»Fuimos a casa de mi madre y me metí directamente en la cama. El doctor me había inyectado un tranquilizante. Dormí durante casi veinticuatro horas, un sueño largo, irresponsable, cándido, pues sufría una verdadera crisis de agotamiento. Por eso no me enteré de las constantes llamadas de todo tipo que se recibieron en casa de mi madre, hasta que mi tío descolgó el teléfono. Al día siguiente se presentaron dos sacerdotes de La Firma exigiendo hablar conmigo. Mi tío les informó de que estaba en la cama y que el médico me había prohibido recibir visitas. Yo, que efectivamente estaba tumbado en mi habitación, no me enteré, afortunadamente, de nada, ya que mi tío no les permitió entrar. Usó una excusa muy eficaz, dijo que mi madre se acababa de despertar, que estaba en casa todavía con el camisón y que no creía apropiado que los sacerdotes la vieran con una prenda tan poco recatada. Sabía que así les impediría entrar, pues los discípulos temen más a la sensualidad de la mujer que al propio fuego del infierno. Como mi tío temía futuras visitas, entró en mi habitación y me comunicó que nos íbamos, los tres. Y, efectivamente, nos fuimos, a una casa de campo que mi tío tenía en Galapagar. De camino paramos en El Corte Inglés para comprarme un pijama y algo de ropa porque no tenía nada, todo lo que podía llamar mío se había quedado en el centro. La casa de Galapagar no tenía teléfono, y mi tío pasaba a visitarnos cada dos días, pues debía trabajar. Así, no me enteré de las constantes llamadas que él recibía tanto en el móvil como en su oficina. Mi tío llegó a temer que los de La Firma le siguieran y descubrieran dónde me había escondido, pero no fue así, gracias a Dios.
»Pasamos allí más o menos un mes, hasta que hube ganado peso y confianza. Durante esos días mi madre estuvo a mi lado constantemente. Dábamos paseos por el campo y hablábamos mucho, de todo y de nada. De su infancia, de la mía, de mi padre. Aprendí a querer a mi madre con un amor sereno, igualitario, no con la dependencia del niño, sino con la admiración del adulto. Me enseñó a cocinar y veíamos películas todas las noches. A mí aquello me resultaba muy difícil. Durante cinco años no había visto un beso en una pantalla, no digamos ya una escena de desnudos o de sexo, porque en el centro censuraban previamente cualquier película que se viera allí. Todo me escandalizaba, pero poco a poco me fui acostumbrando.
»En cuanto volvimos a Madrid mi tío me llevó a ver a un psicólogo especialista en casos como el mío. Se trataba de un sacerdote jesuita, y por tanto podíamos hablar durante largas horas de religión. Me enseñó a darme cuenta de que uno podía abandonar La Firma y seguir perteneciendo sin problemas a la Iglesia católica, de que yo podía seguir siendo creyente y aun así ser contrario a los métodos de la organización. Me habló de numerosos teólogos y sacerdotes católicos que se habían enfrentado con ellos. Y, sobre todo, me enseñó a desembarazarme de la angustia, de la confusión, de la culpa, me enseñó a desconectar el punto candente de mis obligaciones para con los demás, me enseñó a avanzar hacia una meta en la que pudiera ser yo y no el juguete de otros, me enseñó a que en ninguna parte, y mucho menos en los evangelios ni en la Biblia, estaba escrito que debiera abandonarlo todo para seguir a Dios, que debiera renunciar a mi salud física o mental, o a mi propio dinero, que debiera olvidarme de mis intereses, de mi familia y de mí mismo. Me ayudó a atravesar de su mano la niebla emocional, a despejar la confusión y los autorreproches, a encontrar mi propio centro y a situarme en él... Pero eso no sucedió de la noche a la mañana. Durante un año, cada martes y cada jueves, manteníamos largas charlas, y durante un año, diariamente, escribía. De la misma manera que había llevado un diario en La Firma, ahora llevaba otro. Un diario sincero, que hablaba de mis progresos, de la cólera que quebraba toda mi felicidad posible, de las sensaciones rotas, de los sabores futuros, de la pena al desnudo, de los rincones polvorientos del alma que descubría y limpiaba de repente, de los progresos que iba haciendo de puntillas. Gracias a todo lo que escribí puedo contar la historia con tanta precisión ahora, con tanta calma, con tanta distancia.
»Me matriculé de nuevo en la universidad, esta vez en la Autónoma de Madrid, para hacer el doctorado. El Departamento de Historia Contemporánea depende allí de la Facultad de Filosofía y Letras. Hice talleres y cursos de posgrado. Obtuve, como siempre, calificaciones excelentes. Mis compañeros y mis profesores pensaban que era un chico muy tímido y, sabiendo como sabían que me había licenciado en filosofía en la famosa universidad de La Firma, probablemente imaginaban que de una manera u otra era simpatizante, lo que al principio, sospecho, les creó cierta desconfianza. Pero siempre me trataron bien. Dos años después ingresé en un grupo de investigación sobre historia cultural de la política. Seguía siendo un cerebrito y aún me costaba relacionarme con gente de mi edad, sobre todo con las chicas. Leía, leía y leía. Retenía datos en la mente intentando entender, establecer conexiones, buscando la clave recóndita, el hilo del laberinto, desandando los pasos en busca de la encrucijada exacta en la que me desvié del camino y erré la dirección hacia ninguna parte. Y en aquel regreso, los libros hacían de brújula y de guía.
»A los veintiséis años se me presentó la oportunidad de conseguir un lectorado en Oxford. Y ¿sabéis lo que me decidió a marcharme allí, por qué fui? Porque sabía que la capellanía católica de Oxford se había opuesto a la implantación de La Firma en Londres, que incluso el capellán había hecho llegar una advertencia a los estudiantes para que se mostrasen alertas ante posibles maniobras de reclutamiento de La Firma y se ofrecía para charlar al respecto con cualquier estudiante. Durante el año que estuve en Oxford mantuve una estrechísima relación con el capellán y también con muchos profesores católicos, y descubrí una manera de entender la religión que ya mi psicólogo me había indicado: menos artificial, menos impuesta, más auténtica. Con sencillez desnuda, de vuelo de pájaro, de pan y de sal. Con la limpieza necesaria para no sufrir innecesariamente ni hacer sufrir a los demás. Mi fe se mantenía erguida, a pesar de todos los vientos de duda que parecían a punto de derribarla.
»Regresé a España. Veintisiete años. Doctorado con premio extraordinario. Excelente curriculum. Tres idiomas (lo único que le agradezco a la universidad de La Firma es que allí aprendí alemán). Y, sin embargo, yo sentía que en el mundo real, fuera de la cómoda endogamia del sistema universitario, sería incapaz de desenvolverme. Me costaba hablar con mujeres, seguía siendo extraordinariamente tímido, envarado y formalista, carecía de amigos de mi edad, nunca me había emborrachado...
—Disculpa que te pregunte esto y, por supuesto, puedes no responderme, pero ¿habías mantenido alguna relación? Relación amorosa, quiero decir.
—No, nunca. Seguía siendo virgen, si es eso lo que me estás preguntando.
—Pero... ¿por qué? Si eres un hombre muy guapo, e imagino que serías un joven guapísimo...
A Gabriel apenas cinco días antes se le habrían llevado los diablos con semejante comentario. Ahora no le importaba.
—Supongo que te parece raro, pero allí, en Oxford, había mucho estudiante chino, pakistani, británico, pero de familia india... muchos que creían que debían casarse vírgenes o al menos aparentarlo. Así pues, yo no destacaba por eso. Te sorprendería saber cuántos estudiantes se mantienen célibes. Incluso en España, en los años cincuenta, mi situación no habría sorprendido a nadie. Verás, el caso es que, cuando hice la terapia con aquel psicólogo, él me explicó que la mayoría de los discípulos, en cuanto salen, buscan una pareja, y que los resultados suelen ser catastróficos a no ser que encuentren a alguien cercano a La Firma que pueda entenderlos. Tienes que pensar que ingresas muy joven en la organización, con apenas quince años, y que te mantienes como congelado, fuera del mundo, en una vitrina. Cuando yo salí, a los veintitrés, tenía la experiencia sentimental de un preadolescente, y un gran miedo a las mujeres, a las que casi no había tratado. Además, ya sabes lo que les dicen a los alcohólicos en rehabilitación: no pueden empezar una relación hasta que hayan pasado un año exacto sobrios, sin probar una gota. En realidad, tienes que haber aprendido a estar solo, a valorarte a ti mismo antes de iniciar una relación porque, de lo contrario, existe un enorme riesgo de que transfieras la dependencia que tenías del alcohol o de La Firma o de las drogas o lo de que fuera a la nueva relación amorosa.
»Eso lo entendí muy bien y, además, tampoco lo tenía muy fácil para conocer mujeres. En los cursos de doctorado o en los grupos de investigación había muchas, de hecho había más mujeres que hombres, pero todas tenían novio o estaban casadas. Y en Oxford la verdad es que me encerré mucho y apenas salía. Además, yo seguía siendo creyente, buscaba una mujer para casarme, no quería tener tina simple aventura sexual, pero por otra parte tenía verdadero pánico al matrimonio, a equivocarme en mi decisión y a acabar atado de por vida a alguien que no me conviniera, como me pasó con La Firma. En Oxford, salí con una chica coreana, católica. No sé si lo sabes, pero Corea del Sur es el tercer país católico de Asia, ha batido el récord de países en conversiones anuales al catolicismo. Y como suele suceder entre los nuevos conversos, se trata del catolicismo en su versión más estricta. Aquella chica era virgen y quería seguir siéndolo hasta el matrimonio. Yo me mentía a mí mismo y me decía que la respetaba. En el fondo había encontrado la excusa perfecta para esconder bajo una capa de respeto el miedo que tenía al sexo. O, mejor dicho, al fracaso, a no saber comportarme. Así que podría decir que había tenido una novia, pero mentiría. Se trataba simplemente de una amistad romántica. Además, no estaba enamorado de ella. En cualquier caso, aquello no podía durar mucho. Sé que esto resulta difícil de entender, pero cuando pasas tanto tiempo célibe no echas de menos el sexo, no sé por qué, pero de alguna manera desaparece la necesidad. «Deja la lujuria un mes y ella te deja tres», dicen. Pienso que yo, que siempre fui retraído, tras aquellos siete años secuestrado por La Firma (dos fuera de la casa y cinco y pico en ella), tras tantos años de recelos medrosos, condicionado para pensar que las mujeres eran peligrosas, no sabía, no podía acercarme a ellas con naturalidad, y mi propia cobardía me mantenía encerrado en mí mismo, acorazado en mis libros.
»Regresé a Madrid, como os decía, completamente perdido. Como una mariposa torpe y desorientada, no hacía más que estrellarme una y otra vez contra el cristal de mi propio miedo, que me impedía salir al mundo. Tenía claro que no quería seguir en la universidad, que aquélla había sido una fase de mi vida, pero que no iba con mi carácter. Me planteé buscar un trabajo, pero antes me dije que podía tomarme un tiempo de descanso. Por primera vez desde que ingresé en La Firma no me sentía impelido a llenar mi vida de ocupaciones, podía estar a solas conmigo mismo, sin trabajo, sin libros, sin rosarios, sin jaculatorias, sin horarios que cumplir ni obligaciones que satisfacer, simplemente no haciendo nada, disfrutando del placer de ser y estar. Decidí darme unos meses antes de ponerme a buscar trabajo en serio para darme la oportunidad de recuperar el tiempo perdido y hacer las cosas que no había hecho durante todos aquellos años. Por las mañanas me iba a cualquier exposición gratuita que hubiera en la ciudad, que hay muchas, os lo juro, y por las tardes me iba al cine. Me saqué el abono de la Filmoteca Nacional y muchas veces veía dos o tres películas en una misma tarde. ¿Sabéis lo increíble que me parecía poder ver escenas de sexo sin sentirme culpable ni avergonzado? No iba a bares porque nunca había fumado ni bebido, y no me sentía cómodo allí. Pero iba a muchos cafés, cafés antiguos de los de velador de mármol (ahora no quedan muchos, algunos quizá en el barrio de las letras, entonces había más), me compraba cuatro periódicos, cuatro, y los leía los cuatro, encantado, disfrutando hasta de la más mínima noticia, incluso leía las necrológicas, lo juro, ávido de información después de tantos años en los que sólo pude leer el
ABC
de cuando en cuando, y con las noticias recortadas. Y entonces, en un café, me topé con ella.
—¿Con quién?
—Con ella. Con la mujer que siempre acaba por aparecer en este tipo de historias. Ya la conocía, de hecho. Había coincidido con ella en el grupo de investigación, y ya entonces me gustaba. Pero en aquel tiempo ella tenía novio, a pesar de que yo creía notar cierto matiz amistoso en su sonrisa, unos segundos de más al mantenerla y una forma de clavarme la mirada que me desligaba del resto del grupo. Estaba sola, en la mesa de enfrente, leyendo un periódico también. Acababa de salir de la consulta del médico, una revisión de rutina, y había decidido tomarse un café. La reconocí inmediatamente, pero fue ella la que se acercó a saludarme, yo aún era demasiado tímido y no sé si habría tenido valor para levantarme y cruzar la distancia que nos separaba. Estuvo encantadora, me preguntó por mi vida, qué tal me iba, esas cosas, y entonces escribió su número en una servilleta y me dijo que algún día tendríamos que quedar. Y no tuvo que explicarme que ya no tenía novio, resultaba evidente.
»Tardé una semana en llamar, una semana. Dejé pasar siete días, pero durante cada uno de los siete pensaba en cómo marcaría las cifras y qué le diría, deseando que el tiempo se deslizase veloz y fluido hasta el momento en que encontrara finalmente el valor necesario para llamarla. Y te juro que, cuando finalmente lo hice, tartamudeaba. Ansioso, temblando, marqué las nueve cifras, y fue una suerte que ella no pudiera ver lo sonrojado que estaba, aunque seguro que percibió el nerviosismo de mi voz. Nunca me había palpitado el corazón de semejante manera, acelerado pero a la vez estático, ni me había sentido nunca hasta entonces enrojecer, ni me habían flaqueado así las piernas, ni me había fallado la voz de aquel modo lamentable. Así de tímido, así de frágil, así de vulnerable era.
—Pero... ¿no habías estado con nadie desde que saliste de La Firma?
—Sólo había estado con la coreana y, gracias a ella, tenía cierta experiencia, no mucha, en lo relativo a los preliminares del amor, pero no sabía nada del sexo propiamente dicho. En fin, cuando me reencontré con aquella mujer fue una experiencia... arrasadora. Me volví loco. Supongo que como no había vivido el amor adolescente en su momento, lo viví tarde, con toda la ingenuidad y la intensidad del primer amor, con todo su desgarro. Me ahogué en una densidad de emoción y sentimientos como nunca antes había experimentado, la certidumbre repentina y total de que aquello era el amor, de que aquello era la entrega, algo que cortaba el aliento, que daba escalofríos, que hacía llorar y reír, una especie de bosque oscuro y peligroso pero fragante y acogedor a la vez desde cuyo centro una fuerza misteriosa me atraía, y a mí no me quedaba más remedio que adentrarme hacia el corazón del bosque a sabiendas de que probablemente nunca encontraría el camino de salida. Y, claro, ella quizá me amaba, incluso puede que me amase con un amor más profundo y más sereno que el mío, pero no podía corresponder a mi intensidad. Porque ya no hubo en mi vida, desde que la conocí, otro pensamiento ni otra ocupación que Luisa y mi amor por Luisa. Pensaba en ella obsesivamente a cada hora de cada día y con ella soñaba cada noche, y los acontecimientos del mundo alcanzaban a llamarme sólo en la medida en que podía relacionarlos con ella, no me interesaban otras noticias ni otros libros ni otras canciones ni otras películas que no tuvieran que ver con los que a ella pudieran interesarle o que no me recordaran de alguna manera a ella, y era como si a través de Luisa estuviera aprendiendo una clave hasta entonces ignorada y una nueva manera de entender el mundo. Eso era el amor: tina nueva manera de percibir el mundo.