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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (24 page)

BOOK: El contenido del silencio
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—¿Casa de vacaciones? ¿Aquí? ¿Alguien pasa las vacaciones aquí? Resulta increíble.

—Veréis... Las pocas casas que hay aquí construidas se remontan a los tiempos en que Jandía aún estaba habitada. Después la zona se declaró parque natural y quedó prohibido edificar, excepto sobre antiguas casas de majoreros. Como os dije, Jandía se abandonó. Pero a partir de los años ochenta, cuando empezó el
boom
del turismo en Fuerteventura, algunos de los descendientes de los antiguos majoreros que pudieron probar sus derechos sobre las casas las rehabilitaron. Más de una se alquila, pero como aquí no hay electricidad ni agua corriente, y además están situadas en un lugar de tan difícil acceso, son más bien los de Morro Jable los que vienen de vez en cuando a pasar unos días en la que fue la cabaña de su abuelo o su bisabuelo. No sé, es posible que a tu madre le hayan alquilado una. Agua puede tener, del aljibe, pero electricidad estoy seguro de que no. No hay ningún grupo electrógeno por aquí.

—Mi madre es una mujer muy ascética, muy espiritual, ¿sabes? De hecho, la razón por la que venía aquí era precisamente porque quería hacer un retiro... Un retiro espiritual.

—Pues si es por eso, no va a encontrar mejor sitio, desde luego. Siempre y cuando esté dispuesta a iluminarse con velas y quinqués v a alimentarse de pescado y perdices, o que se haya traído una reserva muy grande de comida enlatada. No sé, cosas más raras se han visto, pero no me imagino a mucha gente capaz de vivir tan aislada. Aunque la verdad es que sé de un alemán que estuvo meses viviendo en una cueva no muy lejos de aquí, así que nada de lo que me cuentes me sorprende. En realidad, si hace setenta años los majoreros vivían sin luz ni agua corriente, no veo por qué ahora iba a ser imposible para nadie instalarse aquí.

El paisaje caía y se levantaba en la falda y el filo del macizo. Según iban ascendiendo por los bancales, el tiempo, umbrío y nuboso cuando estaban en la casa, despejó, y salió un sol espléndido. La tierra roja volvía a beber la luz en el azul abierto. La casa Winter estaba situada de tal manera que muy probablemente casi siempre estaría en sombra, pues se la daban las montañas en cuya base se asentaba, razón de más para pensar que aquella casa no se había construido con el propósito de ser una casa de vacaciones. Ciertamente, el hecho de que la construcción estuviera en sombra tan cerca de una piava tan luminosa acentuaba aún más su presunto propósito siniestro.

Siguieron ascendiendo a través de bancales derruidos, rodeados de nada, de silencio, de aire, de soledad. Abundaba en la tierra, negra de piedra, un gris de plomo y azul de plata, con manchas de roja herrumbre, y alguna salpicadura amarilla de flores. El agua a un lado y la montaña al otro. La luz del sol parecía, en aquel paisaje telúrico y desolado, el anuncio de un fuego robado a los dioses que, desde aquel cielo estático, contemplaban cómo los pobres mortales se peleaban con el cansancio y el paisaje, en busca quizá de un imposible.

Y de repente apareció. Estaba perfectamente disimulada con el paisaje.

—La casa —Helena no gritó, simplemente anunció su presencia con solemnidad, como una sibila recitando una profecía.

—Es increíble... Es como si se nos hubiera aparecido de pronto.

—Porque está hecha de piedra seca, ¿ves? Se construye sin argamasa, simplemente por apilamiento, encaje y equilibrio de piedras. Así se construyen los bancales también. Por eso está tan disimulada, porque desde lejos la hemos confundido con los restos de unos bancales. Pero es que además creo que se trata de una casa jonda, es decir, está excavada en la tierra y la parte que sobresale es pequeña, apenas un piso, pero no mayor de uno noventa. Por eso uno casi no ve la casa hasta que está frente a ella.

Allí parecía no haber nadie. La puerta estaba cerrada y el silencio envolvía las piedras.

—Creo que ahora mismo está vacía —confirmó Virgilio—. Pero la casa está habitada. Quiero decir, que no está abandonada como la Winter. Aquí viene gente a menudo. Porque mira la puerta: esta puerta recia, sólida, con una cerradura moderna, no es la puerta original, seguro. Y la casa está cuidada. Las paredes están en su sitio. Alguien se ocupa de reponer las piedras que van cayendo debido a la erosión. Puede que tu madre la haya alquilado. Puede que viva aquí y haya salido a dar un paseo.

—¿No deberíamos mirar a través de las ventanas? —preguntó Helena.

—Sí, rodeemos la casa —la apoyó Gabriel.

Aquella edificación no tenía una planta grande. Apenas contendría dos habitaciones.

—Esta ventana tiene un cristal —señaló Virgilio—. Y un cristal resistente, caro. Es obvio que han rehabilitado la antigua casa. Y han gastado mucho dinero. Mirad, se puede ver el interior.

Desde el exterior se alcanzaba a ver una cama de matrimonio perfectamente hecha, con sábanas plegadas. Una mesilla de noche, libros.

En la parte de atrás, la casa tenía un pequeño patio con un lavadero de piedra. Había un resto de jabón.

—Sospecho que sí, que hay alguien aquí, viviendo ahora. Este jabón parece de uso reciente. Si llevara aquí mucho tiempo, las lluvias lo habrían deshecho. Y si tienes una casa así para venir, por ejemplo, los fines de semana, cierras las contraventanas en las temporadas que no vas a estar. Porque, si no, de noche, el viento puede destrozarte el cristal. Así que ahora debe de haber alguien viviendo aquí. Pero habrán salido, supongo.

—Mi madre tiene un 4 × 4, un Land Rover. Puede que haya ido a dar una vuelta por la isla, y que luego venga a dormir. Deberíamos esperar por aquí a ver si regresa.

—Y ¿qué pretendes? ¿Esperar aquí hasta que caiga la noche? Aquí no hay luz. En la casa Winter el aparcero se ilumina con velas y quinqués. De noche, la oscuridad será cerrada, y hará frío. Mucho frío.

—Verás, me es absolutamente imprescindible saber si mi madre está aquí. Es una cuestión muy, muy importante.

—En tal caso, si quieres, puedes regresar a Rosario, alquilar un Land Rover, hacerte con mantas, víveres y linternas... y regresar aquí y montar guardia frente a la casa.

—Creo que es una buena idea —declaró Helena solemnemente.

—¿A qué hora cae el sol aquí? —preguntó Gabriel.

—No sé, entre siete y ocho, supongo.

—Y ¿qué hora es ahora?

—Las cuatro.

—Te propongo una cosa —Helena se dirigió a Virgilio con toda la autoridad de la mujer desesperada—. Tú vas al restaurante de Cofete y compras comida, unos bocadillos. Entretanto nosotros esperamos aquí, por si apareciera su madre. Vuelves, y si no hubiera noticias, comemos mientras contemplamos la vista espectacular de la playa. Si a las ocho no hay rastro de su madre, nos vamos. Y te pago el doble de lo que habíamos acordado.

—Helena, ¿puedo hablar contigo un momento, a solas? —Gabriel la tomó delicadamente del brazo y la llevó, en un aparte, al lavadero.

—¿Tú estás loca? Nos quedamos aquí, esperamos. Y, si de pronto aparecen Heidi y Ulrike, ¿qué? Te van a ver, van a salir corriendo y se van a subir al Land Rover. O puede que estén armadas, ¿no has pensado en esa posibilidad? Y Ulrike te conoce, te vio cuando fuiste a buscar a Heidi a la casa, habló contigo, puede reconocerte...

—No esperaremos aquí. Nos ocultaremos detrás de unos bancales. Ya has visto lo fácil que es camuflarse aquí entre el paisaje. Si aparecen Ulrike y Heidi, llamamos a la policía inmediatamente. Y si es Cordelia... Si es Cordelia hablará conmigo, estoy segura. Y contigo también. Eres su hermano.

—Soy su hermano pero no me ha visto en casi diez años.

—Razón de más. Conozco a Cordelia. —Una nota de ansiedad, de desesperación, le temblaba en la voz; hablaba ahogada, como si acabara de correr una enorme distancia—. No se iría sin hablarnos, estoy segura. E incluso si lo hace, al menos sabré que está viva. Y si huye..., bueno, pues avisamos a la policía inmediatamente. Recuerda que esto es una isla. No hay forma de salir si no es en ferry. Las encontrarían muy pronto, lo sabes. Ya oíste a Rayco. Incluso la Interpol está detrás de ellas.

A pesar de su aparente calma, Gabriel percibió, con más intensidad que nunca, los músculos de acero de la resolución de Helena.

—Está bien, tienes razón.

Volvieron al patio de la casa, donde los esperaba su guía, fumando un cigarrillo con expresión tranquila mientras contemplaba la línea del horizonte.

—Lo hemos decidido. Nos quedamos. Te pagaremos por tu tiempo, por supuesto.

—Sólo habíamos acordado que os llevaría hasta Cofete y os ayudaría a buscar la casa. Y ya la hemos encontrado.

—He dicho que te pagaremos. —Gabriel estaba cada vez más ansioso, y el deje de arrogancia del guía no contribuía precisamente a mejorar su humor.

—Mira, tengo derecho a saber si me estoy metiendo en un lío... —La voz de Virgilio sonaba tan calma como el mar.

—¿Qué quieres decir?

—La señora a la que buscáis no es tu madre, ¿no?

Gabriel estaba cansado de mentir.

—No. No lo es —admitió.

—La mujer de la foto me resultaba familiar, y mientras venía hacia la casa he creído recordar por qué. Todas las televisiones hablan de la misma historia, del suicidio colectivo en Tenerife. Y muestran la foto de una mujer, la líder del grupo, que se parece mucho a esa mujer que tú dices...decías, que es tu madre. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Detectives privados?

Hubo una pausa. Gabriel y Helena intercambiaron miradas.

—No, somos familiares de una de las desaparecidas —admitió ella—. El es su hermano. Yo, su mejor amiga. Y ella, Cordelia, tenía las fotos guardadas en casa. Nos había dicho que Heidi hablaba de la casa de las fotos como de su escondite, su refugio.

—Y ¿por qué no avisasteis a la policía?

Nueva pausa.

—Lo intentamos —mintió Gabriel—, pero no nos hicieron caso.

—Pero esa mujer es peligrosa, ¿no? Podría ir armada.

—Nos camuflaremos en los bancales. Si la vemos llegar, avisaremos a la policía.

Virgilio permaneció en silencio un rato largo. Miraba al mar.

—Está bien. Voy al restaurante a por comida. Tenéis mi número de móvil. Si esa mujer aparece, por favor, llamad. Después de avisar a la policía, por supuesto. No creo que tarde ni siquiera cuarenta minutos en ir y volver con los bocadillos. Cuando regrese, haré guardia con vosotros. Pero sólo hasta que anochezca. —Volvió a quedarse callado y, tras una pausa, musitó como para sí—: Debo de haberme vuelto loco.

—Gabriel. Estoy muy, muy nerviosa. Lo entiendes, ¿verdad?

—Perfectamente. Pero puede que esta noche no venga nadie. O que quien venga no sea quien nosotros esperamos.

—No, es Heidi. Aquí vive Heidi. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Lo sé. Lo siento. Ahora, por favor, no esperes que hable. Estoy demasiado nerviosa. Sólo quiero mirar al mar y..., no sé, rezar, supongo. Rezar para que todo salga bien.

—Pero ¿tú eres creyente?

—Más o menos. Ahora deseo serlo. Necesito serlo.

Ascendieron hasta encontrar un bancal desde el que se veía la casa pero en el que difícilmente podrían ser vistos por alguien que ignorara su presencia allí. El declive del terreno y las piedras hacían fácil pasar inadvertidos.

No era tan sencillo encontrar allí un lugar para sentarse. El suelo estaba sembrado de piedras cortantes. Por fin, Gabriel dio con un pequeño claro sobre el que se sentaron Helena y él. Ella tenía la mirada fija en la casita, y los labios apretados.

Diversos pensamientos acudían en tropel a la mente de Gabriel y se convertían en torbellinos como los que la brisa formaba a sus pies al arremolinar el polvo dorado por el sol en ráfagas intermitentes. En su interior, todo se dispersaba como hacían los elementos en aquel trozo de tierra perdido y manejado por el viento danzarín. Fijó la vista en el azul del mar como si fuera el lastre de sus pensamientos, lo único sólido a su alrededor. Toda la historia de Cordelia había adquirido unas dimensiones tan colosales como para que otros hechos más remotos, incluidos los que hacía menos de una semana parecían los más importantes entre los que le concernían directamente, fueran perdiendo color hasta desvanecerse. La imagen de Patricia se había difuminado hasta formar parte de una especie de lejana perspectiva pictórica en la que un hombre con el mismo aspecto de Gabriel aparecía al lado de aquella esbelta mujer rubia. Se habían vuelto difusos los años pasados junto a ella. Y pensar que había imaginado tanto tiempo cómo sería la vida, durante años y años, al lado de aquella mujer, que había pensado que al vivir cobijado por aquel cariño paciente y espeso su sufrimiento se aliviaría y que las imágenes que llevaban torturándole tantos años, desde aquel resbalón en Edimburgo, serían menos perceptibles, menos agudas, menos reales incluso. Cuando se comprometió con Patricia fue porque imaginó que, protegido por el resplandor intenso de una madurez más acentuada, de una seguridad en sí mismo más inmediata, de una situación mejor emplazada para la perspectiva, olvidaría todo lo que había pasado. Gabriel era un hombre que durante años había intentado escapar al destino utilizando la disciplina y la negación como vías de evasión. Pero el destino, y el pasado, le habían dado alcance en Canarias. Bajo la agitación superficial de sus pensamientos giraba vertiginosamente una espiral de alerta que, a pesar del agotamiento, no dejaba de dar vueltas a la posible aparición de Heidi o, quién sabe, quizá también de Cordelia. Le sobrecogió aquella sensación de que su vida estaba a punto de dar un giro copernicano, como si de repente la montaña sobre cuya falda estaba sentado fuera a sufrir un desprendimiento. Sintió que su cuerpo iba a fragmentarse en pequeñas partículas. O quizá sería su cabeza la que estallaría de tensión. Pero la sangre seguía fluyendo por sus venas, podía sentir el latido de su pulso en las sienes. Él seguía allí, vivo, expectante. ¿Y si toda aquella ansiedad resultara en vano? Porque su miedo era del tipo que se acerca más al riesgo en lugar de prevenir contra él un violento deseo de experimentar el peligro hasta el final para poder así olvidarlo. Ese temor que había gravitado pesadamente sobre Gabriel desde que perdió a sus padres, el mismo que en el pasado le hizo traicionar a su hermana. Quizá Heidi no regresara nunca, quizá la casa perteneciera al bisnieto de un majorero que iba cada fin de semana. Quizá nunca más volvería a ver a Cordelia y sólo le quedaría el recuerdo de aquellos ojos azules como el mar y de la deuda que nunca había pagado.

Al cabo de una hora vieron un jeep avanzar por la playa. Helena se puso a temblar. Unos violentos estremecimientos le agitaban el cuerpo en sacudidas. Gabriel le cogió la mano. Era la segunda vez que la tocaba ese día. La primera había sido apenas una hora antes, cuando la había cogido del brazo para hablar con ella en un aparte. Le pareció ridículo estar pensando precisamente en algo así en un momento tan importante, y en ese instante una figura emergió del coche.

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