Si dos erizos se acercan, las púas de cada uno dañarán al otro. El miedo a ese dolor hace que se aíslen para evitarlo y, en consecuencia, terminan sufriendo por su soledad. El erizo no desea acercarse a otros por el sufrimiento que eso podría causarle, pero quedarse en soledad también le causa sufrimiento. Haga lo que haga, está destinado a sufrir.
Despertar sin la certeza de cuándo se despidieron los sentidos y cuándo llegó finalmente el sueño. Una luz tímida se filtraba por entre los visillos de las ventanas. La luz que se disolvía en la habitación era la luz de un día concreto, con fecha, diferente de los que habían sido y serían. Una luz pálida, difusa y amable, azulada, suave como el silencio que había pactado tregua, desde hacía unas horas, con las respiraciones pausadas y lentas que se oían en la cama. Gabriel tomó conciencia de la luz y de aquellos sonidos primeros y únicos, de la brisa especial que agitaba las cortinas de las ventanas y llenaba la imaginación de sal y de mar. Dos cuerpos inertes y silenciosos que, como dos guerreros vencidos, reposaban tras la lucha. Cuerpos que se habían enfrentado con armas primitivas (besos, mordiscos, abrazos, refriegas) y que habían conocido suspiros de rendición en la madrugada. La cama se había convertido en una nave que los transportaba a ambos hacia un futuro desconocido a enorme velocidad. La sensación de plenitud del tiempo era tan vivida que resultaba casi tangible. Helena se despertó. Le miró con los ojos muy abiertos. Gabriel recuperó la memoria reciente, fresca, de lo que había sucedido pero que aún le costaba creer. Le parecía inconcebible estar viviendo aquello, prodigioso que hubiese sucedido. Y persistía el sol errado temor de que todos los recuerdos no fueran sino ilusión, espejismo, delirio.
Se abrazaron, permanecieron tiempo sin hablarse, oprimidos el uno contra el otro como dos niños asustados.
Entraron otras luces —rosas, amarillas, naranjas—, que iban despidiendo a la oscuridad.
El estridente sonido de un móvil vino a romper el silencio. Patricia, una vez más y como siempre. Gabriel desconectó el teléfono.
El no la había seducido a ella. Helena tenía sus propios motivos para hacerle el amor. Cada uno de los dos tenía su historia secreta y trágica, sus razones, sus formas de encarar las tragedias, sus necesidades incomprendidas. Ambos trabajando en sombras por su propia supervivencia. Como cualquier otra relación humana —al menos en lo que Gabriel recordaba—, aquélla había tenido más de conspiración que de negociación. Helena se levantó de la cama, la mirada rasando su vuelo indiferente sobre Gabriel. Se dirigió al baño caminando con paso de reina. Cerró la puerta tras de sí. Gabriel escuchó largo rato cómo corría el agua de la ducha. Ella emergió por fin envuelta en una toalla, su digna belleza más evidente aún sin afeite alguno. Salió inmersa en su silencio, casi perdida en íntima zozobra, como sin más voluntad que la de la indiferencia entre sus labios mudos, tranquila y soterrada, lejana y distante. Náufraga dentro de su propio mar, a millas marinas de Gabriel pero en la misma habitación.
Helena se vistió con parsimonia, como si la noche anterior no hubiera pasado nada, y después volvió la cabeza hacia él y le anunció:
—Voy a bajar a pasear por la playa. Necesito estar sola un rato... Me entiendes, ¿no? Calculo que tardaré una hora o así. Si quieres, nos llamamos luego.
«¿No deberíamos hablar de lo que pasó anoche?», pensó Gabriel. Pero no dijo nada.
—Está bien. Luego me llamas. Creo que bajaré a desayunar.
Cuando ella salió, él se dirigió a su propia habitación, en la que la cama sin deshacer le recordaba lo que había pasado —que no había dormido allí—, que tan difícil le parecía de creer. Pero el ámbito sereno de aquel orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente en una habitación impersonal, le tranquilizaba. Ese espacio era suyo, sin Helena para llenarlo de dudas, sin un desbaratado ejército de sombras para invadirlo. Se sentía solo y a salvo.
Todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado. Y vacía la extensión del cielo, sin una sola nube en aquella pantalla de blancura diamantina que parecía cubrir Punta Teno. Estaba en suspenso el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. Estaba en suspenso la quietud del mar, bonanza sin escollo ni peligro. «Plano en la superficie —le advertía Helena—, pero es todo un engaño: vive agitado por corrientes subterráneas, igual que tú.» Y estaba en suspenso el rumor sin nombre que parecía brotar desde la tierra, o desde otra dimensión remota.
Todo estaba en suspenso: el aire, el tiempo y las decisiones.
Curiosamente, la evidencia de la muerte de Cordelia, la certidumbre de un final definitivo tanto tiempo temido, le había devuelto a Gabriel una paz que ya casi no recordaba. Después de tantos días temiendo y esperando, después de tantas alegrías efímeras y arrebatos engañosos como había vivido en los últimos días, tanto en Tenerife como en Fuerteventura, después de tantas angustias inscritas en el entusiasmo de los paisajes nuevos, la desgracia asumida empezaba a parecerle clemente y confortable.
Cuando Helena se presentó en el herbolario, dispuesta a volver a trabajar, se encontró con unos patrones amabilísimos y solícitos. Rayco los había puesto al corriente de la historia de Fuerteventura. A ellos y a la isla entera, y Helena se había convertido en la heroína local, la que había puesto a la policía sobre la pista del paradero de la Malvada Alemana. Cuando Helena les explicó que estaba agotada, tanto física como emocionalmente, fueron sus propios jefes los que la convencieron de que se tomara unos días de vacaciones. Al fin y al cabo, no estaban en temporada alta, su presencia no era imprescindible. Helena regresó a casa, se lo contó a Gabriel, y él decidió hacer dos llamadas: a la oficina y a la compañía aérea, para posponer su regreso. Eludió la obligada tercera llamada a Patricia y la sustituyó por un mail escrito desde el iPhone, tan razonado como artero, en el que le contaba muchas verdades —que necesitaba reflexionar sobre el cambio o la inflexión que la pérdida definitiva de Cordelia suponía en su vida— eludiendo la verdad esencial: que quería seguir al lado de Helena. Después se sumergió en un paréntesis hueco de días en el que en ningún momento le preguntó a Helena si quería que se quedara él definitivamente, por si acaso ella decía que no. El tiempo se le había quedado prendido en algún instante imposible de precisar entre los días que había pasado en Punta Teno junto a ella —¿cuántos?, ¿uno, dos, una semana?—, inmóvil y plano, y Gabriel se deslizaba sobre él sin alterar la superficie y sin avanzar en realidad, manteniéndose estático, como si el tiempo los hubiera eximido a él y a Helena de tener que entenderlo como lo entendían el resto de los mortales —pues para ellos se había transformado especialmente en una magnitud elusiva y líquida—, como si ellos se hubieran quedado allí —pura vibración, puro presente— aislados en Punta Teno, expulsados no sólo del tiempo, sino de la Vida con mayúsculas, que seguía transcurriendo en alguna parte, pero sin incluirlos, sin un futuro para imaginar.
Gabriel mantenía desconectado el iPhone en lo posible para evitar llamadas de Patricia, pero no tenía más remedio que encenderlo de cuando en cuando para revisar llamadas de la oficina y para contestarlas. Sabía que regresaría a Londres, pero no era urgente. En la oficina podían vivir sin él —su asistente era particularmente eficiente, como quedaría probado en su ausencia— y, en cuanto a la boda, él la daba por pospuesta.
Le sorprendió encontrar en el buzón de mensajes uno de un número español, canario. Escrito en un impecable inglés, decía: «Hola, soy Virgilio, vuestro guía en Jandía. Quería saber cómo estabais. ¿Puedes llamarme a este número si no es molestia para ti? Todo lo mejor.»Gabriel marcó el número inmediatamente. Se sorprendió a sí mismo ansioso por volver a hablar con aquel hombre que tanta antipatía le había provocado en un primer encuentro. Mantuvieron una conversación amable. Gabriel le explicó la situación: aún no había regresado a Londres, estaba descansando en Punta Teno, en Tenerife, Helena se encontraba bien...
—¿En Tenerife? Yo estoy en el Puerto ahora. Me quedaré unos días, tengo unos asuntos que resolver aquí. Me encantaría veros, si queréis.
—Está bien. Se lo preguntaré a Helena.
Pero Helena no quiso ver a Virgilio. Tanto el guía como el Puerto le traían demasiados recuerdos, dijo. Insistió, sin embargo, en que Gabriel fuera si quería. Ella le dejaría el coche. «Me apetece estar sola —le dijo—. Me vendrá bien. Y a ti también, seguro.»Así pues, Gabriel llamó a Virgilio. Acordaron verse al día siguiente en el hotel Botánico. Helena le confirmó que ése era el mismo hotel en el que ella había trabajado al llegar a la isla. «Es uno de los mejores», le dijo. Gabriel pensó que a Cordelia le habría encantado la coincidencia.
Como estaba previsto, Virgilio le esperaba en el bar del hotel. Tenía aspecto de estar muy cansado, con una palidez y unas ojeras que sugerían una noche en blanco, pero mantenía, pese a todo, una mirada plácida, de ojos limpios como espejos. Parecía que ya no viera en realidad a Gabriel e, indolente, sólo permitiera que se reflejara sobre sus pupilas como sobre una superficie acuosa. Gabriel tenía la impresión de que, al haber compartido aquel momento en Cofete, podrían hablar sin preámbulos ni malentendidos, tal que si después de Cofete poseyeran ambos una clave secreta, un código establecido que les permitiría entenderse como amigos, sin protocolos, sin modales, sin fórmulas de buenas maneras y sin la desconfianza y el recelo que Gabriel había sentido ante un hombre tan atractivo. Todo por miedo a perder a Helena, un temor que se había disipado ahora que la había tenido en sus brazos, pese a que en realidad la angustia de perderla era más grande después de haber hecho el amor con ella que antes. Pues antes de enredarse ambos se había hecho a la idea de que no la iba a tener nunca, pero después de haberla probado, la ansiedad ante la posibilidad de perder eso que había tenido y que quizá no volvería a tener se hacía más dolorosa.
—¿Y bien? ¿Cómo te encuentras? —preguntó Virgilio—. Te he llamado varias veces al móvil, pero siempre salía el contestador. Por eso te envié el mensaje. Después de que llegó el helicóptero, todo fue tan rápido...
—Lo desconecté. El teléfono, quiero decir.
—Entiendo.
—Pero estoy bien, gracias. Un poco desconcertado. Y deprimido.
—¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza?
—Quiero un güisqui.
—¿A estas horas?
—Sí, a estas horas. Si a ti no te molesta. Es el desayuno típico escocés, ya sabes...
—No me molesta en absoluto. Es más, te voy a acompañar. Camarero, dos güisquis, por favor.
Hacía años que Gabriel no bebía güisqui, desde los primeros tiempos en Londres, tiempos de pubs y de clubes en los que bebía mucho y muy en serio, cuando se acostumbró a llegar al trabajo con resaca y a sentirse como si hubiera ido a caer a la pista de un circo, a una arena de lucha, a un escenario angustioso. Una ciudad frenética, vertiginosa, delirante, drogada. Y cruel. Hasta el día en que decidió que ya no quería beber más. Y llegó una época de soledad total, un año de mierda, de sábados por la mañana perdidos en paseos solitarios por Hyde Park, envidioso de las parejas acarameladas con las que se cruzaba. Vagabundeaba por la ciudad sin planes, sin dirigirse a lugares específicos. Algunos días permanecía en el centro caminando a pasos largos y despaciosos por calles estrechas v oscuras que, sin embargo, resultaban un hervidero de gente. La ciudad era demasiado grande, los movimientos impredecibles. Otros días entraba en librerías y acariciaba con las puntas de los dedos los lomos de libros que nunca leería. Tanto le abrumaba el vacío que sentía que cuando salía de allí apenas podía dar un paso, y se aparcaba en la esquina de una calle cualquiera, pensando en cómo había arruinado su vida, sin poder evitar recordar a Cordelia. Y entonces encontró a Ada. Y dejó de depender del alcohol para hacerse adicto a la angustia.
—Si te digo la verdad, hasta que encontramos a Heidi en Cofete, creía que existía alguna posibilidad de hallar a mi hermana viva, de que estuviera con ella, quizá...
—Y eso, ¿por qué? ¿Qué te hacía pensar que tu hermana podía estar con ella?
—Bueno, había papeles, cartas, fotos... Helena pensaba que Cordelia podía estar muy cercana a Heidi, que no se habría suicidado junto con los demás. Pero se equivocó. Cordelia está muerta. Es algo que tengo que asumir.
—Ya... Entiendo. Debe de ser duro.
—Lo es...
—Gabriel, hay algo que tengo que contarte. Verás, Fuerteventura es muy pequeña. Apenas somos cien mil habitantes. Casi cinco veces menos que en Edimburgo, ¿no?
—Sí..., supongo.
—Como comprenderás, nos conocemos todos. En particular, mi familia es muy conocida. Mi tía trabaja en el Cabildo y su marido fue el presidente del Cabildo Insular. En fin, que en Puerto del Rosario me conocen bien.
—¿Esto es Puerto del Rosario?
—No, esto es Puerto de Santa Cruz. Puerto del Rosario es la capital de Fuerteventura. Allí me conocen bien. La policía también. Cuando trabajas de guía a veces te metes en historias raras... El año pasado, por ejemplo, hice de guía para una pareja de brasileños muy ricos, me pagaban realmente una fortuna por un tour de cinco días, lo que llaman un
jeep safan...
Bueno, el caso es que la mujer apareció en la habitación de su hotel semiinconsciente: le habían dado una paliza. Al principio decía que habían sido unos desconocidos, pero lodo era muy inconsistente, no se sostenía, se contradecía mucho... Y yo tuve que declarar la verdad, que sospechaba que había sido su marido porque ella ya había tenido tiempo de contarme que se quería separar y que él había organizado el viaje para reconquistarla después de una bronca... Bueno, te cuento la historia para que entiendas por qué tengo tan buenas relaciones con la policía...
—Los llamaste tú, es eso lo que quieres decirme, ¿no? Cuando fuiste a buscar los bocadillos.
—Eres muy listo.
—Por eso estabas tan seguro, cuando oímos aquel ruido, de que se trataba del helicóptero de la policía...
—Sí.
—¿Y si no hubieran venido ellas? ¿Y si toda la pista hubiera sido falsa?
—Verás, cuando llamé nadie pareció sorprendido. Después de que la foto de la Meyer salió en la prensa y en la tele, se recibieron varias llamadas de gente que aseguraba haber visto a la alemana en el ferry a Fuerteventura. No les hicieron mucho caso al principio, pero cuando llamé yo pensaron que la pista podía ser fiable. Por lo visto, la policía ya creía que no habrían salido de Canarias.