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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

El contenido del silencio (23 page)

BOOK: El contenido del silencio
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Más tarde apareció el mar, y las playas, los campos de dunas blancas contra el agua color turquesa. El tipo de paisaje que uno sólo ha conocido en sueños, en películas o en folletos de agencias de viajes. El viento había sido el principal arquitecto de aquel espectacular decorado, arrastrando pacientemente desde la orilla del mar enormes cantidades de finísima arena hasta completar la formación de una asombrosa cordillera de dunas resplandecientes, adornadas por varias playas de aguas cristalinas de extraordinaria transparencia. El mismo viento que azotaba imperiosamente los cristales del todoterreno y que obligaba a las partículas de arena a estrellarse contra las ventanas.

Llegaron a Morro Jable, un enclave perfectamente urbanizado y turístico, lo cruzaron y a partir de allí iniciaron el ascenso de tina pista sin asfaltar, con unas curvas vertiginosas en las que el vehículo daba tales botes como para que más de una vez Helena y Gabriel se golpearan la cabeza contra el techo. Para colmo, el tramo de pista era mucho más estrecho que el de una carretera tipo, y de vez en cuando aparecían todoterrenos en dirección contraria. Hubo momentos en que Gabriel temió que se salieran de la pista y cayeran al mar desde el acantilado, pero pensó que al menos moriría feliz y que se ahorraría el incómodo trámite de tener que explicarles a Patricia y a su familia por qué estaba pensando en anular una boda planeada para más de cien invitados.

—No os preocupéis. La carretera no es peligrosa, pero sí es larga y nos esperan unos buenos dos kilómetros de ascenso entre curvas.

Al llegar a la degollada de la cuesta, Virgilio detuvo el vehículo en un mirador.

—Estamos a doscientos veinte metros sobre el nivel del mar, justo en la divisoria de cumbres, cuando la pista deja de ascender y comienza su descenso hacia la costa de Barlovento.

Desde el mirador se veían unas montañas de piedra negra, y en su falda, como una enagua, un ribete de playa de arenas blanquísimas, cuyas orillas lamían unas aguas intensamente azules que, según iban avanzando mar adentro, iban volviéndose cada vez más oscuras, en gradación cromática. Gabriel se quedó sobrecogido ante aquel espectáculo de montes de paredes verticales y desnudas que caían bruscamente, cautivado por el silencio y la vastedad del paisaje que no podría limitarse nunca a su propia hermosura y majestad: allí, el mar, la tierra y el cielo parecían aliados en una densa conspiración de belleza. La vista era magnífica, el viento infernal.

Iniciaron el descenso. Las mismas curvas de vértigo, el mismo miedo a despeñarse.

Y, de pronto, se acabaron las curvas y la tierra se volvió roja. Una mezcla de ocres salpicados de rojo muy intenso y, de vez en cuando, algunos arbustos.

—Si queréis, pasamos por el Risco del Moro para llegar a Cofete —sugirió Virgilio—. Siempre recomiendo pasar por este lugar aunque haya que desviarse, en el pueblo hay un guachinche donde se come pescado, y del bueno. Pero por una vez no se trata de una simple recomendación gastronómica. No hay pueblo en sí, cuando digo pueblo quiero decir..., apenas hay una veintena de casas pero, ya digo, hay un bar que tiene electricidad solar y agua de manantial, ya que no hay ninguna infraestructura pública que llegue hasta allí. Preguntaremos si alguna pareja de alemanas ha alquilado una casa en Cofete. Ya os he dicho que apenas hay veinte casas, de forma que si están allí nos lo dirán.

Cofete era una reunión de casas en el sentido isleño, no en el sentido de lo que Gabriel entendía por casa. Se trataba de pequeñas construcciones rectangulares hechas de piedra encalada que apenas podrían contener una habitación o dos.

Llegaron al restaurante, que, efectivamente, dependía de un grupo electrógeno y un enorme aljibe que parecían custodiar su entrada. Virgilio se puso a hablar con el camarero. Gabriel, como de costumbre, no entendía nada de lo que decían. Ni siquiera captaba retazos de la conversación, como le sucedía a veces.

—¿De qué hablan? —le preguntó a Helena.

—Virgilio ha pedido pescado. Ahora le está preguntando si dos turistas alemanas han alquilado una casa en la zona. El camarero está haciendo una lista de todos los alemanes que han pasado por aquí últimamente. Han venido algunos, pero siempre en grupos mixtos, de hombres y mujeres. No recuerda haber visto a dos mujeres solas. Si te digo la verdad, yo tampoco entiendo mucho lo que dicen: el camarero tiene un acento muy raro. Aquí hablan distinto, y no me refiero sólo a Fuerteventura. Me da la impresión de que los de aquí, los de esta zona, hablan de otra manera...

El camarero les llevó una bandeja con pescado fresco acompañado de aquella especie de harina tostada canaria que Gabriel había empezado a reconocer como típica —gofio, se llamaba— y de unas cervezas. Lo apuró todo sin hambre pero con ansiedad, deseoso como estaba de ponerse a buscar cuanto antes la casa de las fotografías.

—Si os parece —dijo Virgilio—, paseamos hasta la playa y luego volvemos a coger el jeep. Dentro de cinco minutos estaremos en la zona de las fotos.

Los tres salieron del restaurante, y Virgilio volvió a adoptar su tono profesoral.

—Como veis, esto es como un anfiteatro natural, de piedra. Construido por la erosión del mar, con paciencia, durante millones de años. Hay casi ochocientos metros de desnivel entre las cumbres más altas y la base situada a orillas del mar.

Frente a sus ojos se extendía una playa de arenas rubias, la orilla moteada de restos de maderas arrastradas por las olas, resguardada de la vista de los curiosos por la cadena montañosa del macizo de Jandía. Daba la impresión de ser un amplio territorio virgen, no se veían bañistas en sus aguas ni toallas en sus arenas. Ni un chiringuito para turistas ni una atalaya para el socorrista. Era una de esas playas de postal que Gabriel había visto fotografiadas muchas veces, pero no había contemplado nunca en la realidad. La impresión, al natural, era completamente distinta, impactante, casi... religiosa. Sólo blanco y azul extendiéndose hacia el horizonte. El azul del mar y el del cielo eran muy oscuros, intensos. Del mismo color de los ojos de Cordelia. Un presagio, quizá.

—¿Cómo una playa tan hermosa está desértica? ¿Cómo nadie ha construido? Ni siquiera un chiringuito... —preguntó.

—Esta playa es muy engañosa. Ves estas arenas tan blancas, este agua tan azul, y piensas en un mar tranquilo, pero no... La arena es tan blanca porque es de origen orgánico, procedente de conchas de moluscos marinos, de ahí su extraordinaria belleza. Pero la de Cofete es una playa de ver y no tocar, nadie se baña en ella porque es extremadamente peligrosa, meter un pie en el agua es meterlo en la tumba... El oleaje es muy fuerte; además, la corriente lateral te empieza a arrastrar cuando el agua te llega por las rodillas. Un poco más allá (no la veis desde aquí, pero luego os la enseñaré) hay una roca a la que llaman «La roca de las Siete Mujeres», precisamente porque siete chicas se ahogaron allí.

Gabriel se habría quedado horas en aquella playa, llenándose los ojos de azul y blanco y vaciando la cabeza de Cordelias y Adas, de Patricias y Helenas, pero era demasiado consciente de que el tiempo apremiaba. En cuanto cayera el sol, no podrían seguir buscando. Siguió a Virgilio y a Helena y volvieron a subir al jeep. Condujeron paralelos al mar durante unos cinco minutos, hasta que Virgilio detuvo el coche a ras de playa, casi en la arena.

—¿Veis? —señaló una enorme roca que se alzaba mar adentro—. Ese es el islote del que hablaba. El de las Siete Mujeres. Separa las playas ele Jandía y Barlovento. Ahora, mirad hacia allí, ¿veis la villa? Es la misma de las fotos.

El edificio se alzaba sobre un risco que había a pie de playa. Tenía un aspecto inquietante, recordaba vagamente a esas casas de torres picudas que suelen aparecer en las películas de terror. Pero no porque la arquitectura fuera gótica, al contrario. La casa era blanca, de tejas naranjas, con el mismo tipo de estructura colonial de tantas edificaciones que había visto Gabriel en Tenerife. Lo que la hacía tan siniestra era el hecho de que se alzase aislada y solitaria en medio de aquel paisaje negro, lo enorme que era y, sobre todo, que pareciese sumida en la oscuridad. Porque sobre el pico de la montaña se habían posado unas nubes y su sombra caía precisamente sobre la casa. Según iban subiendo con el jeep, la casa se iba haciendo más y más enorme.

—Al guardián de la casa le conozco. Hay un perro muy grande, pero no debéis tener miedo. Espero que os deje ver algo del interior. Ahora se la enseñan a turistas alemanes, pero gran parte está cerrada. Está en ruinas, además, y amén de que hay lugares de difícil acceso, también hay zonas peligrosas.

—Desde luego, no parece una casa de retiro, sino más bien un castillo —observó Helena.

—Sí, hay muchas cosas raras. Os lo mostraré antes de que entremos. Fijaos en la torre, ¿no parece una torre vigía? Es accesible solamente desde los dos pisos superiores, no podremos subir. Sin embargo, yo estuve hace años con un investigador alemán y lo que llama la atención es que allá arriba se encuentran los restos de una enorme caja de fusibles. Y cuando digo enorme, quiero decir enorme de verdad. Lo que hace pensar que allí, en la torre, se encontraba un aparato que requería una gran cantidad de electricidad.

—¿Insinúas que la torre era un faro?

—Son conjeturas pero, sí, da esa impresión. Ahora fijaos en la terraza, y a continuación desviad la mirada hacia abajo, a la izquierda. ¿Veis todas esas pequeñas ventanas? Hay una que está tapiada. Bien, allí hay un pasillo largo que se abre a un montón de pequeñas habitaciones, todas ellas revestidas de azulejo blanco, sin ventanas y sin dimensiones para hacer de dormitorios.

—¿Un hospital? ¿Un laboratorio?

—De nuevo conjeturas. Os puedo decir también que la cocina de la casa tiene unas dimensiones como para dar de comer a un ejército, no a una familia, y que, como os he dicho, los sótanos se tapiaron. Pero si caminas por el patio muchas veces suena a hueco, lo que indica que los sótanos debieron de ser muy grandes, o incluso da pie a especular, como alguna vez se ha dicho, con que la casa se hubiera construido sobre una cueva subterránea.

—Todo esto es fascinante.

—Sí, corren muchas leyendas, elucubraciones y teorías de todo tipo. Parece evidente que ésta no pudo ser una casa de recreo, pero, lo dicho, nada probado. Por Dios, ¿quién querría veranear aquí? La playa es peligrosa, la zona está desierta, no hay nada en lo que ocuparse, amén de en cazar perdices y en pasear por la playa... sin bañarse, claro. Por otra parte, Winter hizo una enorme fortuna en España, y sus hijos la han heredado. Siempre que alguien especula sobre el motivo o el fin de la construcción de la casa, los hijos amenazan con demandar. En fin, si queréis, entramos y pregunto al majorero si conoce a dos alemanas que puedan estar por aquí...

En ese momento, un perro enorme se acercó hasta el guía trotando y ladrando como un poseso. Detrás de él llegó un viejo desdentado que agarró al perro por el collar y saludó a Virgilio con un cabeceo.

Virgilio sacó un cigarrillo, le pasó uno al viejo y empezaron a hablar. Al cabo de unos diez minutos de charla, Virgilio tradujo.

—Le he preguntado si sabe de alguna casa en los alrededores, de alguna vieja casa de majorero que no esté en Cofete, sino cerca de aquí. Me ha dicho que hay dos. Una se ve desde aquí, ¿la veis? Me dice que conoce a los dueños, que viven en Morro Jable, y que está seguro de que ahora mismo no hay nadie porque pasa por allí todos los días cuando pasea con el perro. La otra, según me indica, está precisamente hacia el islote, de forma que, si es verdad que allí hay una casa, es cierto que cualquier fotografía de la casa Winter tomada desde allí presentaría exactamente la misma perspectiva de las fotos que sacó tu madre. Dice que la casa se nutre del mismo aljibe que la Winter a la hora de abastecerse de agua.

—Pero yo no veo ninguna casa.

—Puedes no verla, si es una casa de majorero tendrá poca altura y puede estar disimulada entre los bancales. Recuerda como la casa Winter se nos ha aparecido de pronto, pese a ser una construcción muy grande, casi un castillo. Debido a la orografía del terreno y a las perspectivas de pendiente, en esta zona se producen muchas ilusiones ópticas. Lo mejor será que avancemos hacia allí, a no ser que queráis echarle un vistazo al interior de la casa. El guardián estará encantado de enseñárosla siempre que le deis una propina.

A la casa se accedía a través de un portón de madera con una «W» gótica grabada en la entrada que daba a la puerta el aspecto de portón de castillo hechizado y no de casona canaria. La decadencia de la casa soñolienta se advertía nada más entrar. Las gallinas correteaban por los suelos de losas destrozadas por el crecimiento imparable de las malas hierbas que se habían abierto paso a través de las junturas. Se apreciaban a primera vista los desconchados en las paredes de cal. Atravesaron una amplia estancia con una chimenea que Gabriel imaginó salón de baile o sala de reunión de oficiales y a partir de ahí siguieron de habitación en habitación vacía. Finalmente, llegaron a una enorme terraza desde la que dominaba un paisaje impresionante. Gabriel entendió entonces por qué tanta gente pensaba que la casa había servido de base de observación, puesto que desde allí se abarcaba la extensión de las dos playas, y se podría avistar cualquier barco que cruzara o intentara atracar, así como cualquier persona que se acercara por tierra. Sin embargo, no se veía la casa a la que el guardián se refería, a no ser que, como Virgilio afirmaba, sus muros de piedra seca se camuflasen entre los bancales.

El perfil griego de Helena se recortaba, a su lado, contra el fondo azul. Gabriel sintió un estremecimiento de deseo. Empezaba a parecerse a una polilla aturdida que se golpea una y otra vez contra un resplandor implacable, porque en ningún momento Helena había dado la más mínima señal de corresponder a sus ganas. Ella, Gabriel lo sabía, sólo pensaba en Cordelia, en si Cordelia estaría en aquella misma playa, a unos metros de la terraza, o en el fondo del mar, devorada por los peces.

Virgilio apareció entonces como un heraldo de la sensatez y la cordura.

—¿Intentamos buscar la casa? Confieso que empieza a picarme la curiosidad. Hasta hoy no había oído hablar de ninguna casa de majorero por esa zona. Es mejor que dejemos el jeep aquí. Tendremos que ir subiendo por los bancales. El guardián dice que está a menos de un kilómetro, y... esto es lo que estabais esperando oír. La casa está remodelada, y aunque no está habitada todo el año, él cree que alguien la utiliza de casa de vacaciones. Es posible que tu madre la haya alquilado.

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