza, completamente indiferente a la opinión de los otros, al menos en apariencia. Retraída y desdeñosa, mantenía una prudente distancia con respecto al resto del mundo, como si viviera en una jaula propia en la que sólo permitía entrar a su hermano. Pero incluso su propio hermano era incapaz de seguir sus razonamientos. Cada vez que intentaba avanzar por los meandros y derroteros de una de las conversaciones filosóficas de Cordelia, le daba la impresión de que la charla se perdía en términos nebulosos que él no acertaba a descifrar. Voluble y extrema, su hermana pasaba del júbilo intenso a la lúgubre desesperación como si atravesara puertas giratorias. (Años más tarde le atraería de Ada esa misma volubilidad que había aprendido a amar en su hermana.) Cordelia era de decisiones prontas e impulsivas: irse a vivir a Canarias había sido una de ellas.
«Llevaré un cartel con su nombre», le había dicho ella. Pero no lo llevaba. Cuando Gabriel llegó, una mujer morena se acercó a él y le tendió la mano. Caminaba con un contoneo circular tierno y dulce. La masa oscura de una melena vaporosa aureolaba un rostro pequeño y triangular invadido por los ojos inmensos, muy negros, de una gravedad desolada.
—¿Cómo me ha reconocido?
—Porque eres idéntico a Cordelia.
La mujer que le había recibido en el aeropuerto era incontestablemente guapa, pero se presentía una tristeza en su aire lánguido, como si a la sangre le costara remontar con lentitud el recorrido necesario para mantenerla viva. Tenía el pelo y los ojos oscuros, piel dorada, pómulos angulosos, cuello esbelto, cintura estrecha, brazos y piernas largas, manos suaves y expresivas con uñas bien pulidas, sin esmaltar, y un aire levemente masculino en el vestir: pantalones negros y camisa blanca, ambos de lino. Esa sobria indumentaria transmitía la misma austera dignidad de una reina desposeída que le había fascinado en Ada. Iba sin maquillar y le recordaba también a ella —pese a que Ada fuera rubia— en la naturalidad y la falta de afectación. De edad indefinida, podría tener entre veinticinco y treinta y tantos años. El color de sus ojos pasaba de castaño a negro según la intensidad y la inflexión de la luz que recibieran en un momento determinado. Se la veía tranquila, pero su expresión era seria. Al recibirle, hizo algo inesperado: se alzó de puntillas y besó a Gabriel en la mejilla, imprimiendo allí el tacto de sus labios, suave como un guante de seda. Parecía triste y abatida pero irradiaba serenidad y aplomo, como si hubiera alcanzado, pese a su juventud, un nivel de conocimiento muy superior al de él, o como si flotara por encima de las circunstancias, envuelta en una beatífica niebla de distancia, una sensación de calma, un radiante silencio que ardiera en su interior. Gabriel se sintió inmediatamente atraído hacia ella, cautivado por la deslumbrante sencillez de su actitud, y le pasó como un destello por la cabeza —una reacción espontánea, estímulo y respuesta, el relámpago imaginativo del deseo, como un animalillo que saliera a toda prisa de su madriguera buscando la luz del sol para regresar inmediatamente a su interior, en retirada— la imagen de la chica desnuda, bajo él, sobre él. Los hombres tienen ese tipo de pensamientos veinte veces al día y, en el caso de Gabriel, incluso alguna más, pero sólo porque alguien experimente un momentáneo destello de excitación, se dijo, no significa que tenga intención alguna de hacer algo para que ese destello se plasme en algo concreto. Además, tenía la impresión de que ningún hombre podía permanecer mucho tiempo inmune al implacable encanto de una mujer semejante. Aun así, le asaltó un leve sentimiento de culpa y se recordó que debía llamar a Patricia en cuanto estuviera instalado. Quizá, pensó, aquella reacción suya respondía a cierto resentimiento porque le había sorprendido la frialdad y la falta de tacto y empatía de su prometida cuando le comunicó la noticia de la desaparición de Cordelia. No obstante, lo cierto es que Patricia estaba muy estresada con el asunto de la organización de la boda, así que Gabriel había decidido no tenérselo en cuenta. Una vez más, como tantas otras, Gabriel había colocado una tapa sobre su indignación hirviente, que se consumía a oscuras.